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Claudia Mejía Duque, tejiendo redes de mujeres

Feminista y defensora de derechos humanos. Así es esta paisa que ha llevado la voz de las mujeres hasta las esferas más altas del Estado.

Por Redacción Cromos

07 de marzo de 2017

Claudia Mejía Duque, tejiendo redes de mujeres

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Por: Gloria Castrillón, @glocastri 
Fotos: David Schwarz, @davidmschwarz

 

1. 

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La imagen era conmovedora. Cartagena –como casi todo el país– estaba paralizada por el partido que la Selección Colombia jugaba aquella noche contra Uruguay en Montevideo...

 

...En medio de la estridencia de los picós y las vuvuzelas, una menuda mujer y sus tres hijos llegaron a la ciudad huyendo de la muerte. Se bajaron de una camioneta blindada que todavía tenía los rastros de cuatro impactos de bala en las puertas del copiloto. Los que animaban a la tricolor en un hotel de Bocagrande ni cuenta se dieron de la escena.

 

Mientras los niños correteaban, ingenuos y tranquilos, con sus helados en la mano, Mayerlis Angarita, la madre, se fundía en un abrazo con otra mujer que la había esperado con ansias. Algunas lágrimas acompañaron el saludo.

 

—¡Estás linda, te cambiaste el look! –le dijo Claudia Mejía a Mayerlis, como queriendo evitar el tema del atentado que hace cinco días por poco le cuesta la vida a esta candidata a la alcaldía de San Juan Nepomuceno, a 90 kilómetros de allí.

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Mayerlis intentó sonreír. Se veía agotada. Unas horas antes no tenía una habitación para pasar la noche ni los pasajes de avión para poner a salvo a sus hijos en Bogotá. Una entidad del Gobierno le había incumplido la promesa de sacarla de allí. 

 

Pero Claudia Mejía Duque, abogada, directora de la Corporación Sisma Mujer le consiguió el hotel y los tiquetes. Una abogada llegó para representarla en la Fiscalía de Cartagena para denunciar el segundo atentado a bala del que era víctima desde que decidió no callar más las atrocidades de los paramilitares. El abrazo era gratitud.

 

Las dos se habían conocido seis años atrás en una reunión organizada por ONU Mujeres, en Ecuador con la presidenta de Chile, Michelle Bachelet. Mayerlis era una de las lideresas más destacadas en los Montes de María. Se había transformado en fundadora del colectivo Narrar para vivir y una defensora de los derechos de las mujeres que como ella habían sido desplazadas, (algunas violadas) y despojadas de su tierra. Su idea de no quedarse callada, bajo el lema “nos mata la indiferencia, no las balas”, había calado y ahora emergía en su pueblo como fuerte opositora a los gamonales de siempre.

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Claudia, como directora de una organización feminista creada en 1998 y también defensora de los derechos humanos había apoyado a Mayerlis y su red de 840 mujeres, como lo ha hecho con otras desde hace más de 40 años, cuando decidió que dedicaría su vida a luchar por los derechos de las mujeres. 

 

Nacida en una cuna cómoda, hija de un prestigioso abogado y una madre dedicada al cuidado de cuatro niñas, pero convencida de que la igualdad entre hombres y mujeres debía ser una realidad, Claudia creció con la convicción de ser abogada, como su padre, y pregonar la equidad de género, como su madre.

 

“Hace 50 años eso no era tan claro”, dice cuando le pregunto por qué su madre fue su inspiración. “Ella nunca ofició de esposa subordinada, tradicional. Así que yo no tenía otra alternativa que ser feminista”, sentencia.

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Claudia recuerda con emoción sus primeras incursiones en los movimientos feministas y de izquierda en la Bogotá de finales de los 70, de la mano de dos mujeres que la llevaron por caminos reveladores: Con Amparo Parra, dirigente de Ciproc, sintió como bullían los movimientos populares en Kennedy, y con Rosa Inés Ospina, de Mujeres en la lucha, se internó en la localidad de San Cristóbal. Con ellas tuvo conciencia de que entre los pobres las más pobres eran las mujeres, de que entre los discriminados, las más discriminadas siempre eran las mujeres. 

