
Me costó renunciar a la tranquilidad de agarrar maletas en cualquier momento y emprender un viaje, de irme de fiesta cuando quisiera y con quien quisiera, de no llegar a la casa. Me costó entender que compartiríamos todo, desde la habitación, la rutina y las finanzas.
Sin embargo, di el sí. Me casé con un hombre excepcional, guapo nivel avanzado, noble, inteligente y trabajador. Un hombre que era el “amor de mi vida” y por el que sentí, con un instinto animal, que sería “el papá de mis hijos”. Un hombre del que hace algunos meses me separé.
Mis recuerdos junto a él narran una ideal historia de amor que comenzó con sexo en la primera noche, seguida por un noviazgo de más de un año, matrimonio, hijo y separación. Recuerdo que me conmovía cuando lo veía dormir, incluso me costaba creer que alguien tan increíble despertara todos los días a mi lado. Pero ¿qué fue lo que pasó?
Pasó que me sentí fuera de foco dentro del matrimonio. Y que no era feliz, a pesar de tener la familia perfecta. Sentí que no podía tomar mis decisiones sin antes consultárselas a él, claro, porque éramos uno solo y no podía correr el riesgo de desestabilizar nuestro hogar.
Ya había escuchado que las mujeres dejamos de vivir nuestra propia vida por estar en función de los demás, pero solo lo entendí cuando nació nuestro hijo. Pasados los tres meses de licencia, renuncié a mi trabajo para dedicarme al cuidado del niño y cuando volví a conseguir un empleo ya teníamos naturalizado que el trabajo de él era más importante que el mío porque él ganaba más. Y que yo, además de trabajar y estudiar, me encargaría de recoger y llevar al niño a la guardería, de lavar la ropa y de estar pendiente de las tareas de la casa. Me sumergí en una vida que jamás quise vivir.
Mientras el niño crecía también lo hacían las responsabilidades y las deudas. En ese camino noté que la persona con la que menos hablaba era mi esposo. Nuestras conversaciones se limitaban a resolver problemas. Cuando quisimos reencontrarnos, no nos reconocimos. No pudimos volver a enamorarnos.
Me di cuenta de que el matrimonio es meter en una misma cama a tu socio, a tu amante, a tu confidente, a tu roommate, a tu colega en la crianza, a tu novio. El matrimonio es una estructura que me estaba quitando las ganas de vivir.
Y sí, a veces siento culpa porque por salvarme a mí nos sacrifiqué a nosotros.
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