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Somos lo que leemos, lo que conocemos

Un grupo de chicos se reunieron para escribir cartas. Cartas de gratitud, de amor y de confianza a esas escritoras que, de algún modo, se quedaron en sus palabras. A María Cristina Restrepo.

Por Santiago Díaz Benavides

15 de diciembre de 2018

María Cristina Restrepo / Ilustración: Valentina Buriticá y Mateo Montoya

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Uno no se da cuenta que está hablando con usted hasta que se deja llevar por lo que dice. Recuerdo la primera vez que conversamos, fue como si nos hubiésemos conocido de antes y sí, esto es puro cliché, pero aquí aplica muy bien. Es fácil suponer que desde entonces nuestra relación ha sido normal, que se parece a las demás, pero no es así. Yo lo sé y usted lo sabe. Es que, admitámoslo, lo nuestro no es usual, mucho menos en estos tiempos en los que todo el mundo acude a prácticas tan carentes de tacto. ¿Qué le ha pasado al mundo del que habla con tal cariño en la mayoría de sus libros? ¿Lo recuerda? Yo procuro no olvidar, y es que, a decir verdad, me aterra olvidar y ser olvidado. ¿Cuántas veces en la vida nos dedicamos a pensar en las distintas situaciones en que nuestro nombre no será más que un conjunto de letras que yacen sobre una lápida que se va desgastando con los años? Posibilidades, posibilidades, y sí, exageraciones.

Somos exagerados quienes escribimos para sentirnos un poco mejor con nosotros mismos y con el mundo que habitamos. Es nuestro modus operandi ¿Me va a contradecir, acaso? Por favor, usted misma sabe que es así, como buena lectora que ha sido de Marcel Proust. En muchas ocasiones, preferiremos 1001 páginas abarrotadas de reflexiones a tener que vivir una cantidad absurda de experiencias que se debaten entre el ser y el hacer, el deber ser y el deber hacer. ¿Qué es todo eso? Dígame, por favor, ¿cómo fue que logró retratar el ansia de vida que puede llegar a tener una persona en su libro El miedo? ¿Cuánto es el sufrimiento que alguien debe experimentar para poder atarse con tal fervor al derecho de existir? Dígame, por favor, por favor.

“Los que leemos vivimos nuestra vida y todas las que se han contado en los libros”, me comentó en aquella ocasión. Me acuerdo bien la forma en que se dispusieron las cosas para que habláramos, y había estado yo tan expectante. “Voy a entrevistar a una de las escritoras que más admiro”, pensaba. Yo creo que se me salía un letrero en medio de la frente. Se comportó usted tan bien, tan amable, tan dulce...  “Nacemos para aprender a vivir”, dijo. Y yo he aprendido que cuánto más camina uno y más se fija en todas las cosas pequeñas, justo ahí, en ese momento, que puede durar años o simplemente un par de minutos, todo vale la pena. ¿Era esta su intención al escribir Al otro lado del mar? Recuerdo haber leído un comentario de Pablo Montoya en el que exponía su agrado por lo escrito en esta novela y apuntaba que lo más valioso de ella era la forma en que retrataba las pasiones humanas que tan asediadas y puestas a prueba fueron en los tiempos de la Gran Guerra. Ese es uno de mis libros favoritos, por todo lo que tiene en su interior y por las cosas en las que uno se queda pensando al terminar de leerlo, por las sensaciones, los ambientes y la música. ¡Caramba! La música, la música. ¿De qué manera consiguió vincular la emoción del lector a una pieza en particular? Sé que no tiene una respuesta, pero de seguro la guiará la intuición. Es que en esa última escena de la novela lo que usted consigue es, simplemente, sublime. ¿Exagero? Que lo juzguen los lectores. Usted, fácilmente, podría cruzarse de brazos y sentarse a ver el atardecer. ¿Recuerda que hablamos de la muerte? Yo le pregunté: “¿Morir pronto o morir a punto?” Y usted respondió: “Pronto y a punto. Después de unos años se le va a uno esa idea de vivir mucho tiempo, porque ¿cómo viven los viejos? Viven horrible. Entonces, lo adecuado sería llegar a algún punto medio y morir aliviados”.

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Hoy le escribo esta carta, solo porque quiero hacerlo y porque quiero recordarla, sentirla cerca y oír su voz de nuevo, mostrarme inconforme con la posibilidad de que en algún momento los dos dejaremos de existir. Le escribo como lector suyo que soy, pidiéndole que no deje de escribir, que siga haciendo de sus días las páginas de los libros que con tanto regocijo yo recibo. Esos libros, sus libros, que son mi hogar, porque, sé que lo sabe, somos lo que leemos, lo que conocemos. Hoy le escribo, María Cristina, para que no se olvide de seguir con vida.

Por Santiago Díaz Benavides

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