No sé dónde están
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Una vez salí del colegio, no los volví a ver. Es imposible saber si ellos me recuerdan. Me pregunto por la última imagen que tienen de mí. Soy sincero: debe ser la del matoneador, el reaccionario, el que encontraba fácil un motivo para ofender. A los taciturnos, a los introspectivos. A los que les iba bien en matemáticas.
Yo, muerto de la envidia, de lunes a viernes buscaba el lado para amargarles la vida. Por eso pido perdón a todos.
El origen de mi matoneo
Soy hijo de un papá maltratador. Fui formado en colegio católico, de solo hombres. El aula era una vía de escape para mi impotencia casera. Yo era uno de los muchos matoneadores del salón.
Mi colegio fue una lucha de egos, a ver en clase quién reducía más al otro. Había dos dinámicas:
1. Matoneador matoneaba al compañero tranquilo.
2. Matoneador hacía el día imposible a otro matoneador.
Mi bajeza se resume en este episodio: una mañana, la mamá de un compañero con labio leporino fue al colegio a hablar conmigo. Ni siquiera sus palabras, su indignación y sus consejos cambiaron mi actitud destructiva.
Merecí (o merezco) un castigo
Yo no sé si la vergüenza que me produce reconocer lo que fui sea condena suficiente. Sí, considero que merezco más. No hablo de hacer trabajo comunitario o trabajo forzado. Desconozco un castigo ejemplar que estén a la altura de mi actitud tóxica y cruel.
A todos los que dañé con mi pésima actitud, el día que me los encuentre prometo pararlos en la calle. Pararlos para mirarlos a los ojos y decirles que estoy arrepentido por lo estúpido que fui.
Estudiar en un colegio católico empeoró todo. La institución de la que me gradué se encargó en reforzar estereotipos de género. Es decir, en ese espacio yo reforcé ideas sobre ser hombre en Colombia:
hombre es el que la monta para que los demás lo aplaudan,
hombres es el que se las arregla para pisotear al que considera ingenuo.
Hombre es el que se jacta de haber estado con muchas mujeres.
Es el que no se le sale una lágrima porque los machos no lloran.
Con toda esa información encima, yo duré más de la mitad de mi vida (hoy tengo 31 años). Por suerte, la universidad y la madurez me replantearon la forma de relacionarme con los demás.
Despedida
Por todo lo dicho, pido perdón a los gordos, a los flacos, a los compañeros con gafas, a los blancos, negros, a los de anteojos, a los gays, a los de estatura distinta a la mía, a los que no les gustaba el fútbol. Mejor dicho: a todos los que conocí en mi adolescencia. Porque seguramente los maltraté en algún momento.
A todos ellos perdón por haber sido tan estúpido.
Foto: Istock.