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La actitud adecuada hace oro de los errores

Nos han enseñado que está mal cometer errores. Cuidado: hay que equivocarse, para aprender, para corregir y para entender la vida en sus verdaderas dimensiones.

Por Juan Sebastián Restrepo

10 de septiembre de 2015

La actitud adecuada hace oro de los errores

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Muchos de nosotros vivimos en función de un gran mandato. Y no me refiero al mandato de amar a Dios sobre todas las cosas, ni al de hacer el bien, ni al de enriquecerse a como dé lugar. Se trata de un mandato más sutil, pero también más absoluto y especialmente nocivo para nuestra felicidad. El mandato reza así: “no te equivocarás”.  

Lo vemos en acción en la mirada contraída de la profesora impaciente, en la voz severa del padre indignado porque su hijo tumbó una Coca-cola, en el temblor de la cantante que padece de pánico escénico, en el futbolista que va a cobrar un penalti, en el empresario que gaguea antes de la conferencia, en la tensión del eyaculador precoz, en el conductor que no perdona una torpeza, en los tantos matrimonios mediocres, en el joven que estudia una carrera sin ganas y en los miles y miles de personas que escogen una vida segura pero muerta. Es una epidemia nefasta este mandamiento y su correlato, el temor a equivocarse.

Somos expertos en inculcarlo desde el inicio de la vida. Todo empieza con una grave confusión; cuando el niño se equivoca, lo hacemos sentir que hizo algo malo. Decimos, abriendo los ojos y subiendo el tono: ¡ponga atención! Le mostramos con el cuerpo nuestra molestia. Y lo que terminamos diciéndole al niño, no es que se equivocó, sino que es malo por equivocarse. Dicho de otra manera, confundimos un asunto funcional (equivocarse) en uno moral (sentirse mala persona) y así es como vamos instalando esa terrible idea que castra a tantas personas en el mundo: si me equivoco soy una mala persona y debo sentirme mal.

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Enseñarle a un niño que es malo por equivocarse es algo tan desatinado como enseñarle que es malo por ver volar mariposas, o por crecer, o por caer hacia abajo o por enamorarse. Pero la estupidez del asunto no nos pone en guardia contra este nefasto mandamiento. Y es así como una gran parte de la crianza se basa en enseñar el temor a equivocarse y todos sus derivados: la culpa, la duda, la acusación, la intolerancia, etc. 

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Haríamos bien en enseñarles a nuestros niños a distinguir entre atención, precaución y el temor a equivocarse. Las dos primeras son funcionales y surgen en el presente. La última, además de ser un asunto moral,  siempre se da entre el pasado y el futuro.

Y una vez instalado el mandamiento de “no fallarás”, surgen a su alrededor multitud de juegos dolorosos y de personajes expertos en sufrir: los perfeccionistas expertos en darse látigo por sus equivocaciones; los orgullosos que no pueden hacerse cargo de sus errores; los perfectos, que para sentirse buenos tienen que estar denunciando a los equivocados; los castigadores que no perdonan la caída de un alfiler, siempre listos para inyectarnos un poco de culpa; los cobardes que evitan la vida para evitar los errores; los resentidos que confunden equivocaciones con ofensas; y las ovejas negras, aquellos que terminaron por convencerse de ser “malos” por haberse equivocado.

Algunos lectores un poco más adoctrinados deben estar pensando: “pero, ¿cómo sería el mundo si no tuviéramos miedo a equivocarnos? Todo se vendría al traste, nada funcionaría, los sistemas colapsarían, las personas serían peligrosas, los matrimonios se acabarían, el tránsito sería insufrible. Ante esto tengo cuatro argumentos:

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El primero es que nadie se equivoca de gusto, por lo tanto nadie elige cuándo equivocarse. El miedo a equivocarnos no nos libra de hacerlo. Aceptando que es un miedo que no sirve para evitar aquello que lo genera, podemos concluir que es perfectamente inútil.

El segundo es que cuando le entregamos nuestra atención al temor a equivocarnos y a la duda sistemática, se la estamos quitando a los procesos que hacemos, y por lo tanto nos volvemos torpes. O sea que el temor a equivocarse no solo es inútil, sino contraproducente.

El tercero es que el verdadero motor de la vida nunca es el temor a equivocarse, sino principios más plenos y afirmativos: la belleza, el amor, la curiosidad, la creatividad, la libertad, la justicia. Le garantizo querido lector que nadie hizo nada grande movido por el temor a equivocarse.

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Pero la facilidad con que damos por sentado que debemos vivir con temor a equivocarnos, contrasta con la dificultad que tenemos para mirar más de cerca las consecuencias que éste genera. Y es que el temor a equivocarnos nos vuelve cobardes, rígidos, tímidos, torpes, resentidos y acusadores. Muchos de los barrotes de nuestras minúsculas cárceles, donde nos encerramos para no fallar,  están hechos por el miedo a equivocarnos.

Y si la vida es incertidumbre, la infalibilidad tiene que equivaler entonces a una forma de muerte. Los que no pueden equivocarse no toman riesgos, nunca aman de verdad, no están despiertos del todo, no hacen el camino que su corazón quiere, no se entregan y están pensando en otra cosa cuando la vida les está enseñando. Aquí viene un gran secreto señoras y señores: los mediocres no son los que se equivocan, sino los que no pueden equivocarse.

Chuck Palahniuk dijo: “Nos han enseñado a hacer lo correcto. A no cometer errores. Supongo que cuanto mayor parezca el error, más posibilidades tendré  de romper con todo y empezar una vida de verdad”. Y es que sin errores la vida no se muestra, nuestras visiones no se expanden, nuestro corazón no se libra de las armaduras muertas, nuestras teorías no se transforman.  

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Por eso los invito a acoger la equivocación, a volver a darle su lugar en la vida. Reivindiquen el derecho a equivocarse. Aprendan a sacarle todo el jugo a sus errores. La actitud adecuada hace oro de los errores. Cuando estos se encaran con coraje, honestidad, presencia, consciencia y mucha responsabilidad, se convierten en virtudes. El sabio Jung decía que “los errores, después de todo, son el fundamento de la verdad”.

Ilustración: Jorge Ávila

 

Por Juan Sebastián Restrepo

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