David Schwarz
Un balón vuela en línea recta hacia el arco. Su velocidad es lenta, por su cadencia se parece a los tantos balones que vuelan a diario en los campos de fútbol. Las manos de cualquiera, medianamente decidido, podrían atajar su trayectoria. Detenerlo en seco con los diez dedos antes de estrujarlo como quien abraza un peluche. Sin embargo, un balón en línea recta a veces se las arregla para no ser el de siempre. Lo saben bien los Córdoba. Una noche de Copa Libertadores le sucedió a Óscar. Jugaba su club, Boca Juniors, contra el Deportivo Cali, en el estadio Pascual Guerrero. Una pelota a media altura, fácil de encajar, traspasó las manos firmes del portero campeón de América, en cámara lenta. Para cuando infló la malla, Óscar Córdoba estaba tirado en el suelo, lamentándose. Quería que la tierra se lo tragara, mientras el público local celebraba su yerro y se preguntaba “¿Le sucedió a Córdoba?”.
La portera Vanessa vivió un episodio similar en la última Copa Libertadores, defendiendo los colores de Santa Fe. En el tercer gol en contra se sintió sola, le brotaron lágrimas de impotencia, también deseó que la tierra se la tragara. “Quería salir corriendo, desaparecer. Las arqueras lo vivimos así, porque ves a tus compañeras corriendo, y lo único que debes hacer, que es evitar goles, y no eres capaz…”.
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La memoria es selectiva por naturaleza. Escarbar en los recuerdos de un guardameta es transitar por la delgada línea que separa la derrota y la victoria. Especialmente, en los del arquero de la Selección Colombia en Estados Unidos 94, aquel Mundial amargo en el que Andrés Escobar hizo un autogol. “Los errores me acompañan, aunque esté retirado no voy a dejar de ser portero. Cuando me siento a ver un partido de televisión, siento que las jugadas que veo ya las viví, es un déjà vu permanente”, dice Óscar.
En la última final de la Champions League, el alemán Loris Karius, cancerbero del Liverpool, tuvo una noche fatídica frente al Real Madrid. El tercer gol, un balón que volaba en línea recta, lo condenó a vergüenza pública. Por ese disparo inofensivo, Karius perdió su investidura de buen atajador. La suya, memoria selectiva, memoria de arquero, seguramente recreará perenne ese instante perturbador, como le sucede a Óscar con el gol tonto que le anotaron aquella vez ante Deportivo Cali.
En el libro El fútbol a sol y sombra, el escritor uruguayo Eduardo Galeano sostiene que “los demás jugadores pueden equivocarse feo una vez o muchas veces, pero se redimen mediante una finta espectacular, un pase magistral, un disparo certero. Él no. La multitud no perdona al arquero. Con una sola pifia, el guardameta arruina un partido o pierde un campeonato, y entonces el público olvida súbitamente todas sus hazañas y lo condena a la desgracia eterna. Hasta el fin de sus días lo perseguirá la maldición”.
A pesar de lo ingrato que es tapar, Vanessa vino programada de nacimiento para calzarse los guantes. Sus genes están cargados de valor. Y su apellido también, porque su papá supo reponerse a la derrota prematura en el Mundial de Estados Unidos 94 (Colombia fue eliminada en primera ronda) y ganó las copas que disputó en Boca Juniors y una Copa América con la Selección.
“Las mujeres practican un fútbol sano y exquisito. En cambio, los hombres juegan por el resultado, porque los dueños de los clubes los ven como una inversión”: Óscar Córdoba.
Los inicios
A los 16 años, Vanessa sufrió una lesión severa en la rótula de una de sus rodillas. Por sugerencia médica se tuvo que alejar del voleibol playa, deporte al que estaba consagrada. La recomendación de dejarlo la sintió como un adiós definitivo a la actividad física, pues no se proyectaba en otra actividad.
Su padre quería verla jugar fútbol. Durante años había cultivado en silencio el deseo y un día se presentó la oportunidad de motivarla: “En un partido ‘Colombia vs. Francia’, noté que nuestra arquera no tenía buena talla. Vanessa es una mujer alta, con las características de una jugadora de voleibol, que podían sumar. No iba a seguir esperando a que por sus propios medios se interesara. Me adelanté, le dije que experimentara, que el fútbol iba de la mano con sus características”, recuerda Córdoba.
Vanessa, dubitativa, prometió pensarlo. Por primera vez el deporte que hizo grande a su padre se le presentaba como una opción real, a la que se podía dedicar porque, tras la recuperación, iba a seguir teniendo rodilla. La vida da muchas vueltas, cuando se piensa que va en línea recta, directo a las manos, de repente dibuja una curva imposible, que obliga a mirar para otro lado. “Yo era adolescente y se supone que el fútbol se empieza a los 8. Mi vida cambió por completo, me tocó aprender a trotar, fue un proceso en el que me reencontré conmigo”.
