«El Atlético Nacional es mi gran amor» Carlos Raúl Yepes, presidente de Bancolombia
¿Cómo es el lunes de un banquero?
Sigue a Cromos en WhatsApp¿El lunes? Para mí es el día más complicado de todos. Al anterior presidente del banco le preguntaba por qué el comité de presidencia era el lunes, cuando toda la gente todavía viene oliendo a cloro de piscina, a caballo, a vaca. Yo el lunes en la mañana trato de no programar reuniones, precisamente para aterrizar. El lunes después de mediodía, con todo, pero la mañana la cuido y se la cuido a todo el mundo. Me he dado cuenta de que así me funciona.
¿Lo más difícil de su trabajo de banquero?
Lo más duro de un trabajo de estos son las presiones, porque no son las normales de una empresa. Una organización como Bancolombia atraviesa lo que se hace en el país. Por ejemplo, en estos días estábamos en negociación de la convención colectiva, y yo decía «¿Qué pasa si Bancolombia va a huelga?». La respuesta: se para el sistema de pagos del país. El 42 % de las transacciones financieras en Colombia se hacen por Bancolombia, entonces ¿qué hace uno si no puede pagar nada, ni sacar efectivo?
¿Cómo escapar del estereotipo del banquero arrogante?
Yo hago todo lo contrario, y me va mejor. Si usted pregunta cómo se imagina un banquero, ellos dicen que es un señor muy elegante, engominado, con pañuelito de seda, reloj costosísimo con punta de diamante, y yo no soy nada de eso. Yo les digo: «Hermano, lo describe mal, ese no soy yo, no me gustan las ostentaciones».
¿Hoy qué marcas lleva puestas?
Yo no sé. (Se levanta de la silla y comienza a buscar las etiquetas de la ropa que lleva puesta.) Mi camisa blanca creo que es Tommy; el saco negro, de Banana Republic, me lo regalaron; los zapatos son de Arturo Calle, y el pantalón creo que es de Zara. (Hace una especie de contorsión para tratar de mirar la etiqueta en la pretina en su cintura.)
Le creo que es de Zara, para no desvestirlo.
De todas maneras me vas a empelotar y no me voy a dar cuenta. (Sonríe.)
¿Usted liberó a sus banqueros de la corbata?
Yo creo que sí, pero hay que saberlo decir bien. No prohibí la corbata, a la gente le permitimos ir al trabajo como mejor se sienta, obviamente con unas reglas.
¿Cuándo usan la corbata?
Hay varios momentos. Por ejemplo, cuando hay cosas de gobierno, ciertos clientes, los banqueros de inversión son felices de corbata cuando vienen de Nueva York, entonces me les pongo corbata para que se sientan tranquilos, pero de resto en ropita de trabajo.
Por lo que le oí decir en el Congreso de Publicidad, es muy autocrítico con la banca. ¿Cuál es el mayor reparo a su medio?
Yo creo que la arrogancia y la falta de conexión con la sociedad. A mí eso me preocupa, la imagen de que hay que conseguir plata a la lata, como sea, y realmente el pensamiento es diferente. Aquí la rentabilidad sigue siendo muy importante, lo que cambió fue el concepto de rentabilidad. La cuestión no es si ganamos un billón de pesos, sino por qué nos ganamos un billón, qué estamos generando, la gente por qué cree en lo que hacemos. De eso se viene un montón de cosas. Yo fui abogado del banco, y les digo: «Ojo con la gente que entra en dificultades económicas, nadie quiere quedarse pobre, perder la casa y el carro, sacar los hijos del colegio, renunciar a la póliza de salud». Nosotros tenemos que conectarnos con ese hecho, por eso trabajamos más con antropólogos, sociólogos y psicólogos que con abogados. Tratamos de entender por qué a las personas les pasan esas cosas, así ayudamos, eso es lo que se llama cobranza digna.
¿Al final el resultado es mejor?
Mucho mejor. Imagínate que la otra vez tuvimos un estudio antropológico, que nos decía que el 97 % de las personas que entraba en dificultades económicas se demoraba más o menos tres años saliendo. Para mí ese dato fue sorprendente. Yo para qué voy a demandarlo, en un proceso de cinco años, en unos juzgados que no funcionan, hacerle la vida imposible y perderlo de por vida. ¿Yo por qué no mejor le ayudo a salir adelante, y así cuando usted pueda pagar me va a pagar a mí de primero, y cuando se acuerde de que yo le ayudé, se va a quedar conmigo? Entonces es la forma de acercarse a los problemas, rompiendo paradigmas… y eso que soy abogado.
