María Mercedes Carranza / Ilustración: Valentina Buriticá y Mateo Montoya
Querido S, esta noche quiero hablarte de la poesía, contarte que Bogotá sigue siendo una ciudad hostil y que sus sucias paredes hacen eco en mi corazón, que ando con una polaroid capturando tristezas, coleccionando fragmentos de lluvias interiores y vientos fuertes que silban con dirección a la ventana de mi habitación, en la que se ven los aviones de cerca y los pájaros de lejos. Esta noche quiero hablarte de María Mercedes, la misma que leímos en la Luis Ángel Arango cuando recién llegué a esta ciudad, la misma que leímos en el nombre de una calle de la Candelaria mientras caminábamos al chorro de Quevedo, con los zapatos gastados y las esperanzas calcinadas de tanto escuchar los relatos de las víctimas del conflicto en nuestro trabajo.
¿Sabes?, a veces la leo a solas y siento que desde el 24 de mayo de 1945 hasta el 12 de diciembre de 2018, nada ha cambiado y que como en su poema Extraños en la noche, "La ciudad que amo se parece demasiado a mi vida; nos unen el cansancio y el tedio de la convivencia pero también la costumbre irremplazable y el viento".
Recuerdo también que ese día que subimos al chorro te dije que no me sentía capaz de continuar viviendo, de habitar este cuerpo, de quererte, de abrir el corazón al ritmo agitado y egoísta de Bogotá. Ese día comimos pasta y tomamos pasión tropical al almuerzo, una mezcla de vodka con mandarina. Lloré un poco y me abrazaste antes de decirte que tenía miedo, de confesarte que como a María Mercedes Carranza, “Nada me calma ni me sosiega: ni esta palabra inútil, ni esta pasión de amor, ni el espejo donde se ve ya mi rostro muerto.”.
Sigue a Cromos en WhatsAppEl 11 de julio de 2003 cuando ella se quitó la vida con una sobre dosis de antidepresivos, yo tenía 9 años y medio, y ni siquiera imaginaba lo que vendría después: estar en su ciudad, caminar su calles, leer a sus amigos, ser testiga del horror de la violencia en nuestro país, y cargar conmigo la voz de los que sobreviven.
En ocasiones me confundo y me encuentro como su poema: Patas arriba con la vida, sintiendo que desaparezco dentro de mí, que me desdibujo, me fracturo y lloro, leyendo en él, el epígrafe de Manuel Machado: “Sé que voy a morir porque no amo ya nada”.
La Casa de la poesía Silva que visitamos una tarde, fue dirigida por ella desde 1986 hasta 2003, y hoy continúa siendo un espacio abierto para la tertulia y la difusión literaria. Sus libros de poesía retratan la cotidianidad y la precisión de la palabra, son una huella en esa Colombia desolada, sin norte y con muchos dolores, de ese pueblo al que vemos resistir todos los días. No sé porqué tendré esa mala costumbre de dejarme seducir por las letras de mujeres como ella, de ahondar en la soledad de los otros, en sus demonios y desapariciones.
Quiero leerte su poema Aquí entre nos, ese que dice que "un día escribiré mis memorias, ¿quién que se irrespete no lo hace? Y allí estará todo. Estará el esmalte de las uñas revuelto con Pavese y Pavese con las ajugas y una que otra cuenta de mercado”; quiero leértelo para susúrrate después, que no es necesario hacerlo cuando se deja un legado como Tengo miedo, Maneras del desamor y Vainas, cuando se escribe que la patria ,“Esta casa de espesas paredes coloniales y un patio de azales muy decimonónico, hace varios siglos se viene abajo”, cuando se llega a la conclusión de que “ En esta casa todos estamos enterrados vivos”.
Tal vez ahora, cuando termines de leer esta carta, yo sea la geografía perdida de todas las letras del mundo, una chica que se sienta a mirar los patos en el parque del Chicó, cuando ninguna flor sonríe pero en todas se encuentra la belleza del mundo.