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“Cada día era una lucha contra la fragilidad. Cada día el proceso de paz pudo haberse roto”: Natalia Orozco

Hablamos con la directora de ‘El silencio de los fusiles’, que se proyectará en las salas de cine Colombia del 20 al 23 de julio.

Por Diana Franco
19 de julio de 2017
Natalia Orozco

Natalia Orozco

Luego de más de 10 años trabajando como corresponsal internacional en Francia, Estados Unidos y África, Natalia Orozco llegó a Cuba para seguir de cerca, el proceso de paz con las FARC. Durante los cuatro años que duraron los diálogos, la periodista se hizo un lugar entre los miembros de ambas delegaciones, para hacer visible la fragilidad y la desconfianza con la que dos bandos enemigos se sentaron después de media década de enfrentamientos, a buscar una salida negociada a la paz.

 

Natalia, nos habló sobre su experiencia como corresponsal internacional y los grandes desafíos que enfrentó en la realización del documental El silencio de los fusiles.

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¿Qué te dejó tu experiencia como corresponsal?

 

Dos cosas me han marcado a mí de forma radical. Una, la formación, los principios y el amor a la libertad que me inculcaron mi papá y mi mamá y dos, recorrer el mundo con toda su belleza, sofisticación y maravillas y, al mismo tiempo, con todo el horror, mezquindad y dolor que deja una guerra. Eso me enseñó a entender que los seres humanos somos infinitamente complejos y que dentro de cada uno puede haber enormes toneladas de bondad, pero también está el peligro de que exista la pulsión de la violencia, el egoísmo, la indiferencia. Uno debe andar por el mundo tratando – aunque personalmente no siempre lo logro- de entender las realidades y al otro sin juzgar. Las ganas de estar permanentemente sobre la condición humana, me lo dejó ese recorrido por algunos conflictos y por algunos países.

 

 

¿Cómo fue ser mujer, corresponsal, en Libia?

 

Uno no debe dejarse guiar ni atemorizarse por los prejuicios. Es cierto que cuando fui a Libia había muy pocas mujeres -ahora hay grandes corresponsales de guerra, de Colombia hay una maravillosa que se llama Catalina Gómez a quien admiro mucho-, pero si eran muchísimos más los hombres y eso, para uno como mujer, si hacía mucho más pesado el ambiente. Cuando estábamos en los hoteles donde nos tenían medio confinados, era más difícil la relación con los europeos que se creían estrellas en sus países con derecho a todo, que con los libios.

 

Me acuerdo que en un bombardeo yo era la única mujer y me preguntan de donde era y yo respondía que colombiana, ellos me decían ¡Shakira!, ¡Shakira! Me sorprendió mucho porque después le preguntaba a mi productor de terreno y me decía que en el Corán hay un precepto muy claro de hacer sentir bien al visitante.  Seguro que en Libia estaban enterados de los problemas que hemos tenido a lo largo de la historia con el tema del narcotráfico y las drogas, pero ellos no me lo iban a  mencionar porque sabían que me iba a sentir mal. Eso es muy bonito.

 

En Libia tuve momentos en los que me tocó estar rodeada de solo hombres; yo estaba con mi camarógrafo y nos tocó estar muchísimos días sin agua y con una alimentación muy limitada y la forma y el respeto con el que me trataron los libios no lo he visto ni cuando estoy con un grupo de periodistas europeos, ni colombianos.  Obviamente es una sociedad muy machista, que ha tratado muy mal a las mujeres, pero mi experiencia como corresponsal fue de protección y de respeto absoluto.

 

 

¿Cómo comenzaban los días en Libia?

 

Los libios si tienen un problema con el horario. Todo era un desorden, pero es un país encerrado por casi 42 años de dictadura, donde no había organizaciones civiles, partidos políticos, donde estaba prohibida la música... Entonces todos los días, tanto para uno como para ellos, era descubrir algo nuevo: la gente que hacía rap de forma underground comenzaba a surgir casi que de la tierra; las mujeres empezaron a hacer manifestaciones; vivía maravillándome por cómo un pueblo de un momento a otro estaba despertando. Además, uno también lo vivía al lado de ellos, con las emociones de ellos. Fue muy duro por el lado de la guerra, pero al tiempo fui testigo de unos actos de humanidad que solamente se ven en medio del conflicto.

