El recuerdo permanece intacto en mi memoria. La relación más madura que había tenido, a mis 20 años, se desvanecía sin razones muy claras. Porque todo con él había sido así, difuso y desequilibrado. Mi novio era ocho años mayor y yo reconocía en él esa ventaja que da la edad; el cúmulo de conocimientos, de experiencias y de tropiezos que finalmente se convierten en aprendizajes. Yo era una inexperta, una novata, una “cagona”, como diría mi mamá. Ante el aparente final de mi relación (después de siete meses de estar juntos), decidí gastar mi última carta para evitar la pérdida. Sexo. Minutos después de que él pronunciara la sentencia (“dejemos esto aquí”, como si el amor fuera una revista que se sube y se baja de una repisa), me abalancé sobre él para desvestirlo y entregarme por última vez a una faena en la que me propuse ser inolvidable. Recuerdo que no lo disfruté, traté de lucirme cual estrella porno, traté de ser memorable solo para (según mi mente infantil) evitar la ruptura.
No sirvió más que para llegar a mi casa con un dolor aún más profundo que el que sentía antes de usar el sexo como la herramienta con la que trataría de retener un amor. No sirvió porque el sexo no es un arma contra los fracasos amorosos, ni funciona como elemento de trueque. El sexo es parte de una relación, amorosa o pasajera, pero una relación de dos. Recuerdo que en ese entonces me dolía tanto el corazón ante su ausencia que trataba de encontrar razones lógicas para explicar esa sensación de vacío. Y en mis sesiones de terapia (reuniones alrededor de una pizza con mis amigas del barrio, mayores que yo) llegó la respuesta de una de ellas: “Flaca, vos estás encoñada”. Es un término burdo pero le hace justicia a la realidad y al gueto. Y todas empezaron a definir lo que significaba esa palabra. “Que no podés separarte de él porque tiraban muy rico, que no podés dejarlo porque te hace mucha falta el sexo, que no podés dejarlo porque te hizo una magia mientras tiraban”. Bueno, cualquier cantidad de definiciones que parecían aludir a rituales vudú más que a asuntos racionales, que eran los únicos que me interesaban. Afortunadamente crecí. Entendí que nadie muere de amor, que el fin del mundo distaba mucho del fin de una relación amorosa, y que el apego sexual sí existe, pero no en los términos en los que mis experimentadas amigas lo describían.
“Lo que mueve a los humanos hacia lo carnal, a la lujuria, es el eros –explica la sexóloga Martha Mejía–. El eros separa lo afectivo de lo sexual. Existen parejas que basan su relación en el eros, se concentran en lo pasional y no cultivan otros vínculos que les permitan pensar en un proyecto de vida juntos; solo fortalecen lo erótico. Las personas que están más predispuestas a amarrarse a lo sexual son aquellas que están atravesando una pérdida o un conflicto afectivo emocional o laboral. Al estar susceptibles pueden caer fácilmente en el apego”.
Lo importante para aprender a manejar este tipo de situaciones, confirma la experta, “es determinar las necesidades de cada relación y establecer reglas –agrega Mejía–. Está bien decidir no involucrarse emocionalmente, pero ambos deben estar en sintonía. Y los que están en una relación estable deben equilibrar sus necesidades como pareja, si solo piensan en lo pasional, puede haber conflictos”.
No existe el fenómeno del que hablaban mis amigas. No hay brujería, hechizo o pócima que ate a una mujer a un hombre. Hay momentos y situaciones de la vida que generan un apego sexual, emocional o afectivo, es la naturaleza humana. Lo importante es reconocer por qué nos hemos vuelto dependientes de alguien, manejarlo con cabeza fría y, ojalá, con la ayuda de un experto.
Ilustración: @niatrestildes