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La calle Twitter

Por Jairo Dueñas

07 de junio de 2011

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Primero, nos conectamos con la calle por una simple ventana, con matera y novio enano de por medio, luego fue a través del radio, más tarde fisgoneábamos poseídos frente al televisor, después fue el computador, luego la ventanita se convirtió en un BlackBerry o un iPhone y cada vez más miramos más fino y más lejos por el ojo de un mar de cerraduras virtuales y holográficas. Y en este punto de la historia de cruce de mundos reales y más reales, aparece la calle, el camino o la autopista con una pequeña señal que dice Twitter. Un mundo donde lo lejos no existe. Ni el tacto. Donde no hay que romper el hielo de las situaciones. Donde las puertas se abren más fácil a las visitas, así no haya caras, besamanos, té o galletas, pero sí la confianza de estar sin zapatos. Un espacio donde la gente se siente como en su casa, con la confianza de hacer público lo que le duele o festeja en su estado más solitario. Un armario muy personal y a la vez muy amplio para que los demás también cuelguen sus vestidos o investiduras antes de entrar en nuestra sala (para algunos muy formal) o en nuestro comedorcito de cocina (sin tanta pompa). Twitter es el aviso encima de una puerta que comunica con el laberinto de nuestras inquietudes y soledades. Un cuento por pequeñas entregas, de diminutos capítulos, de muchos finales y de incontables personajes principales. Una mesa de billar donde se juega a las carambolas y a las tres bandas, con los comentarios que más rueden, se busquen y se toquen. Un concierto donde las rockstars son las palabras, nuestras propias palabras, que atraen y suman fans, en una larga o corta fila de seguidores, siempre a la espera de que abramos nuestros telones y alimentemos el show con mesura o desmesura. Un campo donde siempre sale el sol, no importa qué hora es, no importa que media humanidad duerma, no importa lo oscuro que sea el tema. Una procesión que no va a ninguna parte y que en cada esquina dobla, como buscando una entrada o una salida. Vitrina donde todos somos maniquíes de nuestras propias rebajas. Un muro para golpear la cabeza y esperar –quizás del otro lado– una risa. Sueño de gente como signos, mientras afuera alguien espera que despiertes y dejes de teclear tu vida.

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