 

 

¿En qué momento te diste cuenta que no eran los mutilados, no eran los muertos, no eran los bombardeos, sino los actos de valentía y de humanidad, lo que se debía contar?

 

Yo creo que hay no hay ni altruismo ni grandeza, fue una decisión incluso egoísta para seguir viviendo en este mundo. Yo creo que es una forma de aferrarme a la esperanza porque durante mucho tiempo me cuestioné hasta donde vale la pena estar acá cuando es un mundo tan injusto, donde nos hablan de un Dios que protege a la gente, pero que cuando se vienen los temblores y maremotos por lo general es la gente más desprovista la que sufre. Entonces empecé desde muy chiquita a cuestionarme en qué creer y si valía la pena creer y encontré eso: aferrarme a las personas que me inspiran y me hablan de esperanza para seguir viviendo. Esa fue la forma que encontré para poder soportar estar allá, a través de ellos y su lucha.

 

 

¿Cuál crees que es la gran lección que Libia le dio al resto del mundo, en especial a Colombia, un país que ha vivido tantos años en conflicto?

 

Creo que es muy triste lo que está pasando hoy en Libia porque lo que no sabíamos ni veíamos venir es que ALCAEDA estaba callado esperando que tumbaran a Gadafi para ellos subirse con su extremismo, pero a mí lo que si me conmovió profundamente fue en ver a personas de todos los estratos, de todas las tribus, de diferentes posiciones políticas, de diferentes procedencias, unidos protestando contra lo que en ese entonces era intolerable que era la violencia y todos los abusos de Gadafi. Lo que pienso que tenemos que aprender, es la capacidad que tiene un pueblo cuando puede destruir todas esas barreras de clase, de color, de sexo, que nos hemos impuesto artificialmente y entender que si las clases privilegiadas, las clases medias y las menos favorecidas no nos unimos por un país diferente, jamás lo vamos a lograr. No puede ser la reivindicación de los pobres, de los ricos o de una clase media, tiene que ser la reivindicación de un pueblo, y así se logran las grandes transformaciones.

 

 

¿Y cómo crees que se ha dado esa reivindicación en Colombia?

 

Colombia no ha logrado esa unión de la que hablo. Yo creo que el mal que padece el país, no es ni la guerrilla, ni el narcotráfico, ni son los paramilitares, sino dos cosas: la corrupción y la separación absurda y violenta que tenemos los colombianos por el tema de la clase. Yo pienso que eso es un mal que tenemos que extirpar antes de pensar en una verdadera paz.

 

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"Los verdaderos cambios no se pueden lograr a través de las armas y la violencia”.

 

¿Cómo fue la transición de ser corresponsal a ser documentalista?

 

Desde chiquita siempre quise hacer cine. Me escapaba del colegio para acompañar a Víctor Gaviria a hacer sus castings. Me parecía apasionante la habilidad que tenía Víctor para contar historias, pero por miles de razones no pude estudiar cine. Entré a estudiar Comunicación Social porque también me gusta el periodismo. Yo ya había empezado a hacer largos cortometrajes periodísticos, hice uno en Guantánamo. Una vez me dio por tratar de entender por qué los gitanos en Europa vivían en esas condiciones tan difíciles, entonces me fui hasta Hungría e hice el viaje con ellos. Pero cuando estaba cubriendo Libia sucedió un hecho que me afectó profundamente. Mataron a un muchacho que me estaba ayudando, dándome material y orientándome en muchos temas porque era un libio que sabía muy bien inglés. Un día el salió a hacer un reportaje y fue asesinado por un francotirador de Gadafi. Yo había salido a la frontera porque anunciaron unos bombardeos y cuando vuelvo a entrar, pregunto por él y me dicen que él está muerto. Él fue una de esas personas que me dijo “esta revolución nunca se va a solucionar con armas” y por eso trató de hacerla por medio de las comunicaciones y la tecnología. Yo sentí que personas como él y como otras que había conocido, me contaban historias que no eran para ser mostradas en dos minutos. Es ahí cuando decido hacer la primera película inspirándome en él y en muchas otras personas, incluso militares que en el momento más violento en Libia dicen “no es con armas que lo vamos a lograr” y dejan las armas para luchar de otra manera.

