“Te lo ordeno por el Dios de los vivos y los muertos”, dice el sacerdote Damian Karras mientras sacude un hisopo con agua bendita. Las vendas que atan a la cama las muñecas de Regan MacNeil se rasgan solas. Los ojos en blanco, la boca abierta. Una exhalación gutural, un gemido. “El poder de Cristo te lo exige”. Su cuerpo se eleva en posición horizontal. Levita rígido y con los brazos abiertos. La habitación tiembla, las paredes se agrietan. “¡El poder de Cristo te lo exige!”. Cada rezo es una provocación, cada gota de agua un latigazo que abre la piel. Regan desciende sobre la cama entre invocaciones del Espíritu Santo y sus ojos se cierran cuando su cabeza toca la almohada. “Es Cristo mismo quién te lo exige”.
En 1973, una niña de 12 años causaba terror en las salas de cine. Después de jugar con la tabla Ouija, el demonio de los vientos había entrado en su cuerpo y un sacerdote se deshacía en oraciones y exorcismos para salvar su alma. El exorcista, dirigida por William Friedkin, fue por muchos años una de las películas más aterradoras de la historia. Regan, su protagonista, aparecía pálida y con múltiples heridas en la cara, giraba la cabeza 180 grados y se apuñalaba con un crucifijo. La secuencia de escenas destrozaba los nervios y durante sus funciones sobraban llantos, desmayos y convulsiones entre el público.
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“El miedo es una emoción básica y fundamental para la vida, es parte indispensable del instinto de conservación”, dice Leonardo Palacios, médico y cirujano especialista en neurología. Es una reacción instintiva de todos los seres vivos para protegerse del peligro. Una explosión da miedo porque es posible morir en ella. Quien se asusta, se prepara para la lucha o para la huida. Activa su cerebro primitivo y produce adrenalina. Palidece, entra en estado de alerta y se dilatan sus pupilas. Toda la sangre se va a sus músculos estriados, que le ayudarán a defenderse o a correr para salvarse.
El horror, el terror y el pánico son momentos extremos de miedo en los que se pierde el control absoluto de la situación. No hay nada que un pasajero pueda hacer ante la turbulencia de un avión o el habitante de una isla ante la amenaza de un huracán. Pero una película, una montaña rusa o una mansión embrujada de Halloween son cosas posibles de eludir en cuanto se hacen insoportables. Son temores elegidos a los que nos sometemos por voluntad propia.
El miedo existe desde que existe el hombre. Agua que se convierte en sangre, fuego que llueve del cielo, plagas que se lo llevan todo. Coros de ancianos que invocan reyes para que salgan de sus tumbas. Mujeres que asesinan a sus hijos y rondan para siempre como almas en pena. Está en la Biblia, en la antigüedad de los griegos y en la tradición latinoamericana. En las siete plagas de Egipto, en las tragedias de Esquilo y en La Llorona.
En el siglo XII, El Vaticano llamó herejes a todos los disidentes del catolicismo. Los condenó, los persiguió y se inventó la Inquisición. Los detractores de la fe se volvieron brujas y demonios, y el terror encontró una de sus más grandes inspiraciones. Al poco tiempo se hizo literatura. Un Satanás grotesco, de tres rostros y seis pares de alas, en La divina comedia de Dante. O uno más complejo, vengativo y al tiempo despojado de vileza, en Paraíso perdido, de John Milton. Vampiros inventados por John William Polidori, que se ahuyentaban con rezos. Monstruos hechos con partes de cadáveres que cobraban vida entre la alquimia y la ciencia en las novelas de Mary Shelly. El miedo estaba en la muerte, el terror en la religión.
Llegó, entonces, la Revolución Industrial. Los sueldos era miserables, las jornadas, larguísimas, y la vida, imposible. Todos necesitaban evadirse, perderse entre mundos fantásticos más horrendos que el suyo. Olvidarse de sí mismos aunque fuera solo por momentos. Aparecieron los Penny Dreaful: Drácula, El hombre lobo, Sweeney Todd. Folletines que se vendían en la calle por centavos. Ficciones de terror escritas para el pueblo y no para la burguesía. Pero duraron poco. Los gobernantes resolvieron prohibirlos, alegaban que incitaban a la violencia.
Comenzaron las guerras y llegaron los fantasmas, nació el cine y pudimos verlos. Frankenstein en 1910, cuando todo era mudo. Drácula, La Momia y King Kong, en 1940, cuando los monstruos tenían la potestad del pánico. El cambio de década hizo del hombre el responsable del miedo. Enloquecido, irracional, asesino en serie. Torturador despiadado que acuchillaba a sus víctimas sin misericordia. Psicosis, El resplandor, Halloween. Marion Crane desangrándose en la ducha, Jack Nicholson persiguiendo a su familia con los ojos desencajados, Michel Mayer con un cuchillo carnicero en la mano. Homo homini lupus, dijo Hobbes, el filósofo. El hombre es el lobo del hombre.
¿A qué más temerle? A lo desconocido. A lo que no tiene explicaciones ni puede verse. A lo sobrenatural. A morirse y no darse cuenta, como en Sexto sentido. A la muerte sistemática y sin razón aparente, como en El Aro. A que los muertos sigan entre los vivos, como en Los otros; o a que se adueñen de sus cuerpos, como en El exorcista. Temerle, también, a que el miedo, que sabemos controlado por la certeza de su ficción, resulte real y se convierta en pánico. A que los zombies, los vampiros y los endemoniados posesos realmente existan. A que los miedos obsoletos y archivados reaparezcan y sigan latiendo.
Y en eso vamos. The Walking Dead, la serie de televisión emitida por AMC, revivió el miedo caduco a los muertos vivientes. Penny Dreadful, de la cadena británica Showtime, trajo de vuelta a todos los monstruos de las historias de centavo que prohibieron en el siglo XIX. Stranger Things, de Netflix, es una de la series más exitosas de este momento y revive, a través de referencias, todo lo que aterrorizó en los 80. Niños misteriosos, monstruos, llamadas con estática y juegos para comunicarse con el más allá. El miedo es miedo, es eterno y es cíclico.
Fotos: Cortesía Netflix y FOX.