¿Hoy hay que ser más filósofo y antropólogo para entender el negocio?
Uno de los profesores más famosos que hay en Harvard en este momento, que escribe en Business Harvard Review, se llama Scott Anthony, dice: «Es hora de que los negocios vuelvan a ser humanos». Lo que menos hacemos los seres humanos es ser humanos, y eso no lo entendemos. Nosotros no estamos haciendo nada distinto que activar la dimensión humana en la gestión empresarial, eso parecería obvio, pero no lo es.
«Casi me voy de sacerdote»
¿Llamarse Carlos Raúl tiene algún significado en su vida?
Mi mamá cuenta que había un amigo de ella que se llamaba Carlos Raúl, y a ella le gustó ese nombre, por eso les puso a todos sus hijos nombre combinado. Somos Carlos Raúl, Álvaro Javier, Diego Fernando, Sergio Ignacio y María Claudia. (Sonríe.) El mío no es un nombre muy común. Por mi pasión por el fútbol, me suena a veces medio argentino. Es una combinación rara.
¿Su papá qué quería que fuera?
Nosotros vivíamos muy bueno porque mi papá era músico, director del Conservatorio de la Universidad de Antioquia, y tenía su librería musical. Los fines de año me iba a trabajar con él. Si uno entendiera la pregunta «¿qué clase de profesional quería mi padre que yo fuera?» no sabría decirlo, pero si lo entendiera como qué clase de persona, lo tendría claro. Lo que soy y son mis hermanos. Mis papás eran muy exigentes. De hecho, cuando estábamos pequeños, me acuerdo de que mi papá, mientras todo el mundo salía a vacaciones a jugar fútbol y a pasear, él nos ponía a hacer un plan de trabajo para las vacaciones. No podíamos levantarnos después de las siete de la mañana. Las vacaciones eran para cambiar de actividad, no para no hacer nada.
¿Cómo se llamaba su papá?
Jairo Yepes, y murió en el 2000 de un infarto. Yo me iba a estudiar a Estados Unidos seis meses, y nos estábamos despidiendo en una finca de Santa Fe de Antioquia con toda la familia, y ahí le dio un infarto fulminante.
¿De niño qué quería ser?
Tal vez me empezó a gustar ser piloto, entonces sacaba manuales de carreteo y cosas de esas en la biblioteca del colegio, pero me llamó un sacerdote a decirme que cómo iba a ser piloto, que yo podía hacer muchas cosas. Seguro me veían características de jesuita. Influyó haber estudiado toda la vida, los doce años con los jesuitas en el Colegio San Ignacio de Loyola.
¿Probó algo más aparte de ser piloto?
No, me gustaba el Derecho. Por la característica social, siempre he tenido muy marcada esa visión social de la vida, muy jesuita. El ser humano es un ser al servicio de los demás.
¿Por qué no fue jesuita?
En quinto y sexto de bachillerato casi me voy de sacerdote jesuita, pero a mí me gustaba la idea de casarme, siempre me lo soñé, era como Susanita el personaje de Mafalda, que a toda hora hablaba de matrimonio y de hijitos.
Algo inolvidable de la educación jesuita.
Dos cosas que hago en mi vida profesional y personal. Ignacio de Loyola recomendaba pararse a pensar. Lo segundo, muy de las herramientas de los jesuitas, es el examen general. Yo no me acuesto sin revisar un poco qué pasó en el día, qué pude haber hecho mejor, qué deje de hacer.
De joven, ¿su héroe favorito?
Si hablamos de las tiras cómicas, más que un héroe, una heroína. Mafalda, me encantaba. Era la expresión social de lo humano, me sentía identificado con lo que decía.
Y ahora, con lo de los cincuenta años, uno la relee y nunca deja de ser vigente.
Resulta paradójico que nunca haya existido un superhéroe que sea un banquero. Por ahora los banqueros están de villanos. No nos vayamos muy lejos, acaba de salir el barómetro de confianza en el mundo, y los menos confiables son los abogados y los banqueros. Y yo soy abogado y banquero, entonces imagínate.
¿Cuál era su plan favorito a los 18?