El reencuentro significó arrancar de cero. Reemplazar un hábito por otro entraña un pequeño duelo. En su caso, sorteó la tristeza de abandonar el voleibol inspirándose en uno de los mejores del continente. No tenía que recurrir a videos ni a biografías. Lo veía a diario, había heredado de él sus rasgos, su porte y su tenacidad. “Desde entonces, una vez di el sí, comencé a ver cómo se paraban los arqueros, cómo jugaban con los pies, repensé mi alimentación. Ya tenía encima una cirugía de rodilla, que en el fútbol te quita cinco años de vida deportiva”, dice Vanessa.
Pero para ser profesional se necesita más que ADN. Algunos sostienen que los porteros no defienden un arco, sino una cueva, en la que, si te adentras, ves tinieblas. A diferencia de los defensas, mediocampistas y delanteros, el puesto del número uno carece de margen de error, situación que expone su vida. “El portero debe tener un mayor grado de concentración, de asunción de la responsabilidad, de tolerancia a la frustración y de manejo de las presiones –afirmó el psicólogo Marcelo Roffe en la revista El Gráfico–. Debe aprender una lección: no existen las pelotas fáciles. No es bueno tener mucha confianza ni tampoco muy poca. Es como el León, que no subestima a su presa y persigue con la misma fiereza al rinoceronte y a la liebre”.
Antes de los psicólogos y de los padres de familia, los arqueros ya sabían el significado de matoneo. En el Mundial de 1950, el fracaso brasileño del Maracanazo cayó como un meteorito en los hombros de Moacir Barbosa. Aquel 16 de julio, los locales padecieron a la pequeña Uruguay, que en sus narices se coronó campeona. Si se individualizara el fracaso, ¿por dónde se empieza? Seguramente se empieza por el guardameta, por el desgraciado Barbosa. O por René Higuita, a quien el atacante Roger Milla, en Italia 90, le robó el esférico que terminó en el segundo tanto con el que Camerún eliminó a Colombia en segunda ronda. Óscar Córdoba vio el dedo señalador del público en la final de la Copa Libertadores entre América de Cali y River Plate en 1996, porque un despeje suyo se convirtió en un pase al contrario, que supo capitalizar con un centro magistral al letal Hernán Crespo. Insultos recientes recibió David Ospina. Un rebote en sus manos se convirtió en asistencia perfecta para Antonio Sanabria, delantero de Paraguay, en la penúltima fecha de la eliminatoria en Barranquilla. Aquel preocupante 2 a 1 dejó en entredicho la clasificación colombiana a Rusia 2018.
Ospina –como Barbosa, Higuita, Karius y Córdoba– hizo lo mejor que estuvo a su alcance para contrarrestar al rival. Pero por ser el que se viste distinto al resto, por ser el único que puede usar las manos dentro del área, por defender el puesto que pocos quieren ocupar en picados con amigos, se le mira con ojos implacables, con los que nadie quiere ser examinado.
La pelota golpea, pero no tanto como el machismo
El primer campo de entrenamiento fue el patio de la casa en Bucaramanga. A los 16 años, Vanessa sintió brotar un montón de enseñanzas que había adquirido sin darse cuenta, producto de la convivencia con un ídolo. Ese que en los recreos llevaba a que los niños colombianos y argentinos dijeran: “me pido ser Córdoba”.
Las instrucciones que recibió le sonaban familiares, sabía lo que era arrojarse con técnica por un balón, sin poner en riesgo las costillas, la espalda, la cintura. “Cuando decidí jugar supe que él había sido mi maestro, disfrutaba verlo, me había enseñado cosas sin que me enterara –dice Vanessa. Yo tenía movimientos naturales y la gente me preguntaba ‘¿eso quién te lo enseñó?’”.
Superadas las dificultades en la rodilla, debutó en un torneo juvenil tapando en el Colegio Panamericano. La impronta adquirida en voleibol le sirvió para arreglárselas con los balones violentos. De una pierna fuerte salen potentes disparos, capaces de amedrentar a mujeres imponentes como Vanessa: “Me daba miedo un tiro en la cara, pero más temor me producía no reaccionar, dejar de protegerme. Me costó encajonar los balones que vienen de frente. Al comienzo le peleaba a mi papá porque yo le decía que las mujeres no podemos hacerlo de la noche a la mañana, como los hombres, soportar el impacto y ya. Para estimular la técnica, me tocó lanzar la bola contra la pared y recibirla. Practiqué hasta que supe en realidad que podía encajonar sin dolor”.
