Los verdaderos artistas se reconocen porque son portavoces del alma profunda de sus pueblos y de sus tiempos. Y ese es el caso de Gabo, el maestro de Macondo. Por eso su presencia se ha sentido en el proceso de paz. Basta leer el final de Cien años de soledad para hacernos una idea: Sin embargo, antes de llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.
Somos “las estirpes condenadas a cien años de soledad”, un pueblo que se construye sobre la lógica de la soledad; es decir, de la mutua exclusión. Lo dice la grandilocuencia de nuestros caudillos, la pobreza de una lógica bipartidista sin proyectos incluyentes, la ignorancia sistémica de nuestros mafiosos, la ceguera sádica de nuestros paramilitares, la torpe barbarie de nuestras guerrillas, el egoísmo corrupto de nuestros legisladores. Nos rige, a casi todos, un egoísmo psicológico, una ceguera que nos impide ver al otro.
Y por eso la nuestra es “la ciudad de los espejos (o los espejismos)”. Porque, como en un país de narcisistas lo único que vemos es nuestro reflejo, lo único que escuchamos es nuestro eco. El otro no existe: solo yo y lo mío. El otro siempre es amenazante o utilizable. Por eso Pablo Escobar es capaz de volar un avión lleno de personas inocentes. Por eso Uribe cree que este país está perdido sin él. Por eso Santos cree que la paz y el engaño son compatibles. Por eso la guerra. La eterna guerra que gira y gira, y que nos acompaña a todos. Porque la guerra de las armas es solo el síntoma de la guerra silenciosa que nos acompaña a todos en las pequeñas cosas.
Nuestra ceguera reduce nuestras relaciones a dos lógicas nefastas: el poder y la seducción. Y basta ver todo este póker de la paz, para ver que ninguno quiere renunciar a su poder: Santos propone un acuerdo que lo constituye en reyezuelo, Uribe se niega a que no sea a su manera, las FARC exigen privilegios y exoneraciones que se cayeron por su propio peso, y todos utilizan la “paz” como un pretexto para el poder. La seducción se perfila en las mentiras descaradas que uno y otro ventila en las redes sociales, en los videos editados, los argumentos descontextualizados, la mermelada, los discursos proféticos y apocalípticos, en el exceso de locuacidad y la ausencia de conversaciones.
Poco se habla de los efectos que tiene la hipocresía en nuestra guerra. García Márquez los muestra una y otra vez en su novela. Poco hemos pensado en cuánto daño nos ha hecho la validación de la mentira. Muestra de ello son un presidente que poco cumple lo que dice, un expresidente que no acepta sus excesos, una guerrilla que responde cínicamente “quizás, quizás…”, un clientelismo criminal, un congreso lleno ineptos literalmente dormidos en los laureles, unos políticos que se juntan y traicionan como los Borgia, un empresariado bastante ambiguo frente los problemas sociales, y universidades que cobran lo impagable para dar lo único que podría cambiar las cosas. La nuestra es una historia llena de mentiras, traiciones y de “aces bajo la manga”.
Vivir en la “ciudad de los espejos” nos ha enseñado a pensar en lo que nos separa, cuando el arte está en ver lo que nos junta. Nuestra fuerza se juega en la exclusión: silenciar, separar, polarizar, cercar, vencer, dividir. Pero no estamos entrenados para buscar lo que nos incluye. Por eso la inequidad sigue galopando, por eso se mueren niños de hambre en la Guajira, por eso hay plata para la guerra pero no para el desarrollo, por eso es tan difícil ceder el paso en el carro, y por eso es tan fácil mirar por encima del hombro. Nuestra guerra eterna solo es el corolario de nuestra incapacidad de darnos un lugar y de aceptar que es mucho más lo que nos junta que lo que nos separa.
Me parece peligrosa la idea de que la paz es aquello que se firma en La Habana. Aunque deseo que se firme un tratado sostenible e incluyente, creo que eso es desconocer que la verdadera guerra la construimos todos, y que la verdadera paz es responsabilidad de todos. Porque la paz antes que un resultado es una actitud, una forma de vivir. No habrá país en paz, hasta que cada uno no reconozca a sus semejantes, hasta que le apostemos a una generosidad radical, hasta que empecemos a decirnos las verdades, hasta que nos ocupemos atenta e incansablemente de un bienestar compartido. La paz no la da un presidente, la paz es una decisión individual, un trabajo.
Reconocer al otro es difícil. Considero que nuestro amor por la guerra es proporcional a nuestra fobia al conflicto. Aquí somos buenos para echar bala, para emitir diatribas, para juzgar todo lo diferente, pero muy malos para el diálogo verdadero. Todos queremos paz, pero una que no nos incomode, que no nos toque, que no implique renuncias. Cuando pensamos en justicia lo que vemos es venganza o cárcel, pero no equidad y equilibrio. Tal vez la guerra asesina se acabe si aceptamos una guerra vital: la de la diferencia, el conflicto sano y la crisis constructiva.
Cien años de soledad termina diciendo: “Porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”. Y tal vez nuestra mayor ceguera sea esta: no miramos hacia delante, no pensamos en términos de sostenibilidad. Por eso Uribe no ve las limitaciones de su visión guerrerista, por eso Santos pone en jaque la Constitución, por eso el narcotraficante pudre su pueblo y el acaparador de capital genera la pobreza que después le roba.
Pensamos que la paz la haremos nosotros. Pero nosotros solo podemos parar la guerra. La paz no la haremos ni Uribe, ni Santos, ni usted, ni yo. La harán aquellos que vienen con una mirada fresca, aquellos que no nazcan con la marca de la soledad, aquellos que representarán para nosotros, una segunda oportunidad sobre la tierra.