
David Schwarz / Cromos
Pensar en ballet trae a la mente la imagen de una mujer delgada. Etérea. Se aleja de lo terrenal y avanza en puntas, como si no la afectara la fuerza de gravedad. Pero basta ver el poder de Hollman Serrato y Jeisson Bernal al bailar –los dos únicos hombres de la compañía Bogotá Capital Dance– para entender que no es solo un asunto femenino y para notar la fuerza, temeridad, trabajo y vigor que implica ser bailarín. La de ellos es una lucha constante contra los estereotipos.
Ambos crecieron como bailarines, sin tener un referente claro. Entraron por la puerta del folclor y recientemente hicieron el papel de Billy Elliot, tal vez la obra cinematográfica que mejor capta los contrastes que conlleva ser un hombre que se dedica al baile y que protesta contra los modelos sociales a través del cuerpo. Para ellos, la diferencia entre bailar y no hacerlo es parecida a la de vivir o limitarse a sobrevivir.
Como miembros de la compañía que dirige el maestro Jaime Otálora, hacen parte de un proyecto que busca investigar el cuerpo latino en el ballet y la danza. La intención es dejar de adaptar el biotipo colombiano a las exigencias del ballet clásico para empezar a exportar un modelo propio.
El cuerpo, una armadura para bailar
Su primer recuerdo es la jota chocoana, un baile folclórico del Pacífico. Y nunca se escapará de su cabeza la maestra de baile del colegio, una señora que, a los 60 años, se tiraba al piso y saltaba con una pasión que lo dejó marcado desde ese instante. Fue un ‘chispazo’ que le dijo que la danza iba a ser su vida.
Cuando se sienta no lo hace como el resto. Jeisson Alejandro Bernal extiende una pierna a su derecha, la otra a la izquierda, y ocupa casi todo el sofá, como si practicara su espagat. Tiene 26 años y practica ballet y jazz. Es uno de los pocos hombres en Colombia que se mueve en ese mundo que, de manera equivocada, muchos reservan exclusivamente para las mujeres.
Al ballet llegó tarde. A los 18 años, después de que un grupo de bailarines de Ballarte se presentara en su colegio, Jeisson quiso explorar la danza. Pero lo hizo con miedo. “Yo estaba en un colegio distrital, en un ambiente rudo, y lo que veía se me hacía muy afeminado, aunque decidí intentarlo”.
Llegó también a Ballarte, donde estuvo becado por dos años, y se encontró, por primera vez, con las ventajas y los conflictos detrás de ser un hombre bailarín. Lo malo, recuerda, es que las niñas lo miraban mucho, “cuchicheaban”. Para rematar, le exigieron ponerse mallas y suspensorios. “La primera vez que me los puse empecé a padecer. No por lo incómodo, sino porque me sentía en bola, entonces entré a clase con una camiseta larga, con mucha pena… pero ya me acostumbré”. Lo bueno es que era uno de los 10 hombres en una escuela de 100 niñas, y “como son pocos hombres, te abren las puertas”. Lo maravilloso era que podía bailar todos los días.
Jeisson es un bailarín que se ha hecho a pulso. A pesar de tener un cuerpo con las condiciones físicas para bailar –elasticidad, rotación, fuerza–, aprendió que en la danza nada es suficiente. También necesitaba agilidad mental. En sus primeras clases de ballet se sentía “bruto, lento, perdido y no entendía la música”, pero nunca se acomodó a esa posición privilegiada de ser uno de los pocos hombres. “A muchos niños les daba igual, pero a mí se me hacía estúpido que me dijeran que podía entrar al salón y bailar, solo porque tenía ‘huevas’”. Hizo más plies, más cambrés y más fondues que los demás para llegar al nivel de las niñas más expertas.
Para él, su cuerpo es una armadura como cualquier otra, se oxida con el tiempo, por eso sabe que habrá un momento en el que dejará el ballet. En Ballarte, y a punto de presentar Blancanieves, le comenzó un punzante dolor de espalda. Tenía espondilolistesis, un desplazamiento del 50% de una de sus vertebras que lo podía dejar sin movimiento. Hizo la función a punta de pastillas, inyecciones y analgésicos.