 

 

¿En qué momento dices, me voy para la Habana?

 

Yo estaba en Corea del Sur donde fue el estreno del documental de Libia y una de las personas del público levanta la mano y me pregunta cuál será mi próximo trabajo. Yo había leído en internet sobre los rumores de que las FARC estaban estableciendo contactos secretos con Santos y la respuesta me salió de lo más profundo del corazón: “Quiero hacer la historia de mi país transitando hacia una paz duradera”. Lo dije con tal contundencia que entendí que esa era la historia de seguía. Tiempo después, yo tenía que hacer una premier en México y de ahí pensaba venir a Colombia a visitar a mi familia. Pero nunca llegué. Compré un tiquete a Cuba y empecé a hacer los primeros contactos. Fue muy difícil, había mucha desconfianza, me veían como todo lo que ellos odiaban: venía de un medio que no les gustaba mucho a ellos, era mujer, y no es que odien a las mujeres, pero son una guerrilla campesina y de alguna manera es machista, además me veían como un burgués, un enemigo de clase.

 

Hice los primeros contactos y me vine a Colombia. No regresé nunca a Francia, donde vivía hace 16 años. Todas mis cosas se quedaron allá. Popo a poco he ido repatriando todo. ¡Hasta el novio!

 

 

¿Cómo lograste que ellos se habrán contigo?

 

Desde el momento en el que pido el permiso para hacer un documental hasta que, de hecho, me lo dieron, pasaron un año y seis viajes a La Habana. Y el día que me dicen: “El comandante Timoleón dijo que sí” -gracias a Pablo Catatumbo que entendió rápidamente que esta historia también debía ser contada- me enteró que lo que me iban a conceder era solo una entrevista. Me tocó volver a explicarles qué era lo que quería en realidad hacer. Fue un proceso muy largo. Yo les llevaba documentales de Patricio Guzmán para que entendieran, pero no fue fácil. Hoy tengo que decir que tuve un acceso muy privilegiado sobre muchas otras personas, pero soy sincera: obtuve un 20% del 100% que yo hubiera querido para esta historia. La desconfianza fue permanente y aún hoy la hay. Es que ellos sobrevivieron gracias a la desconfianza. Se pudo contar una historia, aunque no exactamente como hubiera querido. Espero que lo logrado pueda ser un pequeño aporte al país.

 

 

¿Cuáles fueron las barreras que definitivamente no pudiste derrumbar?

 

El gran reto fue llegar a la parte más vulnerable que tiene un guerrillero que son sus miedos. Yo quería que me hablarán más de una guerra para la que nunca se prepararon, de una guerra contra sus propios demonios. Son unos guerreros que se mueven muy bien en los territorios. A veces perdieron, a veces ganaron, pero me hubiera encantado indagar cómo van esas batallas internas que hoy tienen que enfrentar. Los militares hicieron cosas horribles, los guerrilleros hicieron cosas horribles, pero aún no están listos para hablar de eso. Quizá fui muy ingenua al pensar que ellos se iban a abrir de esa manera frente a mis cámaras, pero eso me enseñó que tengo mucho por aprender y que este es apenas en principio.

 

 

¿Hubo algún momento particular de tensión cuando estabas rodando este documental?

