
De acuerdo al enfoque de identidad de género, soy macho biológicamente, soy hombre de acuerdo mi identidad sexual, soy heterosexual de acuerdo a mi orientación sexual, sin duda alguna, y mi expresión de género es cómodamente masculina. Amo a mi pareja, biológicamente hembra, mujer de acuerdo a su identidad sexual, de orientación sexual heterosexual, cuya expresión de género es exquisitamente femenina.
Tengo una hermosa hija, biológicamente hembra. Su expresión de género es exquisitamente femenina como la de su madre. Su identidad y orientación sexual se irán develando con el tiempo. Pero haré lo que esté en mis manos, y la defenderé con ferocidad, para que sea ella quien decida cómo quiere expresar la fuerza y la grandeza que lleva adentro.
Tengo claro que ella nació para ser ella y que mi trabajo no es meterla en un molde para que cumpla mis expectativas. Aunque debo reconocer que, en términos de su identidad y orientación sexual, no las tengo por dos razones. En primer lugar, porque considero que no sería respetuoso con ella y en segundo lugar, porque en mi visión del mundo, la identidad y la orientación sexual, no pertenecen ni al dominio de la moral ni al de la salud. Es decir: uno no es bueno ni malo, ni sano o enfermo, por tener una u otra identidad u orientación sexual. Yo a mi hija le enseño a ser consciente, lúcida, digna, amorosa, creativa. En nuestra casa la diferencia es sagrada.
Uno de los hombres que más influyó en mi educación, es macho biológicamente, de orientación sexual homosexual, y de expresión de género masculina. Me enseñó valores muy masculinos. Me transmitió una gran autoridad. A punta de coherencia se ganó mi respeto, me cuidó con el amor duro de los hombres y me enseñó a respetar y pensar.
Tengo dos amigas ambas biológicamente hembras, la una con una expresión de género que parece el arquetipo de la feminidad, la otra es como la diosa Atenea, de una feminidad profunda y abismal, que se combina con una armadura masculina de estilo samurái. Son una pareja. Su ética es impecable y su capacidad de amar es admirable.
En resumen: no escribo esta columna porque soy gay, sino porque soy humano y creo en el respeto de la diversidad. Tengo una hija a la que le enseño ese respeto. Y traje a colación dos ejemplos de personas con orientación sexual homosexual, para derribar de entrada, el mito infundado de que la homosexualidad riñe con la virtud.
No obstante considero que la orientación sexual homosexual o bisexual si es un problema. Pero no un problema como lo pinta nuestro procurador oscurantista, ni nuestro obsesivo caudillo que busca voticos para la guerra. El problema no radica en que si los homosexuales y bisexuales de Colombia son libres para desarrollarse y expresarse como el otro 90% de los compatriotas, nos van a contagiar a todos —la orientación sexual no es contagiosa—, y vamos a dejar de tener hijos y Colombia se va a extinguir. Tampoco vamos a violarnos entre todos en la calle, en una terrible bacanal sodomítica antes de que Abadón, el ángel del juicio final, llegue a aniquilarnos como a Sodoma y Gomorra.
Ser homosexual o bisexual es un problema, solo porque nuestra cultura es homofóbica. En el colegio empieza el calvario: discriminación, humillación y aislamiento son el pan de cada día. Pero el bullying no se queda allí, muchas familias lo perpetúan: padres que golpean a sus hijos por ser “mariquitas”, madres que rechazan a sus hijas porque confiesan su amor por las mujeres, seres que ya nunca saldrán del rótulo de la subnormalidad. Y eso en el caso de los valientes que salen del clóset. Pero es peor la tragedia de aquellos que mutilan su naturaleza, y apagan su sexualidad para no enfrentar la homofobia.
Y aunque hace tiempo que la psicología tuvo que reconocer que la homosexualidad no es una patología, día a día los psicólogos debemos tratar el problema de la homosexualidad, causado por la hostilidad homofóbica.
Por eso me asombra la magnitud de las marchas contra las cartillas. No marchamos por la paz, ni porque un heterosexual deformó con ácido a Natalia Ponce, ni por las mentiras de Santos, ni las mentiras de Uribe, ni por la impunidad de la iglesia frente a tantos casos de pedofilia. Marchamos por una homofobia recalcitrante, manipulada por el oportunismo político y por una doble moral descarada.
Azuzados por una iglesia que esgrime frente a la sexualidad una antropología desvirtuada por la historia y por la ciencia, nos rasgamos las vestiduras mientras y gritamos: “ideología de género”. Condenando unas “cartillas pornográficas que la ministra inoculó en los colegios para promover la homosexualización de Colombia”. Linchando a la “lesbiana” que se metió con nuestros hijos.
Pero si revisamos cuidadosamente las razones del levantamiento veremos un panorama muy distinto: la “ideología de género” es un concepto peyorativo que utiliza la iglesia para deslegitimar la diversidad sexual. Las “cartillas pornográficas”, eran unos manuales —muy bien logrados por cierto—, cuyo objetivo era atender la tragedia psicosocial que genera la discriminación sexual en los colegios. La víctima del linchamiento, una ministra de educación, que estaba cumpliendo su deber de traducir los mandatos de la corte constitucional, siguiendo una línea que heredó de otros gobiernos.
Entre tanto, el gestor del levantamiento, se ríe frotándose las manos y preparándose para la victoria en la marcha por el plebiscito, donde seguramente habrá pocas personas. Mientras los homosexuales, los bisexuales y todos los que creemos que la dignidad esta por encima del color, la raza, el estrato o la orientación sexual, quedamos atónitos.
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