Después vino la operación. “Me tocó un neurocirujano que, afortunadamente, nunca me dijo que me tocaba dejar de bailar”. Al mes de la cirugía ya estaba montando en TransMilenio; a los seis, tomaba clases parcialmente, y al año las hacía enteras. “Así como todo el mundo cree en algo, yo tengo fe en la danza. Además, siempre que me he lesionado he estado quieto, jamás bailando, y la danza me ha ayudado a recuperarme”.
Ser un hombre que se mueve entre mujeres nunca le ha molestado. Cree que, así como la danza –que le pide tener músculos fuertes, pero suavidad para interpretar–, todos tenemos algo femenino y masculino. También tiene claro que el baile es poder, disciplina, capacidad. “Si quiere ser bailarín, tenga las huevas o los ovarios bien puestos, porque esto es para dar el 100% de la vida. El mundo debe convertirse en danza”.
Los hombres que aman bailar
Para Hollman Serrato, la danza es parecida al lenguaje de señas: ambas son formas de comunicación que usan la gestualidad y la expresividad. Lenguajes que, pese a no ser cotidianos, permiten tomar conciencia del cuerpo. Para Hollman, la danza no solo ha esculpido su físico, sino su sensibilidad.
“Esa idea de lo masculino en el ballet se regenera, porque uno revalúa todo el tiempo ‘qué es ser hombre’, más allá de si me gusta una chica, un chico o un árbol. Lo masculino cambia un montón, porque uno puede ser delicado y frágil, puede llorar y querer el mundo con las manos”. Bailar le permite relacionarse con su cuerpo de maneras que otros hombres no conocen. Tiene la capacidad de entender cuándo está relajado, cuándo está tónico y qué dicen sus líneas musculares.
Hollman hace ballet clásico y jazz. Además de ser miembro del Bogotá Capital Dance, hace parte de una de las compañías de danza contemporánea con mayor trayectoria de Colombia: Cortocinesis. Graduado del primer corte de Arte Danzario de la Facultad de Artes ASAB, de la Universidad Francisco José de Caldas, ha aprendido a combinar los que parecen contrarios: la fuerza y la suavidad.
Cuando estaba en el colegio, se unió a la escuela de baile Soaka. Luego pasó un corto tiempo por el ballet de Sonia Osorio. Bailó en Akaidana y también estuvo becado dos años en Ballarte. Hizo tres semestres de Filosofía en la Universidad Minuto de Dios, pero le ganaron las preguntas que se hacía sobre la danza.
Aunque es el lugar común, el rol del hombre en el ballet no siempre fue el de alzar y sostener a la mujer, explica. El protagonismo de uno y otro ha cambiado con el tiempo. Con la llegada de la bailarina Marie Taglion, la primera en bailar en puntas en 1832, la mujer alta, esbelta y frágil ganó un rol predominante. Pero con coreógrafos como Marius Petipa, o los de la escuela de danza cubana, el bailarín masculino volvió a adquirir importancia y se empezó a destacar su capacidad anatómica, su fortaleza.
A principio de los 70, surgieron ballets, como el Trockadero de Monte Carlo, en Nueva York, en el que son los hombres quienes usan tutú y puntas. Aunque tiene mucho de parodia contra los clichés del ballet, demuestra que, incluso en un arte tan antiguo, se rompen los esquemas que se imponen a los roles femenino y masculino.
En Colombia, no obstante, esa no es la tendencia. “En varias academias de ballet sentía que las coreografías se pensaban para las mujeres, teniendo en cuenta su protagonismo y su cuerpo, aunque, en las compañías en las que estoy actualmente, se viene cambiando eso”.
Además del reto de ser un hombre bailarín en Colombia se suma el hecho de serlo con un cuerpo latino, que no cumple el estereotipo del ballet europeo, pero que tiene unas capacidades inexploradas. Hay movimientos que, cree Hollman, solo se van a conocer si se persiste en trabajar sobre el propio cuerpo. “Hay que tener insumos para identificar en qué lugar nos encontramos, sin que eso implique copiarnos. Entender que en la danza hay que investigar para poder ir a otros lugares”. Su cuerpo, el de un hombre colombiano, es su herramienta para lograrlo.



