Leo un libro de William Carlos Williams: Poemas, textos y entrevistas. Lo compré hace unos días. Su dueño, un escritor, está próximo a trastearse y necesita aligerar el peso por cargar.
̶― Ya me he mudado cuatro o cinco veces, Álvaro. Estoy cansado. La última vez fueron casi veinte cajas de libros. Tú no te imaginas lo que fue empacarlas, procurar que los libros quedaran bien acomodados, que no se dañaran entre sí, bajarlas por las escaleras, subirlas al camión, volver a bajarlas y subirlas a este cuarto piso. Rompía el alma.
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En la página 63 me encuentro con una frase que subrayo: “Uno no puede decir qué significa un hecho particular, pero si uno lo ve suceder ante uno, puede inferir que es el tipo de hechos que se dan en el área. En eso consiste el imaginísmo”.
Todos, en la casa, esperamos esa visita. ¿Qué edad podría tener yo entonces? ¿Ocho? ¿Doce? No importa Es un recuerdo, una imagen que siempre asocio a mi infancia.
Ese hombre nos saluda y entra a la casa, y de su maletín negro rectangular, salen una revista y libros. Sí, libros.
Es el vendedor del Círculo de Lectores. Nos viene a traer los libros que mi mama le había pedido: el último número de la revista y a mostrarnos las novedades. La revista es una muestra de novelas, clásicos, bestsellers, libros de fotografía y una enciclopedia que acompañó mi infancia y adolescencia. De color rojo. La Lexis 22. Mi mamá la fue comprando a plazos, de acuerdo a sus posibilidades. Los tomos, las letras, iban llegando a la casa como una invitación a la aventura. Abrir cualquiera de sus páginas era descubrir un mundo nuevo. Nadie que haya tenido una enciclopedia (no importa cuál) en su infancia, podrá olvidar la sensación de seguridad y compañía que brindaba ésta. Era como tener una nave que, pasando de libro en libro (conforme las letras del abecedario, se iban completando) era posible viajar a cualquier lugar. Era la posibilidad de moverse por el universo y el tiempo.
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Con esa persona todo es conversado: los libros se compran y se pagan a plazos. Es la primera enseñanza de lo que después va a convertirse, para mí, en una de las condiciones básicas y fundamentales del oficio de librero: la palabra es lo único que vale.
Su oficio es vender, claro. Pero el que yo recuerdo, esa persona, era capaz de recomendar. No sé si era un lector o no. Y no importa. Tal vez tenía una memoria prodigiosa, leía a fondo la revista y estaba atento a la información que le daban los otros clientes a quienes visitaba. De pronto era una mezcla de todo esto. Siempre mi mamá terminaba pidiendo uno o dos libros que no había planeado.
Así de convincente era.
Estas otras dos o tres características (acompañadas por otras que el tiempo y el caminar me fueron descubriendo), con el paso de los años que ya este mes van a ser treinta y seis, fueron creando, dándole cuerpo al librero que yo quería y pretendía ser. Porque quise serlo desde niño. Sin que pueda imaginarme o inventar qué es lo que ese niño creía que era ser un librero.
Tal vez la imagen de ese hombre de bigote con un maletín repleto de libros, es la primera que tengo de un librero. Ahora, que transcurre ante mí, me la puedo imaginar y ver. De ese ejemplo pudo haber nacido todo lo que después fue.
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