Por: Natalia Roldán Rueda y Juliana Muñoz.
Fotos: Daniel Álvarez y Cortesía Casa E.
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Parece Alejandra Borrero, pero no lo es. Porque las palabras que salen de su boca no son suyas. “Entre rejas podía ver a muchos de ellos. El ruido de las armas y la gritería me perturbaban. Trataba de estar en calma pero sentía un miedo incontrolable –la actriz habla con voz firme y potente frente al Congreso de la República–. Cuando por fin abrí la puerta y salí, sentí ese conocido frío de hierro en mi cuello que sentenció mi intento de fuga”. La oyen atentos, atónitos. El volumen se eleva y la audiencia se exalta: “Me tomó por el cabello, me arrastró y me tiró con mucha fuerza por el piso de tierra hasta que sentí sus manos quitándome el jean que llevaba. Mi voz no podía salir, pero gritaba tan fuerte como el odio que he sentido por años. No pasó mucho tiempo hasta que otro de ellos entró y sin ningún preámbulo repitió la misma acción. Traté de moverme todavía con algo de mis fuerzas, y sentí una bofetada y pude ver mi cara rebotando en el piso. Yo estaba totalmente exhausta”. Alejandra retoma el aliento y termina: “Yo soy Victoria”.
Una mano se levanta en el recinto y grita: “¡Yo soy Victoria!”. Le siguen otra mano y otro grito. Y uno más y dos y tres. Muchas ‘victorias’ se reconocen víctimas hasta que la verdadera se seca las lágrimas y sube al estrado. “Estoy aquí, no por mí. Estoy por las mujeres que no han hablado –dice tímida y valerosa–. Y yo quiero pedirles a ustedes, que tienen toda esa autoridad que les hemos dado nosotros con nuestros votos, que hablen, que den espacio para que las mujeres hablen y digan lo que está pasando con ellas”.
Es 25 de noviembre del 2015, Día de la No Violencia Contra la Mujer, y el equipo de 'Ni con el pétalo de una rosa' busca despertar mentes. Esta vez lo hace a través de la historia de Victoria, una bacterióloga que viajó al Pacífico para luchar contra el cólera que se expandía entre la comunidad embera. Durante su estadía, niñas de la región empezaron a desaparecer y Vicky no se quedó de brazos cruzados. Cuando la red de traficantes culpable de los secuestros se enteró, decidió enseñarle una lección que la destruyó y la obligó a huir del país.
“Se fue sin que nadie investigara qué pasó, nadie le pidió perdón –nos cuenta Alejandra–. Se fue desbaratada, decepcionada. Desde Londres me escribió una carta y yo le dije que quería ser su voz aquí, que me contara su secreto. Me escribió lo que pasó y yo me fui con ese monólogo por todo el país, para mostrar la violencia de la que son víctimas las mujeres. Luego tuve el privilegio de acompañarla en Inglaterra, cuando se convirtió en la primera colombiana en ser sacerdote anglicana. Ella es la prueba de que no vinimos a sufrir, sino a ser felices, a realizarnos como mujeres”. Sí, Victoria le hace honor a su nombre. Lo lleva como una bandera, que ondea orgullosa como sobreviviente. Ella no se considera víctima. Ella renació. Y su proceso de florecimiento lo culminó junto a Alejandra, quien no solo la llevó al Congreso sino que la acompañó al río Atrato, a ese lugar donde hace dos décadas perdió la posibilidad de tener hijos. Allí terminó de sanar.
Por historias como la de Victoria, Alejandra Borrero empezó el proyecto ‘Ni con el pétalo de una rosa’ (y porque es mujer y colombiana y ha sido testigo de todas las violencias que se ven cotidianamente en el país). Su indignación no le permitía quedarse de espectadora ante este problema de salud pública. Por eso armó un equipo –del cual hacen parte dos fieles mosqueteras: Katrin Nyfeler y Tatiana Zabala– y empezó a trabajar desde el arte y desde la construcción de actos simbólicos de transformación. La mejor manera en la que sabe hacerlo. Este año, en el que se cumplen diez años de su labor por las mujeres, se realiza la cuarta versión de su festival, que ha puesto a todo el país a hablar del tema, a hacerle frente, a dejar de voltear la cara y evadir la realidad.
‘Ni con el pétalo de una rosa’ genera espacios de reflexión que calan hondo. Hacen conciertos, charlas, teatro. Recurren a la danza y a la risa. En el fondo quieren sembrar la idea de que cada mujer es poderosa y responsable de su propio destino.
Actuar
— Hacelo, que es importante –le dice Alejandra a Álvaro Uribe Velez, ese día en el Congreso.
— ¿Lo de los labios? –le pregunta él con una sonrisa angustiada, que anticipaba la vergüenza que tendría que aguantar.
— Por supuesto.
— ¿Sí, mija? –le replica escéptico, con la esperanza de que ella se arrepienta, de que le diga “No, tranquilo, si no querés, no”. Pero ella, claro, se mantiene en su lugar. Y a él no le queda otra opción que aceptar. Se deja pintar los labios de rojo para ponerse en los zapatos de las mujeres por un rato. Para sentirse tan incómodo y tan vulnerable como ellas.
