Otra mirada al centro de Bogotá
Bogotá también tiene días soleados, de esos que sus habitantes aprovechan para salir y estirar las piernas. Es sábado en la tarde y la más tradicional de las avenidas de esta urbe de nueve millones de habitantes parece una feria de pueblo, donde hay desde llamas para que los niños suban y se tomen fotos, hasta globos de colores, un payaso, un improvisado “faquir” que camina sobre vidrio y traga cuchillos, una carrera de animalitos que parecen ratones gigantes y una señora con un rifle neumático que reta a los transeúntes a darle al blanco y ganarse 10 veces su apuesta.
La variedad es, quizás, la mejor característica de esta ciudad de embotellamientos interminables. En plena avenida Séptima, las notas de la Sinfonía No. 3 en mi bemol, Opus 55, conocida como La Heroica (que Beethoven dedicó a Napoleón hasta que este se declaró emperador) se mezclan con el sonido de una de las canciones de reguetón que están de moda y con un éxito de los 80 de un grupo italiano de dance que se llamó Black Box (y del cual no se volvió a saber nada desde el 98).
Tan variado es el centro de Bogotá, que alberga desde las tradicionales casas coloniales, cada vez más llenas de extranjeros atraídos por sus techos de teja a dos aguas y sus paredes encaladas, hasta el que será el edificio más grande del país, el BD Bacatá, cuya fachada de espejos se levanta 240 metros sobre el nivel de la Avenida 19, y que cuando esté terminado albergará 405 apartamentos, 117 oficinas, siete pisos de parqueaderos, un centro comercial con 30 locales y un hotel cinco estrellas.
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Una de las atracciones del BD Bacatá será la presencia del chef español Sergi Arola, galardonado con dos estrellas Michelin, quien tendrá su restaurante entre los pisos 58 y 61.
Esta mole se alza al cielo como si una muchedumbre hubiera decidido vivir sobre el centro de la ciudad en un cohete de 67 pisos, muy cerca a la historia y al futuro de Bogotá.
A pocas cuadras al occidente de este monumento a la modernidad, se levanta un templo que rinde tributo a los clásicos: La galería del coleccionista, donde Hernando Gómez lleva casi 40 años recopilando discos. Su afición por el baile se transformó en un amor indescriptible por los acetatos, que lo llevó a atesorar unos 30 mil o 40 mil (ni él mismo sabe cuántos son), entre los cuales hay joyas como un disco del conjunto Caney, de Cuba, editado en 1963, y un álbum de Ray Barreto, que algún especialista avaluó en 10 mil dólares.
En la Galería del Coleccionista, Hernando Gómez lleva casi 40 años recopilando discos. Su mayor tesoro es un álbum de Ray Barreto, que está avaluado en 10 mil dólares.
Así como se hacen ciclopaseos, caminatas por museos, iglesias y monumentos, y hasta un tour de fantasmas, el centro de Bogotá es un lugar ideal para quienes buscan ejemplares únicos (como el disco de Ray Barreto que Gómez se niega a vender), sabores diferentes, propuestas artísticas y experiencias novedosas. Un recorrido por lugares que a veces toca descubrir entre recovecos, escaleras, sótanos y pasajes, más allá de los sitios que aparecen en las guías de turismo.
De letras y boliches
Merlín es un lugar fuera de serie: se cree que alberga más de 200 mil ejemplares y se consiguen libros raros, ediciones únicas o autografiadas por sus autores. Foto: Juan José Horta.
A unos cuantos pasos de la entrada a los llamados sótanos de la Jiménez, se encuentra la librería Merlín, un laberinto de pasadizos, salones y estantes donde reposan, según los cálculos más conservadores, unos 200 mil ejemplares; es, aseguran los conocedores, el lugar con la mayor cantidad de libros usados para la venta de toda la ciudad, tantos que su propietario, Célico Gómez, poco a poco se fue expandiendo a lo largo y ancho de los tres pisos del edificio de los años 60 donde hoy casi que no queda un rincón donde no haya arrumado un ejemplar.
Es un sitio para nostálgicos, curiosos, ratones de biblioteca o investigadores, donde se pueden encontrar libros raros, primeras ediciones, ejemplares autografiados por autores famosos y textos sobre casi cualquier cosa. “No tenemos mucho sobre circo ni sobre cómo criar palomas mensajeras”, asegura Estefanía, casi disculpándose.
De la avenida Jiménez hacia el sur, “la Séptima”, como la conoce todo aquel que haya pasado una temporada en Bogotá, comienza a lucir como un moderno bulevar, con bancas para que los transeúntes descansen, jardineras y calles adoquinadas. A unos cuantos metros de la esquina de la Jiménez con Séptima la nostalgia toma otra forma.
Renovada y convertida además en restaurante y bar, la tradicional bolera San Francisco conserva algunas características de la original que abrió en los años 40.
En un sótano, frente a la estación de Transmilenio del Museo del Oro, se encuentra una bolera que abrió sus puertas por primera vez en 1941 (la más antigua de Suramérica, según la promoción de su administrador). La bolera San Francisco tomó un nuevo aire hace dos años con una mezcla de historia y modernidad, que permite que las tres pistas de bolos que se conservaron del local original sean atendidas por un grupo de muchachos que, vestidos a la usanza de los años 40 (boina, pantalones altos y cargaderas), son los encargados de recoger los pines y regresar las bolas. En las tardes, la bolera se convierte en restaurante y en la noches se transforma para que los jóvenes de hoy bailen al ritmo de la música electrónica, en el mismo lugar donde los “cachacos” de hace 70 años hablaban de negocios mientras un grupo de jovencitos recogían los pines y les regresaban las bolas.
