Cortesía Sergio Iván Castaño y María Fernanda Arbeláez - Caracol TV
Es la hora del almuerzo en Rabat. El kasbah de Udaya descansa en una paz perfumada de naranjas y comino. Esta ciudadela de callecitas engoladas que se enroscan en innumerables laberintos, envuelve con su interminable cinta azul cielo los secretos de esta cultura fervorosa e intrigante. Dan ganas de husmear la vida que ocurre detrás de esas puertecitas y quedarse oyendo los garganteos del cantante que alguien escucha en la radio, ese lamento milenario que atraviesa la ventana por donde ahora quiero asomarme para espiar a quien haya sintonizado esa emisora popular. Todo lo que me rodea dispara los sentidos cual explosión de juegos artificiales, encendiendo la llama de uno y del otro incesantemente en una sucesión espléndida de texturas, sonidos, dulzores y temperaturas; pero más allá de las sensaciones, refulge un espasmo místico, el lecho donde duerme la mirada aceitunada de esta raza que de rodillas se encomienda a su dios cinco veces al día.
Ellas. Las Mujeres. Enigmas ambulantes, aún más conspiradores bajo sus largos caftanes bordados. Las pañoletas y mantos que cubren en algunas toda la cara, hablan de honduras indescifrables que ahora de cerca parecen confluir en una rara dignidad. Desde estos pocos metros más parecen los velos celofanes sagrados que salvaguardan singulares y valiosos tesoros. Me confunde esa repentina visión, pues ya me había acostumbrado a mi reconcentrada y adversa opinión occidental sobre las libertades negadas a las mujeres por las tradiciones culturales y religiosas. Las mujeres que estoy viendo pasar sentada en esta terraza fragante de jazmines caminan apaciblemente, con un inconsciente contoneo, siendo serenamente mujeres. Otras van del brazo de su marido, mansas, silenciosas, exhibiendo a lo más, una modesta dulzura. Las adolescentes se abrazan unas a otras riendo con picardía, sin que la innata rebeldía de su edad alcance a tocar los hijab que les cubren la cabeza y el cuello. Juegan con el color, los estampados y la tersura de las telas que se adhieren descaradamente a sus formas sin que ellas parezcan percatarse; no pudo el ensañado precepto impedirle al viento revelar el peligroso contorno del cuerpo de la mujer.
Me quedo pensando en el poderoso efecto contrario que tiene el querer esconder algo. El deseo irrefrenable de buscarlo con más enjundia, de querer enterarse de qué se trata; descubrirlo. El Corán ordena a las mujeres cubrirse "para no ser molestadas" y deben hacerlo delante de hombres que no las conocen. No cuenta el sacrosanto libro con el fulminante que llevan consigo unos ojos almendrados como únicos testigos visibles del cuerpo femenino. O tal vez sí, cuando los extremos de la divina ordenanza islámica tuvieron que recurrir a la burka para privar al mundo del veneno de aquella forma de mirar.
Ha llegado una familia a sentarse en una mesa ubicada al fondo del restaurante. Él, un hombre joven de unos 35 años, un niño y al parecer madre e hija, no estoy segura, pues las dos están arropadas hasta la nariz. La más alta con mantos negros, la pequeña con unos color curuba muy claro. La actitud del padre es solícita y delicada; está risueño, afable, pide la carta. Las dos mujeres comparten, cuchichean entre ellas. Se percibe una comunión inexplicable entre todos, una aceptación solemne del lugar que a cada miembro corresponde. Concentro mi atención en él, el hombre que se dirige a las dos caras cubiertas, desprovistas de toda identidad pública. Su ademán tiene destellos de compasión e inusitada reverencia, me atrevo a decir que de adoración. Vuelvo al pensamiento de la mujer como tesoro. El ser a través del cual la vida se vuelve carne y sangre es sagrado e intocable, así mismo debe honrar tan alta responsabilidad con un comportamiento intachable, casto, limpio, nunca manchado por la impudicia de las miradas ajenas, ni de sus propios actos. El hombre islámico tiene como mandato trabajar de sol a sol para proveer a su mujer de una vida sin necesidades, de modo que ella no ose desear nada fuera de su entorno.
Me perturba la contradicción que me suscita la ingenua intención de esa ley frente a lo que siento ahora mismo cuando veo a estas mujeres andar sin la ansiedad cosmética de nosotras las occidentales. Ellas tienen una humildad innata de la que nosotras carecemos. No sé. Tal vez lo que me pasa es que esta cultura me inspira un respeto profundo y quiero ir más allá de mis prejuicios desde mi pose de mujer "liberada". Ese concepto puede llegar a la ridiculez cuando lo usamos como estribo para juzgar comportamientos ancestrales que por ignorancia no podremos entender nunca, mientras tejemos a nuestra vez y sin darnos cuenta, nuestra propia burka.