a puerta de la casa de mi abuela se abría y allí estaba ella, en la mitad del corredor, con los brazos abiertos esperándonos para apretarnos por unos instantes. Ese era, cada vez que había vacaciones, el principio de la felicidad absoluta. Cero preocupaciones, uno o dos meses de libertad y diversión. Enseguida, zapatos y medias volaban y nos perdíamos entre las matas y los árboles del patio, nos escondíamos entre los corredores de atrás, en el solar de “Neto”, la vecina, o íbamos a ver cualquier novedad que hubiera en el cuarto destinado para nuestras vacaciones. Podría ser una muñeca para cada una o un paquete de “chismecitos” con los que pasaríamos inventándonos juegos días enteros. Piscinas y fincas eran salidas extraordinarias.
El concepto de entretenimiento de aquellos años inolvidables y felices comprendía algunos juguetes y no tener a un adulto pidiéndonos cumplir con deberes y tareas en horarios rígidos. Había una disciplina: sentarse a la mesa tres veces al día, rezar con mi abuela Tita el rosario e ir a la cama después de que ella cerrara con tranca la puerta de la calle que había permanecido abierta de par en par todo el día. El resto del tiempo éramos libres y por ser libres éramos felices: éramos cocineras de arepas de barro, joyeras de hojas y semillitas, vendíamos limonada en la puerta de la calle, diseñábamos vestidos con retazos y montábamos obras de teatro con primos y vecinos.
Pienso en todo esto porque alguien me habló hace poco de que en sus cuentas familiares el “entretenimiento” era altísimo: Apple TV, Cine, X box, clases extracurriculares y cursos de verano. Mi campo de verano fue mi abuela Sara Socarrás y su casa en Valledupar. En mi familia, nuestros hijos tienen el privilegio de tener una abuela como la mía que les abre las puertas de su casa y de su creatividad y amor para que fomenten lo que hoy pedagogos y expertos recomiendan “juego libre”.
No creo que el tiempo libre con los hijos pase por hacer horas y horas de tareas para ellos, como nos hacen creer en los colegios cuando exigen trabajos elaborados para que sean los padres quienes los realicen al regreso del trabajo; ni creo que haga falta consumir distracciones enlatadas a precios elevadísimos. Además de los abuelos, que son increíble fuente de sabiduría, creo que el ocio, despierta la creatividad y eso hace seres humanos recursivos e innovadores.
La puerta de la casa de mi abuela se abría y allí estaba ella, en la mitad del corredor, con los brazos abiertos esperándonos para apretarnos por unos instantes. Ese era, cada vez que había vacaciones, el principio de la felicidad absoluta. Cero preocupaciones, uno o dos meses de libertad y diversión. Enseguida, zapatos y medias volaban y nos perdíamos entre las matas y los árboles del patio, nos escondíamos entre los corredores de atrás, en el solar de “Neto”, la vecina, o íbamos a ver cualquier novedad que hubiera en el cuarto destinado para nuestras vacaciones. Podría ser una muñeca para cada una o un paquete de “chismecitos” con los que pasaríamos inventándonos juegos días enteros. Piscinas y fincas eran salidas extraordinarias.
El concepto de entretenimiento de aquellos años inolvidables y felices comprendía algunos juguetes y no tener a un adulto pidiéndonos cumplir con deberes y tareas en horarios rígidos. Había una disciplina: sentarse a la mesa tres veces al día, rezar con mi abuela Tita el rosario e ir a la cama después de que ella cerrara con tranca la puerta de la calle que había permanecido abierta de par en par todo el día. El resto del tiempo éramos libres y por ser libres éramos felices: éramos cocineras de arepas de barro, joyeras de hojas y semillitas, vendíamos limonada en la puerta de la calle, diseñábamos vestidos con retazos y montábamos obras de teatro con primos y vecinos.
Pienso en todo esto porque alguien me habló hace poco de que en sus cuentas familiares el “entretenimiento” era altísimo: Apple TV, Cine, X box, clases extracurriculares y cursos de verano. Mi campo de verano fue mi abuela Sara Socarrás y su casa en Valledupar. En mi familia, nuestros hijos tienen el privilegio de tener una abuela como la mía que les abre las puertas de su casa y de su creatividad y amor para que fomenten lo que hoy pedagogos y expertos recomiendan “juego libre”.
No creo que el tiempo libre con los hijos pase por hacer horas y horas de tareas para ellos, como nos hacen creer en los colegios cuando exigen trabajos elaborados para que sean los padres quienes los realicen al regreso del trabajo; ni creo que haga falta consumir distracciones enlatadas a precios elevadísimos. Además de los abuelos, que son increíble fuente de sabiduría, creo que el ocio, despierta la creatividad y eso hace seres humanos recursivos e innovadores.