Un lugar para el arte
Unos metros más hacia el oriente se encuentra otro edificio que resurgió del olvido. Tras permanecer más de una década abandonada, la sede del antiguo Teatro Popular de Bogotá, por donde pasaron figuras tan importantes como Jorge Alí Triana o Fanny Mickey, hoy es un centro cultural llamado Espacio Odeón. Allí, en un lugar que mezcla los vestigios de lo que fue (incluyendo paredes desnudas, espacios abiertos y un atractivo patio interior) con las ideas de sus jóvenes promotoras (ninguna de las cuales pasa de los 30 años), se ha abierto un espacio para las artes, el teatro, la música, el cine y hasta la literatura.
Para el barranquillero Elias Maida, el Circuito Arte Moda, más que un sitio o un concepto, es un movimiento que creó hace más de una década en Estados Unidos en compañía del diseñador de modas venezolano Alejandro Crocker, con el fin de desarrollar esos dos mundos. El año pasado, el movimiento aterrizó en una hermosa casa en La Candelaria, donde los asistentes pueden poner a prueba sus sentidos, ya que se realizan desfiles de moda, catas de vino, fiestas, desayunos, muestras de joyería y exposiciones.
La galería Nee Bex es el sitio ideal para que los artistas jóvenes presenten sus nuevas propuestas.
Ahora, Nee Bex es un lugar para las propuestas de jóvenes artistas bogotanos y la disculpa para que Harribey disfrute de La Candelaria, un barrio que para él mezcla la tranquilidad de la vida de pueblo con la multiculturalidad que en Bogotá solo puede ofrecer el centro. “Me gusta que en cualquier esquina puedes encontrar un albergue italiano, un hostal alemán, un pub inglés o una panadería francesa”.
Sabores del mundo
Con su experiencia haciendo postres en la guerra de Argelia, el francés Roger Laburthe abrió en Bogotá la pastelería francesa más reconocida de la ciudad: Pâtisserie Française.
Hace 20 años, un compatriota de Thierry, llamado Roger Laburthe, que aprendió a hacer postres en el ejército, en plena guerra de Argelia, llegó a Bogotá y creó la que es quizás la pastelería francesa más reconocida de la ciudad. Hoy Roger ya no está, pero la Pâtisserie Française sigue siendo la disculpa perfecta para que los bogotanos visiten La Candelaria buscando los croissants de almendras y los panes de chocolate, y descubran un barrio en el que están los sabores del mundo.
Como la Trattoria Nuraghe, ubicada a unos cuantos metros de la Plaza de Bolívar, y cuya especialidad es la cocina tradicional de la isla de Cerdeña, de allí provienen los hermanos Alessandra y Massimo Lamberti, quienes retomaron los platos de su madre Adriana, de 75 años (quien no habla una palabra de español) para ofrecerle a los bogotanos una versión lo más cercana posible a la cocina sarda. “Tercos y genuinos”, como se definen, los Lamberti dirigen un restaurante de 20 mesas, 13 fogones y cuatro cocineros, ubicado en el segundo piso de una casa colonial repleta de plantas en sus balcones interiores que llenan el ambiente de tranquilidad.
En el restaurante Madre se puede conseguir una variedad de pizzas cocinadas en horno de leña. Su otra especialidad son los gin tonics. El lugar emerge como un oasis de tranquilidad en medio del atafago del centro. Foto: Juan José Horta.
Al salir, todo parece cambiar. En medio de casas comerciales, ventas de oro y joyas y una que otra prendería, la entrada al próximo punto del recorrido puede pasar desapercibida. Es necesario atravesar un pasaje comercial e incluso timbrar para llegar a Madre, un restaurante especializado en pizzas cocinadas en horno de leña (y gin tonics) que aparece como un oasis de tranquilidad en medio del atafago del centro. La idea de abrir un local como este, en un espacio que estuvo abandonado casi medio siglo, fue del empresario Carlos Ramírez.
En el mismo lugar donde funcionó, hasta 1920, el Claustro de la enseñanza, y posteriormente, el Palacio de Justicia, funciona hoy el Centro Cultural Gabriel García Márquez.
En el sitio donde hoy se levanta el Centro Cultural Gabriel García Márquez (CCGGM) funcionó, hasta 1920, el Claustro de la enseñanza, y posteriormente, hasta los sucesos del 9 de abril, el Palacio de Justicia. Hoy, en sus 9.500 metros cuadrados, se distribuyen una librería que ofrece más de 45 mil títulos, una galería, un auditorio para 324 personas, dos aulas de clase, una sala infantil, una tienda de discos, un restaurante y un café.
Cae la tarde y, al otro lado de la calle, los almacenes de artículos religiosos comienzan a cerrar sus puertas. Detrás de la vitrina descansan vírgenes, santos, rosarios y novenas que dan cuenta de la tradición religiosa de La Candelaria, pero ese es otro recorrido.
Fotos: Alejandro Gómez Niño.