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Taliana Vargas, como una diva de los 60

 La ex reina y ahora actriz samaria adora el ‘glamour' de las estrellas de los años 60.

Por Juan David Laverde Palma
05 de noviembre de 2010
Taliana Vargas, como una diva de los 60

Taliana Vargas, como una diva de los 60

En una feroz diatriba contra "la Venus láctea y horriblemente perfecta" decía el cronista Luis Tejada que para que una mujer sea verdaderamente bella debe ser un poco fea. Taliana Vargas contraría su tesis en un parpadeo, con una leve sonrisa o sin ella, con sus kilométricas piernas de reina y actriz en ciernes, con sólo agitar su cabello o al soltar una frase cualquiera, recién levantada, incluso averiada por una noche de fiesta, con ojeras aún, vencida por las extenuantes jornadas frente a las cámaras y los flashes, muy a pesar de todo ello o precisamente por eso continúa siendo tan horriblemente perfecta que contemplarla es un verbo avaro, demasiado breve, para describir un café con ella de 40 minutos.

Samaria, 22 años, sagitariana pura, "libre como el viento", dice ella, con raíces múltiples: padre paisa, madre magdalenense, padrastro con sangre griega, abuelos santandereanos con ascendencia italiana y wayúu. Un desorden de fábula recorre sus venas cosmopolitas. "¿Tú crees que estos ojos indios y este cuerpo de blanca de dónde salieron?", pregunta inmodesta y luego se sonríe. Un arma de doble filo para un ojo tan ajeno, tan novato, al trato con una ex virreina universal de la belleza. Qué fácil se pierde el hilo de la conversación con ella. Hace apenas tres años saltó a la fama con el reinado, la bola de nieve de los contratos, el modelaje, la presentación y las novelas le cayó de pronto, las poses, fotos y pasarela, las portadas y los libretos... todo parece tan natural para Taliana. Parece aplicar la máxima aquella de lo que ha de ser que sea pronto.

Una reina sin escándalos pero no aburrida

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También una bailarina frustrada. En la Casa de la Cultura de Santa Marta, que dirigía su abuela, creció entre sones y ballets, pianos y guitarras. Pero fue la danza el talento cultivado, todas las danzas imaginables del Caribe. En Washington, al compás de sus estudios de idiomas, bailó siempre hasta que se le atravesó el decreto que la oficializó como reina de Magdalena. La oferta le pareció irresistible, empacó maletas y el resto es historia conocida. "Cuando le dije a mi papá que iba a participar en un reinado y dejar mis estudios casi me mata. Me pagué ese tiquete, pero de pura vaga porque no quería estudiar ese semestre. Así me hice reina, quería estar con mi familia, disfrutar el país que no había vivido (se fue de 14 años a Estados Unidos), a mi abuela, estar en el mecedor comiendo mango y ya. Recuerdo que me bajé de una lancha de un paseo en Santa Marta, recibí el decreto, me tomé las fotos y me devolví a seguir la fiesta".

Por absurdo que suene cuenta que ahí aprendió a verse bella. "Me di cuenta que caminaba como coja, ¡hombe, coja no!, pero no sabía caminar en pasarela con unos tacones así", dice. Educó sus ángulos, les sacó provecho, ejercitó sus poses. El reconocimiento era inevitable. El año que entregó la corona, la señorita Antioquia volvió frase de leyenda aquella del hombre con hombre y mujer con mujer y viceversa en el sentido contrario. Sufrió como todos con el absurdo tras bambalinas y hoy aventura una tesis que explica esas pifias semánticas y otras más que suelen protagonizar las reinas, cada vez menos, hay que decirlo: "No son los nervios ni el público ni que Colombia entera te esté viendo. Es el vestido tan apretado. Hace poco me tocó hacer una escena con un vestido así y yo, ¡coño de la madre!, no podía respirar. Entonces dije, ‘ya sé, eso es lo que pasa en los reinados'. No te llega oxígeno a la cabeza. Así no piensas. Pero, claro, los diseñadores te zampan un vestido y un corsé estrechísimos", cuenta filosofando y añade: "Mira, más nunca uno se vuelve a poner ese vestido de la noche de coronación. ¡No te entra!".

Lleva un año grabando la novela Chepe Fortuna y los domingos, el único día que no graba, "porque sábados ni festivos me salvo", los dedica casi todos a dejarse arrastrar por la pereza, el más noble y constante de los placeres del ser humano. Duerme cuanto puede. Plan de películas y domicilio. A veces contraría ese refinado instinto de no hacer nada y monta bicicleta, "no por deporte sino como plan", en algún parque de esta Bogotá que aprendió a querer. ¿Vicios? Tarda en contestar. "Hasta ahora descubro el café". Le encanta bailar, pero su alma rumbera prefiere guardársela para su casa con unos amigos, un buen vino y buenos boleros, son cubano o salsita vieja. Merengue sí pocón. Tiene dos años enamorada, dice que no es celosa "ni él tampoco" y que fantástico le parece cómo intimida a los hombres un título de Miss Colombia. "Que no se me acerque todo el mundo". De los piropos que le tiran por ahí no se acuerda nunca.

Algo heredó del corazón hippie de su madre, radicada en la India en estos tiempos junto con sus cinco hermanos. Sensible hasta el borde, reconoce que las escenas trágicas, muy propias de la bella de los novelones que pena hasta el último capítulo, desgastan en exceso. "Sí, sería una nota hacer de mala, los malos no sufren, parce". Sin embargo, aclara seguidamente: "Soy frágil, pero no débil". Es de un alma ligera, cero rollos, tan Caribe. Cuando termine la novela quiere viajar a Nueva York, estudiar actuación, visitar a su familia, hacer algo de yoga, dejarse abrazar por esa virtud esencialmente divina y soberana del ocio. Ni los trancones bogotanos, tan imposibles ahora, la mortifican. Le da flojera manejar, sí, pero para eso están los taxis, la bicicleta o su chofer. Entonces cambia de tercio y dice que adora las divas de los años 60, que la sesión de fotos para esta portada, el concepto, el maquillaje y el vestido fueron suyos. "Las poses y la luz fueron inspirados en Bettie Page y el estilo de Sofía Loren".

No hace mucho abandonó la diplomacia de reina de otras épocas y criticó que su sucesora en Cartagena, Michelle Rouillard, francota se despachara en Soho contra el certamen y Raimundo y todo el mundo. "Su rebeldía sólo existe para llamar la atención, muy mal", escribió en su cuenta de Twitter. Pero de eso no provoca hablar, para qué. La confesión, en contraste, de que tiene una colección de 80 anillos o que "los aretes no son un accesorio para mi cara" resultan más cautivantes. Lo dice como una sentencia redonda pero parece inadmisible. Con aretes o sin ellos, qué importa, Taliana es una mujer verdaderamente bella, no en ese ideal de las diosas de mármol, sino por su espiritualidad penetrante y ese garbo de retrato que tanto adora de sus divas de antaño. Ella ya lo es un poco.

 

Por Juan David Laverde Palma

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