
Mi primera vez después de parir
Lo postergué lo que más pude. Me aterrorizaba la idea de volver a sentir dolor, de que el placer no fuera el mismo, de que al tocarme se desencantara de un cuerpo todavía maltrecho por la maternidad. No me sentía sexi y en el poco tiempo que me quedaba, cuando no estaba cambiando pañales, amamantando, sacando gases o atendiendo a mi bebé, lo único que quería era dormir o ver mis series favoritas, terminar un libro, mirar una revista, hacerme las uñas, tomar un café con mis amigas.
Las primeras tres semanas fueron horribles. Nadie me habló nunca de la episiotomía. Jamás oí esa palabra en los cursos psicoprofilácticos, ni recibí una advertencia de mis amigas con hijos o del ginecólogo. Ni en las revistas de maternidad llenas de consejos para el posparto hablaban del sufrimiento que algunas mujeres experimentamos por cuenta de la raja que el médico hace para ayudar al bebé a salir. La molestia de los puntos era insoportable. Me ardían, me impedían caminar bien, me sacaban lágrimas cada vez que entraba al baño y me torturaban si me sentaba.
Todavía hoy no entiendo por qué no se habla del tema. Supongo que es una de las realidades incómodas de la maternidad que evitamos mencionar para no dañar la ilusión de quienes se embarcan en esta aventura. Finalmente, ese calvario se olvida. Lo cierto es que entre ese dolor y el ardor de los pezones, que todavía no se acostumbraban a la lactancia, lo último que quería era sexo.
Pero sabía que el alborote de las hormonas, el cansancio y la falta de deseo algún día se acabarían. Debía estar preparada. Los expertos en sexualidad coinciden en que la experiencia no es como antes. Y por lo menos en mi caso tenían razón. La sensibilidad no era la misma, los kilos de más no dejaban que me sintiera cómoda y saber que de las tetas salía el único alimento del bebé, me impidieron dejar que las tocara, lo cual anuló esa zona erógena que siempre ha sido protagonista de mis juegos sexuales.
Estaba nerviosa. Quería que acabara rápido porque me angustiaba que el bebé despertara y, sinceramente, porque no sentía mucho, a pesar de que me esforcé por contraer ese músculo que en otras ocasiones me ha generado tantas satisfacciones.
Un estudio realizado en Australia con 1.507 mamás demostró que los problemas sexuales y la falta de deseo eran comunes en el 89% de los casos durante los primeros tres meses después del parto y que en la mitad de ellas esto persistía hasta 12 meses. Es algo de esperarse, si se tiene en cuenta que uno vive físicamente agotado, que un bebé que se despierta cada tres horas deja en realidad pocas oportunidades para escaparse y echarse un polvo, y que, así como aumenta la prolactina, la hormona que favorece la lactancia, disminuyen los estrógenos y con ellos se va el deseo.
Jamás le conté a mi esposo sobre todos estos sentimientos encontrados y esa sensación de tener que cumplir con la "obligación" de estar con él. Preferí callarlos para darle una segunda oportunidad a nuestra vida sexual. Confiaba en que en algún momento los pantalones me volverían a cerrar y que una teta dejaría de estar más grande que la otra. Eventualmente, las tetas prácticamente desaparecieron después de casi dos años de haber sido succionadas, y esas ganas de botármele encima y comérmelo a besos regresaron.
Confieso que el trajín de trabajar y criar no ha dejado que el sexo sea tan frecuente como solía ser. Pero me reconcilié con mi sexualidad. Volví a querer a ese cuerpo que se refleja en el espejo, a sentir cosquillas entre las piernas, a anhelar que sus manos se paseen por todas partes y a propiciar encuentros en lugares diferentes a nuestra cama. Los sueños eróticos también volvieron y los orgasmos.
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