Eran dos cosas, el estadio y salir, me gustaba la noche. Yo salía los viernes a las ocho de la noche y volvía los sábados en la mañana. Las fiestas terminaban a las tres de la mañana y yo seguía buscando músicos en la 70, y comprábamos media de aguardiente, abríamos las puertas del carro y nos daban las ocho de la mañana, no me gustaba entrarme.
¿Alguna locura memorable de esas parrandas?
En una ida a Manizales, después de estar todo el día parrandeando, nos chocamos. En el pare más grande que había a la entrada de Manizales seguimos derecho y nos chocamos. Afortunadamente no le pasó nada a nadie y del carro con el que nos chocamos solo salía gente. Eran como diez personas todas apeñuscadas. Cuadramos como en 50 000 pesos con el dueño del carro, y seguimos en el carro chocado y nos fuimos a bailar otra vez.
¿Qué carro tenían?
Un Renault 12 verde, con placa de Pereira, HL 1723, nunca se me olvida. Lo charro es que el radio de nuestro carro que tenía casete era un sinfín, el casete cambiaba solo, eso era lo último que había en tecnología. Y grabé un casete con el himno del Nacional no más. Entonces, lo poníamos a las dos de la mañana y oíamos la misma canción toda la noche hasta las seis.
«Yo vivo vigilado»
¿Zurdo o derecho?
Derecho.
¿Alguna vez quiso ser jugador de fútbol?
No, era tan mocho que no me iba a ilusionar con eso. Por eso iba tanto al estadio y era todo en función los partidos y la barra, todo para ver el fútbol y vivirlo. Me gustan ambas cosas, pero no soy hincha de televisión, soy hincha de baranda y tribuna. Lo mío no era jugar el fútbol. Lo mío era verlo y disfrutarlo como lo hago hoy todavía.
¿Cuándo comenzó esa fiebre por el fútbol?
Toda la vida, desde mi papá. El recuerdo más lejano que tengo en mi vida fue un partido de Nacional en Brasil con Belo Horizonte, hace muchísimos años en una Copa Libertadores. Hubo un golazo de Hugo Horacio Lóndero, y yo a los ocho años tenía un radiecito anaranjado, y me acuerdo de que estaba oyendo el partido.
¿Sigue siendo hombre de oír radio?
Yo siempre he dicho que el radio es mi mejor amigo porque me habla cuando yo quiero, o sea, yo lo prendo a la hora que quiera, me habla de lo que yo quiero, lo pongo en música o en programa de variedades. Me entretiene, no me echa cantaleta y lo puedo apagar.
¿Su afición por Nacional desde los ocho años no ha parado?
De ahí no he parado y espero no parar. Inclusive, esta semana vi por ahí una idea buenísima, en Brasil precisamente, los hinchas de un equipo de fútbol compraron un terreno para tener un cementerio para ellos no más. Me pareció una bacanería… Vamos a ver si los hinchas de Nacional somos capaces de tener el cementerio para que nos encontremos allá y para que todas las bobadas que no hicimos vivos, las hagamos muertos. (Sonríe.)
¿Y cómo le va con las barras?
Yo en el estadio soy un hincha común y corriente, soy muy amigo de Andrés Felipe Muñoz, el presidente de Los Del Sur, hablo con los muchachos de las barras, hablo con los vendedores. A mí eso es lo que me gusta y lo disfruto. Voy a las cabinas y hablo con Ubéimar Muñoz, con Gilberto Arenas, que saluda en el Carrusel deportivo a César Augusto, eso es lo que me gusta, el fútbol en movimiento, el fútbol en acción, el fútbol donde me mojo.
¿Y no se le ha pasado por la cabeza hacer algo dentro de Nacional?
En Atlético Nacional me dijeron que si quería ser del comité, pero mi señora me dijo: «¿Te vas a ir a trabajar los domingos al estadio?». Ya me imagino a la gente reclamándome: «¡Yepes, mira ese mocho, la contratación no ha funcionado!». Me gusta ir al estadio a gritarles a todos, a los directivos, a los árbitros, a los de la Dimayor y al equipo contrario. Yo así me desahogo.
Para su esquema de seguridad el tema del estadio debe ser estresante.