“Hoy les pido que se pinten nuevamente los labios para que esta vez se comprometan y sí hagan algo –les dijo Alejandra a los congresistas, a quienes había visitado con la misma campaña un año antes–. ¡Porque a las mujeres y a las niñas, ni con el pétalo de una rosa!”. Uribe, Serpa, Gerlein y muchos otros lo hicieron. Era un acto simbólico que valía la pena repetir para no olvidar, para reflexionar, para empezar a actuar. Aunque en el país existe la Ley 1257 –que sanciona la violencia y la discriminación contra las mujeres–, es letra muerta. Hoy, según explicó Alejandra en el lanzamiento del festival de este año, 1.369 mujeres en Colombia están en peligro inminente de ser asesinadas por sus parejas o sus exparejas; tres de ellas mueren cada día. Y esto se debe, en parte, a que una mujer se demora once años, según las estadísticas, en denunciar una vida de abusos y violencia. Uno de esos maltratos, eventualmente, podría terminar con la muerte.
Como le ocurrió a Jyoti Singh, la joven india de 23 años que murió luego de ser violada por cinco hombres en un autobús público. Su historia la cuenta el documental La hija de India, dirigido por la cineasta británica e israelí Leslee Udwin, quien quedó tan perturbada luego de esa investigación, que dejó de hacer películas. “Después de entrevistar a los violadores descubrí que no son monstruos, que están programados –le dijo al diario El País, de España–. Una de cada cinco mujeres en el mundo ha sido violada, una de cada tres ha sufrido abusos, así que hay razones para pensar que uno de cada tres hombres los comete. Hablamos de un problema endémico, está en las mentes y en la cultura”. Al entender la situación de esta forma y darse cuenta de que la revolución que produjo su producción fue pasajera e inútil, concluyó: “Si de verdad quieres hacer algo, hay que centrarse en la educación”.
Ese es el camino que siguen Alejandra y su equipo: educar a través del arte, los actos simbólicos y el poder de las palabras. “El arte es transformador, te toca y te hace ver cosas que no estás viendo –explica Alejandra, la directora artística de Casa E–. Los actos simbólicos nos permiten trascender, saltar, pensar de otras manera. Y las palabras son mágicas; justo hoy oí una historia maravillosa sobre Thomas Alba Edison. Le llegó una carta a su mamá y ella se puso a llorar. El niño, entonces, preguntó qué decía la carta y ella le explicó: ‘Que eres tan inteligente que ese colegio es muy pequeño para ti y a mí me va a tocar educarte’. Años más tarde él descubrió que la carta realmente decía: ‘Su hijo es deficiente, no da la talla y lo tiene que sacar del colegio’. Ella lo convierte en un genio con el lenguaje”.
Fueron las palabras de A la sombra del volcán –una obra sobre abuso infantil que montó Casa E, hace unos años– las que hicieron llorar a una joven de 14 años. “Lloró de tal manera que tuvimos que intervenir y hablar con ella –cuenta Alejandra–. Se acababa de dar cuenta de que estar embarazada de su tío no era normal y ella iba en el tercer embarazo. Hay que empezar por ahí, por decirles a las mujeres que estas cosas no son parte de la vida”.
Mujeres poderosas
‘Ni con el pétalo de una rosa’ genera espacios de reflexión que se salen de lo común y así calan hondo. Hacen conciertos, exposiciones, charlas, teatro. Recurren a la danza y a la risa. Tejen en el parque y, entre puntada y puntada, hablan, se desahogan, lloran. Salen a la ciclovía y gritan: ¡Venimos al mundo para ser felices! Hacen yoga y meditan. Realizan bailes colectivos de liberación. En el fondo quieren sembrar la idea de que cada mujer es poderosa y responsable de su propio destino; y estas experiencias también plantean que, juntas, las mujeres logran cosas grandes.
“Vivimos con zozobra –asegura Alejandra–. Nos sentimos apretadas y nos la pasamos bravas, porque tenemos que estar prevenidas y poner cara de valientes. La ciudad de las mujeres es más pequeña que la de los hombres. Nosotras no accedemos a muchos lugares por miedo. Aquí todos los días somos acosadas. Por eso invitamos a las mujeres a que se tomen la calle, de una manera muy femenina. Así las despertamos. Les decimos que el mundo está hecho trizas y los hombres no lo van a cambiar porque aún no lo han hecho. Estamos ad portas de un nuevo país y, si las mujeres no estamos en la política, nuestras necesidades no van a estar en las decisiones que se tomen. Tenemos que estar en asambleas, gobernaciones, alcaldías. Quisiera que las mujeres se dieran cuenta de que en Colombia votan más mujeres que hombres. ¡Que miren el poder tan increíble que tenemos! No tomamos conciencia del poder que somos, no lo usamos. Es hora de entender que podemos ser mujeres libres y autónomas. El poder reside en nuestra valentía, en nuestra dignidad y en la fuerza y la potencia que tenemos para afrontar el reto de hacer de este un mundo mejor”.