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“Evoco momentos durísimos para mi padre, porque renuncié a las comodidades de mi hogar y me fui a vivir a los barrios populares. Él tenía otro proyecto de vida para mí, pensó que yo llegaría a las Cortes”. Don Gonzalo Mejía Picón respetó sus decisiones pero sufrió en silencio por muchos años, sin que Claudia lo supiera.

 

Pero ella sentía que la única manera de ser consecuente con sus ideas era vivir con las mujeres a las que defendía. Unos años después, hizo lo mismo con sus hijas. Siendo madre muy joven, decidió echárselas al hombro para recorrer los barrios más pobres en los cerros de Bogotá. No fue fácil para las tres y muchos años después entendieron lo que significó en sus vidas.

 

En ese momento para Claudia era importante definir una lucha que se libraba en su interior y que hacía parte del debate entre las mujeres del mundo: ¿qué era prioritario, la lucha de clases o la búsqueda de igualdad y la vigencia de los derechos de las mujeres? ¿Era posible armonizar las dos agendas, la de izquierda y la feminista?

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Ella lo resolvió en 1981, después del Primer Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe, un evento trascendental para el movimiento de mujeres a nivel mundial porque se decidió que el 25 de noviembre sería el Día Internacional contra la Violencia sobre la mujer. “Ahí, a mis 23 años, decidí que mi camino era el feminista, porque el de la izquierda, aunque duela reconocerlo, también es un mundo muy patriarcal”.

 

A sus 57 años, Claudia ya es abuela. Es una mujer sensible, de lágrima y abrazo fáciles. Su vida es el testimonio vivo de lo que el movimiento de mujeres ha significado para un país como Colombia, que ha sido duro e intransigente con sus mujeres, como un padre castigador, vengativo y castrante.

 

2.

Horas antes del encuentro con Mayerlis, Claudia había aterrizado en Cartagena para instalar y dirigir un encuentro de mujeres de la Costa Caribe. Se trataba de llegar a consensos para la construcción de un programa de protección para mujeres defensoras de derechos humanos que se presentará al Ministerio del Interior. Ya había estado en Cali; luego de Cartagena haría lo mismo con lideresas del oriente del país y terminaría en Bogotá con un encuentro con mujeres afro e indígenas.

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La reunión empieza con una pregunta provocadora que Claudia suelta al auditorio, compuesto por mujeres de La Guajira, Córdoba, Cartagena, otros pueblos de Bolívar, de la Isla de San Andrés, de los Montes de María. Negras, mulatas, campesinas, indígenas. Esposas, madres, abuelas. Todas víctimas del conflicto, la mayoría sin títulos universitarios.

 

—¿En qué momento tuvieron conciencia de que eran defensoras de derechos humanos?, inquirió.

 

—Cuando pude hablar libremente ?contestó una de ellas?. Es que yo… después de que me pasó eso… me encerré. Solo lloraba, no hablaba con nadie, creía que yo era la única que estaba mal ?la voz le tiembla? pero me dí cuenta de que había más mujeres, entonces yo las ayudo, las oriento. Ya no tengo miedo. No hay odio en mi corazón. Tenemos que vivir con esto, pero ¡no olvidamos!

 

Las caras reflejaban una mezcla entre dolor y valentía. Mientras la mujer habla, la mayoría asiente con la cabeza, otras nos secamos las lágrimas, todas la apoyaron con firmeza.

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—Yo no era consciente ?dice otra mujer?, pero el día que declaré y levanté mi voz para que no nos revictimizaran a mí y un grupo de mujeres, me di cuenta que todos me apoyaban. Y empezamos a dar batalla contra los victimarios y contra los funcionarios. Ya no guardo silencio, no me callo.

 

El auditorio aplaude. Con cada testimonio se descubre que varias de las presentes, además de que perdieron a sus maridos o familiares, fueron desplazadas y víctimas de violencia sexual, por parte de los paramilitares o de la guerrilla, o en algunos casos, de ambos.

 

Claudia lleva la discusión a un punto en el que les hace caer en cuenta de que históricamente los defensores de derechos humanos han sido abogados, pero que ellas, una vez son conscientes de que tienen que resistir ante sus victimarios y reclamar ante el Estado, se empoderan y van cambiando su rol: exigen, se organizan.

