El velo de las olas es tan inmenso y alberga espacios tan incógnitos y profundos, que algunos investigadores consideran que en el fondo de los océanos todavía se ocultan las más bellas historias del mundo. Se dice, también, que lo peor que le puede pasar a un marinero es perder la estrella que lo guía, y posiblemente sea cierto. Sin embargo, hay viejos hombres de mar que creen que uno de los más graves problemas a bordo de un barco surge cuando la tripulación intuye la existencia de un tesoro. La codicia es, al fin y al cabo, poderosa: doblones de oro y secretos escondidos bajo toneladas de agua y dentro de armazones de madera tallados hace siglos. ¿Quién podría renunciar a la aventura, a la posibilidad de descubrir antiguas y formidables riquezas?
Muchos hombres y mujeres se han vuelto audaces cuando se ha tratado de encontrar un tesoro. Al menos así había sucedido con Marco y Lucía, que con tal fin habían dedicado gran parte de sus vidas a bucear en archivos de toda Europa y parte de Latinoamérica; tal vez no aspirasen realmente a encontrar una fortuna, pero sí habían ambicionado el conocimiento. La curiosidad había resultado ser un motor incombustible durante más de cincuenta años.
Sigue a Cromos en WhatsAppEl tiempo los había traspasado devorando lo que habían sido, pero no lo que habían soñado ser. Investigadores, viajeros del tiempo. Lo habían logrado. Ella, historiadora naval, y él, doctor en Estudios Antiguos y especialista en Arqueología Subacuática. El viejo Marco había sido la viva imagen del espíritu aventurero y la determinación, y Lucía había compensado el desenfreno de la ilusión con método y disciplina.
—Tenemos que ir a las Seychelles —le había dicho él un día, eufórico—. Allí podremos resolver el criptograma. Habrá señales, marcas por alguna parte.
—Sabes que solo han encontrado esqueletos.
—¡Pero con pendientes de oro!
Lucía había sonreído y tomado aire de forma muy profunda, como si necesitase unos segundos para responder con las palabras adecuadas. En aquellos tiempos Marco ya estaba muy enfermo, pero seguía soñando con tesoros. Por aquel entonces, en concreto, con el del filibustero francés Olivier Levasseur, que se había curtido en la guerra de sucesión española y que, justo antes de ser ejecutado en 1730, se había arrancado su collar para mostrar algo escondido en su interior: un criptograma de diecisiete líneas. «¡Que encuentre mi tesoro quien pueda entenderlo!», decían que había exclamado antes de morir en la horca. El famoso acertijo, que parecía dibujar símbolos masónicos, nunca había llegado a ser descifrado al completo, y solo una mujer había logrado, a comienzos del siglo XX, hallar restos humanos y joyas excavando en la playa de Mahé, en las Seychelles.
—Yo creo que el tesoro podría estar en una de las cuevas de Bel Ombre —había insistido Marco, mostrándole un mapa de las islas a Lucía.
—Y yo creo que el Gavilán —había replicado ella, aludiendo al apodo del francés— se gastó todo su oro antes de morir. ¿Olvidas que era un pirata?
Marco, a pesar del peso de los años y la enfermedad —el cáncer, esa implacable bestia—, se había levantado del sillón, había tomado a su mujer por la cintura y la había inclinado mientras la sostenía, como si acabasen de terminar un paso de baile.
—«Miles de años y naufragios más tarde, allí se anuncia un inmenso botín» —comenzó a declamar, mirándola a los ojos—. «Encontraremos oro por todas partes, en ese caos maravilloso y sin fin».
Ella se había reído y había abrazado a Marco para terminar aquel baile imaginario dentro de su pequeña y acogedora casita de piedra junto al mar, en Vigo. El poema que acababa de recitar su marido, de Oscar de Poli, era de mediados del siglo XIX y estaba presente en sus vidas desde hacía muchos años. Buscar tesoros, cápsulas del tiempo que reconstruyesen la historia. Aquel había sido su objetivo vital, y habían alcanzado algunos logros relevantes. Sin embargo, los años los habían engullido, y él ya solo era una estela en el agua de la memoria.
Cuando Marco murió, Lucía se recogió sobre sí misma y canceló colaboraciones, conferencias y viajes. A pesar de que vivía en una sencilla casita a pie de la playa de A Calzoa, no se la volvió a ver disfrutando del sol estival ni de la alegría del verano. Solo paseaba por el arenal las mañanas y tardes de otoño solitarias, mientras las gaviotas danzaban sobre las olas y, desconfiadas, se posaban en las rocas más alejadas. Ya anciana, Lucía oteaba el horizonte verde y azul que le ofrecía la ría, y siempre terminaba por posar su mirada en el punto más lejano, donde el mar abierto se abría paso tras las islas Cíes; aquel pequeño pero imponente archipiélago frenaba desde hacía miles de años el ímpetu del agua y convertía la ría en un océano domesticado y tranquilo, en un singular refugio.
Decían, de hecho, que aquel atípico paraíso había surgido cuando un dios había posado su mano sobre la Tierra, dejando la huella de sus dedos en la costa y creando así las famosas Rías Baixas del sur de Galicia. Había, sin embargo, quien aseguraba que las bellas rías gallegas no eran más que valles fluviales invadidos por el mar, pero los rincones del mundo suelen ser más interesantes cuando la brisa que los acompaña cuenta buenas historias. Y, desde luego, Lucía sabía que le habían quedado muchas y muy buenas historias por descubrir. Ahora que sus recuerdos se desdibujaban y que era consciente de cómo le fallaba la memoria, aceptaba con resignación que se le había agotado el tiempo. Pero algo había cambiado las cosas. Unas semanas atrás había descubierto unos hechos absolutamente reveladores e increíbles. Se trataba de una información tan inesperada y extraordinaria, de un hallazgo tan asombroso, que sabía que serían muchos los que querrían arrebatarle aquel tesoro de las manos. Hacía tiempo que tenía la sensación de que la seguían, pero el neurólogo ya le había prevenido de las complicaciones que podría conllevar el deterioro de su mente, y aquello incluía las paranoias y los trastornos delirantes.
Sin embargo, lo que acababa de sucederle había sido muy real y ahora ya no había nada que hacer. Su gran descubrimiento ¿en qué manos quedaría? Era el final del viaje, y la violencia había envuelto esos últimos minutos. Ahora, el frío lo había congelado todo y la cabaña de A Calzoa, con varias ventanas y una puerta abiertas, se había inundado de un aire blanco y glacial.
*Texto publicado con la autorización de la editorial Plaza & Janés.