 

Muchos. Una vez que estaba grabando a Pascuas, uno de los marquetalianos sobrevivientes, y un guerrillero que se llama Andrés París dice “¡corte!”. Yo pensé que se me había metido el diablo adentro. Porque en un rodaje el único que dice corte o graben, es el director. Recuerdo que paré todo y le dije a París, “Aquí la única que dice corte soy yo”. Él me empezó a alegar y yo le pedí a mi equipo que recogieran todo. Los presentes se quedaron congelados. Al final logramos terminar, aunque de muy mala forma la entrevista y bajo un ambiente muy tenso. Eso desencadenó que después, por ejemplo, Rodrigo Pardo, que también apoyo este proyecto, asesorándome y acompañándome, viajara a La Habana para hablar con los guerrilleros y explicarles, que era lo que se estaba haciendo, por qué yo había reaccionado así y retomamos las grabaciones. Pero en ese momento yo sabía que, si cedía, no tendría regreso. Se podía caer todo el proyecto, pero debía tomar una decisión. Y es muy difícil porque el mismo equipo te empieza a cuestionar, “Natalia, estás poniendo todo en juego,” y me tocaba decir, “Déjenme, yo sé lo que estoy haciendo”.

 

El día de las elecciones legislativas, la delegación de las FARC me había permitido grabar con ellos en el lugar donde iban a estar mirando las elecciones. Cuando llegué con mi equipo, nos llegó una razón diciendo que podían entrar el camarógrafo y todos, menos yo. “Si yo no entro no hay grabación”, dije. El asistente de dirección me advirtió que no podíamos perder el viaje, que ya habíamos gastado mucha plata, pero si yo cedía, ese documental no fuera el mismo. Me tocó pararme en mi posición y al final me dejaron entrar.

 

Hice muchas pruebas de firmeza, pero después llegaba a la casa y me ponía a llorar. Frente a ellos, frente a Santos, a los guerrilleros, a Humberto de la Calle, era muy firme, incluso en los momentos en los que me tocó preguntar cosas difíciles que no podría dejar pasar, aunque fuera arriesgado. En cada pregunta se estaba jugando todo el proyecto.

 

 

¿Qué pudiste lograr de ellos?

 

Logré unos momentos que de verdad solo se construyen con el tiempo. Sin perder la distancia, sin perder el sentido crítico, sin perder la capacidad de analizar lo que según mis valores y mis principios tiene o no justificación, sin juzgar, pude establecer con ellos unas conversaciones en las cuales hubo instantes de verdad, hubo unas respuestas muy sinceras y momentos muy humanos que me permiten entender eso: que hay personas que por una u otra razón han hecho cosas monstruosas, sin ser monstros.

 

 

¿Hubo momentos en los que sentiste que el final de tu documental no iba a ser la firma de la paz?

 

Día de por medio lo pensábamos. Porque aquí ustedes se enteraban de las grandes dificultades. Pero uno allá se enteraba de cosas no tan mediáticas pero que podían fragilizar de una forma más peligrosa los diálogos. Cada día era una lucha contra la fragilidad, contra el peligro. Cada día el proceso de paz pudo haberse roto, así pareciera que avanzaba. De hecho, el documental tampoco tiene un final feliz. Termina como inicia, abriendo preguntas. Porque yo siento que no doy ninguna respuesta. La persona que está buscando respuestas en el documental va a estar decepcionado.

 

 

¿Cómo no caer en el juego de “los malos” y “los buenos” dentro de la línea narrativa?

 

Yo nunca busqué ni la objetividad ni la imparcialidad, en eso soy súper sincera. Yo busqué hacer un documental transparente. Siendo muy sincera con lo que veía, sentía y podía grabar. Yo muestro que no hay ni buenos ni malos porque muestro y recuerdo lo que fueron la masacre de los 11 soldados en el Valle o los atentados que ellos hicieron con derrames de petróleo que dejaron unas consecuencias que aún no podemos evaluar, pero también los muestro siendo profundamente amorosos con su mamá, solidarios con sus tropas, porque eso es de hecho la ciencia de este documental, es la condición humana. Ninguna guerra -y no solamente lo muestro, sino que lo digo- es un asunto de buenos y de malos. Yo traté de escuchar lo que ellos decían o habían hecho sin justificarlos, pero tratando de entender cuáles eran esos elementos que los habían llevado a tomar una u otra decisión. Hay algo que yo no justifico bajo ninguna circunstancia y es el secuestro, pero traté de escuchar para entender cuál era la lógica que los movía a ellos en ese tema, igual con el gobierno.