En la preparación, Óscar Córdoba prefirió contratar a un entrenador. Paradójicamente, para él fue una tarea difícil explicar con palabras y hechos las voladas por las que miles de colombianos se volvieron hinchas de Boca. “No es fácil transmitir la información, supe entender el límite de mis capacidades, por eso delegué el proyecto a otras personas que sí tienen metodología”, explica.
Pronto Vanessa se acostumbró a los golpes en las partes menos pensadas. De a poco fue apagando sus dudas para bloquear el balón con su pecho, hombros, estómago, costillas, frente, ojo derecho, nariz. Al preguntarle si prefiere un gol o soportar un dolor seco en el cuerpo, la respuesta es obvia, pues entrena para estar a prueba de embates: “Es cuestión de práctica saber que un pelotazo en la cara no desfigura. Los arqueros naturalizamos los impactos, asimilarlos es parte de nuestro trabajo –dice Óscar–. En la cancha se manejan movimientos distintos a los de los entrenamientos, porque hay mucho de intuición. La voz interior que te dice ‘haz esto, haz lo otro’, la forjas con la experiencia”.
Roberto Abondanzieri, exguardameta de la Selección Argentina en el Mundial de Alemania 2006, dijo en una conferencia que de todos los porteros que vio, Óscar Córdoba era el más completo. Según él, el caleño estaba diseñado para atrapar un balón imposible y para anticiparse mentalmente a las jugadas, virtud que le permitía dosificar su estado físico. Después de siete años de pelotazos y arrastradas, de triunfos y derrotas, hoy, a sus 23, Vanessa puede decir que es una cancerbera voladora, que aprovecha su estatura y su fuerza para cortar los ataques. “Soy de reaccionar, marco la diferencia en los centros y los tiros de esquina. Gano por altura y saltabilidad. Lamentablemente, el saque no lo heredé de mi papá”.
Luego de estudiar comunicación en la Universidad de Ohio, institución en la que alternó las clases y el fútbol, en 2017 firmó su primer contrato profesional. Con Santa Fe disputó la Copa Libertadores, participación que la llevó a la Selección Colombia y al club La Equidad. “Estamos por encima de la mayoría de ligas femeninas en Suramérica, a pesar del reducido apoyo que recibimos. No es justo compararnos, porque la de los hombres lleva más de 60 años, pero sí hay mucho por corregir”.
Su sueño es ser campeona. Pero antes de alcanzarlo lucha para que las mujeres tengan condiciones dignas para dedicarse en cuerpo y alma al deporte para el que nacieron. Así como le tocó a su papá, quiere que el torneo femenino dure doce meses, quiere que los salarios sean justos para que las jugadoras no se vean abocadas a tener otro trabajo, que los contratos sean a un año y no a unos pocos meses, de tal manera que puedan entrenar y jugar sin andar pensando que pronto se quedarán sin trabajo.
Vanessa no pide más. Mientras el fútbol femenino muta hacia el verdadero profesionalismo, continuará comprometida, forjando su propio nombre. Está hecha para encarar grandes retos, para estar lista cuando la vuelvan a convocar a la Selección y para apoyar a sus colegas cuando le toque ver un cotejo desde la banca o el televisor. Aunque es una Córdoba, la tiene sin cuidado que los hinchas la comparen con su papá. Son dos personas distintas que comparten, además de sangre y apellidos, la pasión por el fútbol, que los acompañará por el resto de sus vidas.
"Mi papá como papá es muy tranquilo, es el alcahueta de la familia, el que siempre se levanta con una sonrisa, Procura estar en casa el tiempo el tiempo que puede, disfrutar de esos momentos pequeños en familia que nos identificaron mucho, porque pasamos tiempo separados durante su carrera".
El autogol de Andrés Escobar, imagen imborrable
Después de 24 años, aquel gol en su propia puerta sigue persiguiendo a Óscar Córdoba. Saco gris con rayas azules, obedeciendo a su intuición, esa tar de el portero salió a cortar un centr o rival. El defensa Escobar se interpuso en el camino del esférico , que buscaba la pierna del delantero de Estados Unidos, ubicado detrás de él. Lo impactó par a desviarlo, lejos del área. En vez de salir hacia el lado correcto de la historia colombiana, deambuló directo al fondo de la malla. Para Córdoba fue imposible devolverse. “Me hubiera gustado quedarme parado, la bola me habría caído en los pies. Cuando vi al delantero, supuse que podía llegar a definirme, por eso me apresuré a ganarle la posición. Ese gol lo recuerdo por el golpe anímico en el partido , porque fue determinante en la eliminación del Mundial y por la insuperable pérdida de Andrés”, dice.
Producción general: María Angélica Camacho García
Maquillaje: @yosoyenriquetrujillo
Asistentes de fotografía: Daniel Álvarez y Jonathan Edery