 

En sus historias hay coincidencias. Todas empezaron a ayudar a otras víctimas casi que por instinto. Escuchar y orientar, fueron sus primeras acciones. Luego vendría la organización. Juntarse, formarse, capacitarse. Y además, cuidarse de las amenazas, protegerse. Hoy forman unas poderosas redes: hay ligas, asociaciones, grupos, colectivos. Hablan de autos, sentencias, decretos. Conocen la ley, la usan para exigir y, en reuniones como esta, la construyen.

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Suena paradójico pensar que estas mujeres dedicadas al cuidado del hogar o a sembrar la tierra, se hayan convertido en lideresas con esa capacidad de movilizar y empoderar a otras y de incidir en las decisiones del Estado como lo han logrado en los últimos años. Ha sido tal su fuerza, que la Corte Constitucional ha emitido varias decisiones desde 2008 protegiendo especialmente los derechos de las mujeres víctimas del conflicto armado, con el argumento de que las colombianas han sufrido de manera desproporcionada y, diferente a los varones, los efectos de la guerra y ordena a las instituciones atenderlas y protegerlas. 

 

“Esa jurisprudencia dotó de un poder revolucionario a las mujeres víctimas y defensoras de derechos humanos ?dice Claudia?. Les dio fuerza para hacer sus demandas, las ayudó a articularse a nivel nacional y puso su agenda en primera línea”.

 

Sí, suena revolucionario. Tal vez, la mayoría de los colombianos no somos conscientes de que cientos de amas de casa, campesinas, desplazadas, casi siempre las más pobres, habían logrado tantas conquistas de la mano de organizaciones como Sisma Mujer y muchas otras que intentan llegar a todo el territorio. 

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En cambio, suena triste y frustrante que desde ese momento las mujeres se convirtieron en una amenaza para muchos poderes, legales e ilegales, que han sido permisivos con la violencia sobre ellas. Las cifras muestran que entre 2009 y 2012 aumentaron las amenazas y ataques sistemáticos contra estas lideresas, y aumentaron los casos de violencia sexual. Se les castiga así la osadía de exigir sus derechos.

 

 

3. 

En la ciudad se siente la resaca por la derrota de la Selección Colombia. Desaparecieron los festones de la tricolor y los comentarios de la gente se centran en los errores, en la falta de Cuadrado, en los próximos partidos frente a Chile y Argentina. Mayerlis está lista para acudir a la Fiscalía y denunciar, una vez más, que la quieren matar. Apura el desayuno y contesta unas preguntas.

 

— ¿Por qué insiste en ser alcaldesa? –le pregunto sin entender qué sentido tiene exponerse tanto. 

 

— Las mujeres tenemos que llegar a los cargos de poder, es la única manera de cambiar las cosas. A nosotras nos han enseñado a empoderarnos, a no callarnos, ya es hora de dar el paso. 

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Sus hijos la interrumpen, quieren ir a la piscina del hotel y ella solo piensa en que el carro y los escoltas no aparecen y debe salir ya para no perder el vuelo a Bogotá. Otras mujeres le ayudan con los niños. El desayuno queda casi intacto.

 

Sale corriendo con la abogada que lleva su caso y que ha documentado 39 hechos, entre amenazas y atentados, contra Mayerlis y su organización desde que creó Narrar para vivir. No queda más que desearle suerte. 

 

Mientras tanto, la jornada de trabajo sigue. En el salón, las mujeres discuten sobre las dificultades que tienen con sus esquemas de seguridad y plantean la manera de mejorarlos. 

 

Todas se quejan de que las medidas de protección son insuficientes, que hay más compañeras suyas en peligro. Varias contaron que les han amenazado a sus hijos ?sus enemigos quieren golpearlas donde más les duele? y hablan  de panfletos y mensajes intimidantes.

 

El debate llevó a concluir que era necesario proteger más a las lideresas porque si las matan a ellas se pueden acabar sus organizaciones. Pero no se ponían de acuerdo en cómo lograr protección para todas las que estaban en riesgo. 

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—Si cada una de ustedes pide protección armada, tendremos que rodear a las defensoras de hombres armados, soltó Claudia. El auditorio guardó silencio.