Sí, porque me les pierdo. Yo veo un gol y eso me abrazo con todo el mundo, o veo una bandera o una camiseta y me voy a comprarla sin decir nada. No soy consciente de la seguridad porque no estoy «empeliculado». Ellos son abonados como yo, entonces mi señora dice que menos mal me gusta el fútbol y no voy con los escoltas entrando así a la opera.
Por su cargo, ¿qué es lo más incómodo con tanta seguridad?
Para mí, en el sentido de seguridad, todo, porque no estoy acostumbrado. Yo vivo vigilado en mi casa, está llena de cámaras por todas partes, perdí la intimidad. Si voy en el carro, voy con gente siempre, entonces no tengo libertad para hablar. Cosas tan sencillas y tan humanas, como que mi mamá me diga: «¿Mijo, cómo amaneció?». Entonces uno, bien enfermo, empieza a describir delante de todo el mundo su maluquera. Yo por eso no voy a centros comerciales, al único sitio público que voy es al estadio.
¿Tiene un lugar donde se sienta relajado?
Tengo dos lugares donde me siento feliz. Uno es aquí en mi casa en Medellín, que la disfruto muchísimo. Y el segundo es un apartamento pequeño en Cartagena porque paso desapercibido. Acá donde estamos conversando me vengo por las mañanas, pongo música y me pongo a leer. Aquí hay mucho bosque nativo. Me llegan guacharacas, faisanes, gatos, perros, alcaravanes. Hay mucha fauna acá en la unidad y yo soy feliz, tengo diversos ambientes o me voy para Casa verde.
¡¿Casa verde?!
Sí, a veces me preocupaba ponerle Casa verde porque tiene una connotación muy fuerte de lo que significó el templo de la guerrilla, pero ¡ah!, a mí me gusta Casa verde y no tiene nada que ver; para mí, más que mi casa, es mi castillo. No importa lo que diga la gente, es un cuarto dedicado al Atlético Nacional y al fútbol. La verdad, cuando nosotros fuimos a construir la casa, lo único que le dije a mi señora fue: «Quiero tener un espacio para mí, dedicado al fútbol, el resto de la casa, lo hacés vos».
¿Cuál fue la primera pieza que entró en Casa verde?
La primera cosa que puse fue una camiseta de Andrés Escobar. Cuando yo trabajaba en Uniban, hace más de veinte años, Uniban patrocinó una gira de Nacional por Centroamérica y jugaron con el Alajuelense de Costa Rica. Entonces en esa época ya tenía mi pasión por el fútbol.
¿El objeto más exótico que tenga?
Una réplica de la Copa Liberadores, es una hermosura, es lo que más disfruto. Eso fue un cuento, porque precisamente Los Del Sur, la barra más poderosa de Nacional, tenía una réplica. Pipe, su presidente, y yo somos muy amigos, y le dije a Pipe: «Decime dónde la conseguiste». Hasta que lo apreté un día y me dio los datos, y efectivamente la compré en Argentina en Buenos Aires, está hecha del mismo material: metal, madera, polímeros. La copa tiene 95 centímetros y pesa nueve kilos, igual que la original.
¿Lo último en ingresar a su colección?
Me dieron mucha alegría las camisetas de Falcao y James.
¿No sería usted mejor en el fútbol que de presidente de un banco?
Lo que pasa es que la visión mía de la vida me permite entender el fútbol como el trabajo en equipo. Por eso es que me gusta tanto el libro de Los 11 poderes de un líder, de Jorge Valdano.
«En cuatro años llevo siete hospitalizaciones»
¿Un mal negocio en su vida?
Pues toda la vida he sido muy rebuscador. Una vez, muy joven, con un amigo pusimos un cambiadero de aceite a domicilio para que las señoras no tuvieran que llevar el carro, pero el negocio duró un día porque con la plata que teníamos compramos un Simca para llevar a domicilio el aceite. Y la persona que empezó a manejarlo, el primer día, estrelló el carro y se tiró el negocio porque eran nuestros ahorros. Ese negocio duró un día, nos tocó sacar un mecánico, alcanzó a hacer dos domicilios en la mañana, y por la tarde ya estábamos indemnizándolo, no teníamos carro y ya teníamos el primer reclamo por dejar manchas de aceite en un garaje. Nos tocó trapear, echarle aserrín, y hasta ahí llegó el negocio. (Sonríe.)
¿Algo que haya aprendido?
