
¿Eres de los que dice: hay que ver para creer?
Manfred Max Neef decía que “hay un mundo en el que hay que ver para creer, pero hay un mundo en el que hay que creer para ver”. La vida me ha inclinado a creer que la primera parte de su expresión sobra y que siempre creemos algo antes de ver. El materialista recalcitrante cree en las coincidencias evolutivas y el azar, el pesimista cree en su mala suerte o alguna condena, el mafioso cree en la impunidad y la plata y el religioso cree que Dios es un comerciante que trafica salvaciones.
Mi trabajo clínico cada vez me convence más de que tenemos mucha fe para las cosas que nos limitan y poca para las cosas que nos ayudan a crecer. La gente le tiene, por ejemplo, una fe desmedida a sus miedos, les cree ciegamente como si fueran la voz de un ángel todopoderoso. Lo mismo sucede con su pasado, sus expectativas sobre el futuro, el desamor, la carencia y la comodidad: les creen irrestrictamente, los idolatran.
Si tuviéramos en este momento un termómetro psico-espiritual para medir la fe de las personas en la injusticia, el desamor, el sinsentido, el miedo, el control y el apego, este probablemente se rompería. Tendríamos fe de sobra para mover montañas. Y creo que de nada serviría que habláramos de la fe que empodera y libera, si no podemos revisar la fe que nos disminuye y ata.
Por lo anterior, cuando hablamos de fe, el movimiento es doble: hay que perder la fe para ganarla. Hay que revisar nuestras creencias profundas. Hay que hacer un movimiento interior. Porque si no se renuncia a la fe en el miedo no puede haber fe en el amor, porque si no se renuncia a la fe en el pasado, no habrá fe en el futuro. Porque si no se renuncia a la fe en la carencia no habrá abundancia.
Y esa primera fe a la que debemos renunciar es a la ilusión del control, la idea de que la vida debe ser la que queremos y no debe ser la que no queremos. Porque la fe que agranda no es fruncirse para pedirle a la vida, como si fuera un mantra, lo que uno quiere. Tampoco es rezar el rosario cotidiano, o hacerse las limpias de hierbas, o ponerse los calzoncillos amarillos, o llevar el escapulario para librarse de los miedos que lo persiguen a uno. Eso no es más que la espiritualidad del ego, pura superstición barata.
Ilustración: Jorge Ávila
Antes de seguir hablando de fe, yo le propongo que haga el ejercicio de acechar, de pillarse, esos actos de fe ciega en las cosas que lo limitan como el miedo, el desamor, la desesperanza, la comodidad, la inautenticidad, la distracción, el pasado. ¿En el fondo usted le cree ciegamente a sus miedos y deja que se interpongan entre usted y la vida?¿Se ha dado cuenta de que en realidad usted hace mucho tiempo perdió la esperanza en el amor? ¿Ha visto cuánto es capaz de sacrificarle a su comodidad? ¿Cree usted en el poder del maquillaje y la mentira?
La fe grande, por el contrario, es decirle a la vida “que lo que esté flojo se caiga”, “danos ojos para ver sin miedo”, “como tu quieras quiero” y “al son que me toques bailo”. Está basada en una confianza que nos permite saltar a la oscuridad para encontrar lo sagrado en las partes más oscuras de nosotros mismos y de la vida. Se basa en la ausencia de miedo y la apertura para ver las cosas tal y como son. Sabe que no importa dónde estemos, ese presente, si lo miramos con el corazón, es pleno y está lleno de sentido, aunque lo estemos viviendo en una cárcel o un castillo. En esa fe uno ya no es un “niño hipócrita” que quiere ganarse las palmaditas en la espalda y ahorrarse los castigos, sino una íntima aventura de unos ojos bien abiertos que reconocen la belleza y el amor y la grandeza de la existencia.
Esta forma de fe rompe el pasado, acaba con nuestras obsesiones, y nos permite pasar de la condena de un pasado que recreamos una y otra vez, a lo nuevo.
Pero nunca la alcanzaremos sin un acto de coraje. Para acceder a esa dimensión del ser debemos aprender a soltar y entregarnos. La fe grande más que una simple creencia supersticiosa, es la actitud natural del que ha vivido largas noches y ha visto la luz al final, del que ha muerto y resucitado, del que se ha disuelto en amor y ha encontrado su fuerza. Esa fe que mueve montañas es la del que ha visto, pero para ver hay que soltarse a vivir.
Solo cuando hemos estado presentes en el fondo más oscuro de nuestras crisis personales, con los ojos abiertos y sin desesperarnos, en ese punto donde nos hemos rendido porque ya no podemos hacer nada, o no sabemos nada, solo entonces hemos visto que la vida es a pesar de nosotros, que somos llevados, cuidados y que no es nuestro control lo que nos mantiene a salvo, sino una gran y profunda inteligencia que nos supera. Ahí empieza la fe. Te rendiste y el río te llevó, abriste los ojos y había amanecido.
Esa fe grande es el premio a los desilusionados que ya no creen en la ilusión del control. Es el premio a los vencidos que ya no pelean contra la vida. Es la certeza del corazón, no la creencia, de que la vida, maravillosa y terrible, es sentido, de que la existencia es plena y no hay nada que ganar ni que perder.
Esa es la fe que permite mover montañas, que pone a un Gandhi desarmado frente a un ejército, que monta al pequeño Bolívar en su caballo blanco para hacer una revolución impensable, que fortalece a todos los amantes que terminan venciendo al miedo. Pero la verdad de esa grandeza es que antes se volvieron tan pequeños que pudieron entregársele al destino y éste fue el que los hizo grandes.
No me cabe duda de que la fe es la condición natural del ser despierto. Es lo que encontramos en nuestro corazón cuando dejamos que la vida nos quite todo lo que sobra, y la muerte haga el trabajo de mostrarnos lo que no puede llevarse. No tenemos fe, somos la fe una vez tenemos el corazón abierto.
Termino con Saint-Exupéry cuando dice que “solo se ve bien con el corazón; lo esencial es invisible para los ojos”. Porque la fe grande es la fuerza de aquellos que ven con el corazón.
Los lugares que te asustan, de Pema Chödrön.
Las penas de la vida pueden volvernos cobardes y amargados o, por el contrario, ser un motivo de fortalecimiento interior. Enseñanzas de directa aplicación para convertir los temores y angustias en sabiduría y valor.
Sonríe al miedo: despierta tu valentía interior, de Chogyam Trungpa.
Una obra fundamentada en la tradición de Shambhala y en las enseñanzas budistas, explica cómo se puede llegar a ser un guerrero espiritual: una persona que se enfrenta a cada momento de la vida con apertura y valor, desde la confianza y la alegría que están en el centro de nuestro ser.
Gandhi. Narra la vida del defensor de la no violencia, a partir de sus 24 años. Cierra con esta frase: “Cuando me desespero, recuerdo que a lo largo de la historia el camino de la verdad y el amor siempre han ganado”.
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