
Mi papá, Alirio Alberto Galvis Blanco, fue un hombre bendito entre las mujeres, siempre. Nació en una familia de tres mujeres, y tuvo, después, seis hijas. Empezó sus estudios en un internado en Tunja y a los 14 años ingresó a la Escuela Militar de Cadetes del Ejército Nacional a cursar sus estudios de bachillerato e iniciar su carrera militar. Llegó a ser Teniente Coronel del arma de Caballería, así que nuestra vida transcurrió en un ambiente militar en diferentes ciudades y países: Barranquilla, La Guajira, Ipiales, Estados Unidos y finalmente Bogotá.
Recuerdo muy bien lo que sucedía en mi casa cuando sonaba el Himno Nacional. Mis hermanas y yo nos poníamos de pie frente al televisor para entonarlo. Mi papá, orgulloso, cantaba junto a nosotras. El respeto por la institución era palpable en mi casa.
Tuve una relación entrañable con él a pesar de que falleció muy joven a causa de un cáncer de páncreas. Esa relación especial fue desde el nacimiento. Él pensó que había nacido, por fin, su niño, y para él yo fui su nene desde ese día. Nuestra relación fue muy estrecha, incrementada por el nacimiento de la hermana que me sigue, que generó muchos celos en mí, ya que mi mamá debió concentrar mucho afecto en ella y en mis otras dos hermanas pequeñas.
Yo me refugié en mi papá, me apegué fuertemente a él. Me daba el almuerzo, me ayudaba a hacer las tareas, estaba muy pendiente de mí, aún hoy está conmigo como parte de mi vida. Era muy dulce. Aunque físicamente lucía imponente y recio, encarnaba la figura del padre con autoridad pero con una sensibilidad y dulzura inmensas.
Mi mamá ha mantenido esa figura de mi padre y hoy puedo decir que tengo una prolongación de él en la mejor mamá-papa del mundo.
Foto: Daniel Álvarez
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