 

En los primeros tres minutos del documental, balanzo todo en lo que creo. Creo que las guerrillas transgredieron los límites de lo humano y creo que el ejército (o sectores del ejercito) apoyaron grupos paramilitares y se unieron con narcotraficantes para defender intereses muy perversos. Y cierro la apertura anunciando lo que para mi es la conclusión más profunda y es que nada de esto hubiera sucedido si hubiéramos tenido una elite más inteligente, más estratégica hace 50 años, y si las clases medias y las clases privilegiadas fueran más solidarias y menos indiferentes.

 

 

¿Cómo escoger que iba dentro de la historia y qué no?

 

Eso fue lo más difícil. Esto es un documental de autor, por lo tanto, todas las decisiones son arbitrarias. Y lo tenía que asumir. Yo traté de narrar como dos enemigos históricos crean puentes, a veces muy frágiles, en medio de una enorme desconfianza, para comenzar a superar sus diferencias no con balas sino con palabras. Entonces, habían hechos súper importantes que la gente me va a querer preguntar por qué no los incluí. Cosas horribles que ha hecho las FARC y que ha hecho el ejército y que simplemente no están, porque la forma como yo viví el proceso no pasó por ahí. Yo menciono los niños reclutados en la guerra, como también la mujer en la guerra, pero no ahondo. Como tampoco ahondo en los falsos positivos. Lo que yo creo que va a sorprender a mucha gente. Pero El Silencio de los Fusiles no es un relato de la historia de Colombia, ni es una historia de los crímenes de guerra, es una historia sobre cómo se construye la paz después de 50 años de desconfianza.

 

 

¿Cómo percibiste el papel de la mujer en el proceso de paz?

 

Me impactó mucho como trabajaron las mujeres de las dos delegaciones. Me pareció muy lindo ver lo que se crea entre mujeres que fueron enemigas. Cuando se tuvieron que sentar pasó una cosa muy fuerte que yo no podría describir con palabras y que no se dio necesariamente entre los hombres. Pero sin duda en este proceso de paz, la voz la lideraron los hombres y hay veces me parecía indignante cómo en temas fundamentales donde debía estar la voz femenina, solo había hombres. Lo que también demuestra una cosa y es que la guerra la hicieron los hombres de alguna manera. Y son ellos los que tienen que responder, pero si me pareció increíble que era mayoritariamente masculina la mesa de negociación. No fueron las que figuraron, pero entraron despacito y solucionaron una cantidad de cosas con delicadeza, altura, sofisticación, elegancia.

 

 

¿De qué manera el horror de la guerra te marcó?

 

Cuando yo llegué de Libia mucha gente me decía que tenía que ir a un psicólogo porque había visto muchas cosas horribles y que no iba a poder dormir e iba a tener pesadillas. Claramente recuerdo con mucha tristeza y con solidaridad el dolor de esa gente. Pero no creé ningún trauma. Durísimo me dio cubrir Colombia, hacer esta película del proceso de paz. Ha sido emocionalmente el trabajo más duro que he hecho y como ser humano, la experiencia más compleja que he enfrentado porque yo siempre decía que no había guerra ajena, pero no guerra más propia que la de su propio país y es inexplicable porque los seres humanos somos iguales todos y el dolor es el mismo, no importa de donde sea, pero recorrer la historia del dolor que hay en mi país y de la injusticia y de las aberraciones, fue supremamente duro. Conocí un nivel de fragilidad en mí que yo no sabía que existía. Y eso que aquí nunca vi los horrores, aquí me los contaban, pero aun así el revolcón emocional ni siquiera hoy, soy capaz de ponerlo en palabras. No he sido capaz de describir los sentimientos tan intensos que sentí haciendo este documental.

 

Fotos: Daniel Álvarez.

 

Por Diana Franco

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