
Yo empecé a tener conciencia de mis tetas cuando era adolescente. Crecí en Cali, así que mis vacaciones las pasaba en la piscina de mi conjunto. Por consiguiente, mis amigos del barrio fueron testigos de la evolución de mi cuerpo. Tengo grabado en mi memoria el día en que uno de ellos, sin vergüenza y con la confianza de un hermano, me dijo: “Ya te están creciendo”. Yo no me molesté, me habló como un adolescente caleño, sin pelos en la lengua. Ese día empecé a mirarlas con otros ojos. Me gustaba lo que veía. Sentía que correspondían a mi cuerpo. Ni muy grandes, ni muy pequeñas y bien firmes. Nunca soñé con operarme, a pesar de que en Cali es lo más cotidiano.
Más adelante empecé a disfrutar los escotes, a llevarlos con criterio, a gusto. No se me ocurría que me estuviera convirtiendo en un objeto sexual por lucirlos, simplemente me sentía guapa. Era un atributo de mi cuerpo y lo lucía por voluntad propia. Me sentía conforme con mis tetas y lo demostraba. Cuando quedé embarazada les hice una despedida porque el cambio era inminente. Al sexto mes empezaron a agrandarse de tal manera que ya no las reconocía, desde el pezón hasta el músculo. Y ahora que soy una madre lactante de un bebé de tres meses tengo nuevas tetas y sé que las que se fueron no son más que un bonito recuerdo. Está bien. Porque cumplen una función completamente distinta que nunca dimensioné.
Lactar me producía cierto temor porque había escuchado historias terroríficas: “Te sangran los pezones, te sale callo, llorás cada vez que lo amamantás, tenés que dejar las tetas al aire para que se te sanen (con este clima bogotano ya me veía constipada hasta la madre)…” . Y resultó que lactar ha sido lo más transformador de la maternidad. De hecho, en los días más oscuros, esos en los que me agobiaba el hecho de ser mamá y tener tantas responsabilidades nuevas y desconocidas, lo que más me alentaba era dar teta. Afortunadamente no padecí ninguno de esos dolores abominables de los que me hablaron, y no fui de mucho truco, creo que la clave para una lactancia exitosa es aguantar un poco de dolor inicial y seguir lactando. Sobrevivir a las primeras semanas hará que todo sea más llevadero.
Amamantarlo, sentirlo tranquilo y tan a gusto cerca de mí, reconocer que eso es lo que más lo tranquiliza, lo que le quita el hipo, lo que lo hace evadir el llanto, lo que lo duerme y, por supuesto, lo que lo alimenta, es una experiencia invaluable. No sabía que mis tetas podían ser tan importantes. Hoy tenemos una relación mucho más respetuosa. Mis tetas me generan admiración y orgullo, y esto ya nada tiene que ver con su aspecto. Son mucho más grandes de lo que quisiera, sobresalen en mi torso delgado (recuperé mi peso normal gracias a la lactancia y a una alimentación muy saludable). Mis amigas me dicen con frecuencia, “Estás muy tetona”, y yo respondo feliz: “Sí”. Y me he desprendido del pudor. Se las enseño sin reparo para que vean cómo cambia el cuerpo femenino después de un embarazo.
Las cuido porque, sin duda, se maltratan en todo este proceso. Las noches son más difíciles. Puedo pasar dos horas amamantando (claro, con pausas) y, al final, cuando el bebé ha dejado de succionar, me siento consumida. Me pican los pezones, me incomodan, me quedan tan sensibles que hasta dormir boca abajo me molesta. Pero a las cinco horas el niño vuelve a despertar con la única intención de conectarse conmigo de nuevo a través de mis tetas. Y yo, ya descansada, no puedo más que ponerme en posición y lactar hasta que él lo decida.
Foto: Getty.