Una cosa bien hermosa que haya aprendido, la aprendí en un programa que tienen los Hermanos Lasallistas en Yopal. Son 200 muchachos de zona de conflicto muy pobres pero con mucho talento. Uno de ellos, Ronald, se me acercó un día para decirme: «Don Carlos, ¿usted sabe que aquí tenemos unas reglas de oro? Y la que más me gusta es la de “Vales lo que vale tu palabra”».
Todos tenemos problemas en el corazón, pero creo que los suyos son de verdad serios. ¿Qué pasó con su corazón?
En esa época yo estaba en el banco y tenía 34 años. Era el director jurídico del BIC, porque todavía no era Bancolombia. Yo me sentía como ahora, cansado. Era asintomático, no me dio infarto ni nada de eso. Pero, por un hermano que tuvo una isquemia, yo tenía desde hace cinco meses la orden para hacerme un chequeo ejecutivo, pero no lo había hecho por falta de tiempo. Ahí me encontraron las arterias tapadas, y a los tres días ya estaba operado, me sacaron la dos mamarias, la safena y la radial, esa fue la primera.
¿Esa vez qué le hicieron?
Se llama revascularización, operación a corazón abierto, como la de la gorda Fabiola. Yo digo que no me debían dar millas de avión sino millas en la cama de la clínica, por lo que entro a toda hora. No sé cuántos centímetros de cicatriz tengo, todo mi cuerpo está rajado. En los cuatro años que llevo, ya tengo siete entradas a la clínica. Todas han sido hospitalizaciones de diez días. Dos pancreatitis, peritonitis, colectomía, colostomía.
¿Todas esas enfermedades de qué dependen?
Te lo voy a decir así de sencillo, del estrés. No es de otra cosa aunque haya una condición física. Desde que me operaron del corazón tomo muy poco trago, si acaso un vino, y trato de hacer ejercicio. Yo quiero mucho la gente, la vida, mis amigos, y valoro cosas muy pequeñas, no necesito de cosas ostentosas. Me pueden decir que me voy a Dubái, pero yo soy feliz en Tolú en una playita donde tengo tres pantalonetas y tres camisetas.
¿Le cambió la vida?
Totalmente. Esa fue la primera, pero no ha sido la única vez que yo he estado cerca de la muerte. Entonces, uno tiene una visión de la vida muy diferente, uno aprende a apreciar las cosas sencillas, aprende a ver lo que otros no ven, a escuchar lo que otros no escuchan. Yo disfruto saber que me estoy tomando un jugo de lulo o de maracuyá, lo disfruto muchísimo.
Entonces, ¿le bajó el ritmo?
No, ese es el gran error. En vida no hay malos ejemplos, todos son buenos ejemplos de lo que se debe hacer y de lo que no se debe hacer. Yo en muchas cosas soy un buen ejemplo de lo que no se debe hacer. No le bajé el ritmo, y no se lo sigo bajando y me sigue preocupando, y ahora más. El gran error es que no sé decir que no, entonces a todo el mundo le digo que sí, puede ser una conferencia, para asistir a una reunión, para estar en una junta, que me llamó el alcalde, y a todo el mundo le digo que sí, y eso me está perjudicando.
Decía usted que a veces parece un cajero automático. ¿No se cansa de trabajar así?
Me canso. Fíjate que todo tiene un hilo conductor. Soy una persona que no sabe decir que no, que le gusta estar en contacto con la gente, por eso el espacio para sus propias cosas es muy escaso. A veces reniego, digo: «¡Va la madre, no quiero más!». Pero un sentimiento de responsabilidad me lo impide. Peor es ser un cajero dañado. Ese es el error, soy un cajero mientras funcione, ¿pero cuando no funcione qué va a pasar? Lo reemplazan al otro día, esa es la ley de la vida. De hecho, toda mi vida he trabajado por ser el más prescindible de toda la organización.
Para alguien que es líder y maneja la oratoria y los resultados como usted, ¿no le da tentación meterse en la política?
Me gustó la política cuando estaba en el colegio, estuve en el consejo estudiantil, sentía que tenía ese liderazgo. Una cosa es ser político y otra es hacer política. Uno, como presidente de una organización de estas, tiene la obligación de hacer política, de hacer propuestas como políticas públicas y de participar de lo público, de participar de la política. Lo que pasa es que, cuando hablamos de la política, se confunde con los políticos. Yo hago política porque pienso en el interés general, yo no quiero ser ni político ni funcionario público.