 

La reflexión era válida. Claudia ha rechazado los esquemas de seguridad que ella llama “militaristas”, basados en el uso de chalecos y carros blindados y el acompañamiento de escoltas. “Las armas son fuente de inseguridad, no es coherente que defender derechos signifique estar armado”, me explicaría después para entender su posición.

 

Con esta filosofía, Sisma Mujer y otras redes han impulsado “medidas integrales” y que consisten en trasladar a las mujeres con su familia a otra ciudad, entregarles un dinero mensual y garantizarles la educación y la salud para sus hijos, además de apoyarles en proyectos sostenibles. El Estado lo está haciendo poco a poco, reconoce Claudia. 

 

No deja de ser un tema polémico. Débora Barrios, líder wayuu sobreviviente de la masacre de Bahía Portete, por ejemplo, se ha salvado en otros dos atentados gracias a la escolta armada y el carro blindado. Pero hace una salvedad: “siempre que salgo de la comunidad hago que otra compañera viaje conmigo, no quiero estar sola en medio de hombres armados”.

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Al caer la tarde del segundo día de trabajo, el documento con recomendaciones al gobierno nacional queda listo y las mujeres se dan unos minutos para tomarse fotos, charlar sobre los hijos o el trabajo que les espera en sus organizaciones. Se ríen al encontrar que muchas no tienen pareja. Los hombres no entienden su trabajo.

 

4. 

De regreso a Bogotá, intento procesar con Claudia las sensaciones de dos días. Escuchar a estas mujeres es la confirmación de que lejos de los centros de poder vive en ebullición una Colombia con realidades complejas, difíciles de desentrañar para un citadino. Y se confirma, como lo había dicho la decana de Economía de la Universidad de Los Andes, Ana Maria Ibáñez, que en situaciones de conflicto armado emergen liderazgos femeninos.

 

Claudia está convencida de que esa paradoja se cumple en Colombia porque la situación crítica las obliga a buscar que sus derechos sean respetados. Lo que hacen las mujeres no se puede parar, ni siquiera en una guerra o un desastre natural: suministrar alimentos, cambiar el pañal del bebé, cuidar del adulto mayor. Lo importante ocurre cuando ellas pasan a reclamar ante el Estado la atención de sus problemas.

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“En mis manos no está el empoderamiento, está en ellas. Yo aporto conocimientos, contribuyo a reflexiones, ellas hacen el resto”, recalca.

 

Más de cuarenta años en este trabajo le dan a Claudia una mirada crítica sobre lo que sucede en Colombia. Durante casi una década trabajó en oficinas de mujer y género de los gobiernos de César Gaviria, Ernesto Samper y Andrés Pastrana. Luego, fundó Sisma Mujer con cuatro feministas más. Para ella es importante conocer el Estado por dentro para ser consciente de sus limitaciones y alcances. Eso le ha servido para conseguir sus objetivos, para llegar al funcionario adecuado con el trámite correcto. A eso le llama incidencia, hacer que el Estado escuche otras voces. 

 

Al comienzo trabajaron con el tema de violencia contra la mujer en general, pero hacia el año 2000 se dieron cuenta de que la guerra afectaba de manera diferente a las mujeres. Empezaron a descubrir el horror cometido por todos los actores armados. 

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En un comienzo Sisma Mujer trabajó sobre la necesidad de enfrentar la discriminación de las mujeres pero fue especializando en la más dura de sus expresiones: la violencia por ser mujeres, en la casa y en la guerra, documentando, exigiendo políticas diferenciadas,  y por último, representando judicialmente a sus víctimas.

 

Hoy, la incidencia de la que habla Claudia, es palpable también en la mesa de La Habana donde hay dos negociadoras plenipotenciarias y una subcomisión de género estudiando los acuerdos para que en ellos estén reconocidos especialmente los derechos de las colombianas. Esa ha sido una lucha de nueve plataformas y redes de mujeres que se reunieron en 2013 en la gran Cumbre Mujer y Paz y se hicieron oír. Su voz llegó lejos.

 

***

Un par de días después averigüo por Mayerlis. No salió elegida. Tal vez fue lo mejor, pensé. Se pudo perder una gran alcaldesa, pero las mujeres tienen una líder fuerte capaz de seguir soportando los embates de sus enemigos. 

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***

 

Por Redacción Cromos

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