¿Por qué no? ¿De pronto, por la mala imagen del político?
Seguramente, puede ser eso, que no me veo en la representación que acá uno conoce, pero creo que es más por ese grado de exposición que uno tiene en lo político. Para mí lo más importante es haber construido un patrimonio moral, más que un patrimonio económico. Y en el mundo político los patrimonios morales se pierden con mucha facilidad, está muy expuesto uno a malas interpretaciones, a la duda, a la burla, al insulto. Yo no me siento capaz de ser político, pero sí de hacer política, y la hago con frecuencia.
Para una amiga ciega el mundo se divide entre los que ven y los que no ven. Para usted, ¿cómo se divide el mundo?
El mundo se divide entre los que respetan e irrespetan.
¿En quién cree?
Soy muy apegado a Dios, a la amistad, al amor. Me muevo entre la fe y el amor de mi familia y el amor de mi señora, mi mejor confidente. Llevamos juntos 23 años, se llama Gloria Cecilia. Puedo quedarme conversando con ella horas y horas.
Hablando de amor, si no hablamos de su mamá, no nos va a perdonar a usted ni a mí. ¿Cómo se llama su mamá?
Lía.
¿Qué edad tiene Lía?
Mi mamá tiene 78 años.
¿Sigue siendo el centro?
Sí. Vive muy bien, ordenada, arregladita, muy vanidosa, totalmente lúcida. Yo trato de estar con ella los fines de semana. Uno siempre va a tener un cordón umbilical con las mamás. Yo la tengo que llamar todos los días antes de las nueve de la mañana, porque si no la he llamado empieza a preguntar en qué clínica estoy.
¿Cuántos años tienen sus hijos?
María Luisa tiene veinte años y estudia Economía, y Santiago tiene 18, estudia Ingeniería ¡y es del Medellín!
A un fanático del Nacional, ¿cómo le sale un hijo hincha del Medellín?
Nosotros nos íbamos a misa todos los domingos, y dejábamos los hijos con los suegros, y mi suegro es hincha del Medellín, y ahí perdí al muchachito. (Sonríe.)
¿Ya cumplió los cincuenta?
Los cumplí en mayo de este año.
¿Algún propósito para después de los cincuenta?
¡Muchísimos! Uno es que quisiera estudiar Filosofía, me gustaría ir a vivirla. Otro propósito muy grande es que aspiro que Bancolombia sea mi última vinculación laboral; no de trabajar, sino que pueda dedicarme después al tema de cultura ciudadana. Me gustaría, ya sin la responsabilidad de un banco, trabajar en lo social, a mí me gusta, como dice el papa Francisco, «ir a las fronteras, en los límites, allá donde dicen que es maluco, donde uno es capaz de hacer otras cosas con la gente».
¿Esos no son pasos hacia la Alcaldía?
¡No! ¡Ese Jairo! ¿Vos supiste que Martha Lucía Ramírez me invitó a ser fórmula vicepresidencial de ella? Acá entre nos, espero hacerme a un ladito, yo no me quiero jubilar en el banco, porque nunca en la vida he querido ni poder, ni plata. Plata tengo la que he conseguido con mi trabajo, y poder el que aspiro administrar bien, pero de resto quisiera volcarme en los temas sociales. Me interesa la construcción de las ciudades, con tanta necesidad que hay.
¿Qué olor le gusta?
El del eucalipto o del pino verde.
¿Un color?
El verde aguamarina.
¿Un gusto gastronómico?
Me gusta un buen chicharrón con una buena arepa.
¿Una manía?
La limpieza y el orden. El fin de semana a mí me dicen Zoila porque en la casa los hijos son desordenaditos y yo soy la que se la pasa recogiendo, lavando y doblando cosas.
¿Una frase que repita mucho?
Tengo una frase con la que me identifico y la pienso todos los días. Te va a sonar muy cliché, es la canción de Mercedes Sosa: «...que lo injusto no me sea indiferente».
¿Cuánto pesa?
Peso 79 kilos. Acá me dicen anoréxico, que porque me peso tanto. La señora, los hijos, los amigos dicen que yo a toda hora digo que estoy gordo.
¿Por qué se pesa tanto?
He recibido muy mal ejemplo de los compañeros del colegio que son muy barrigones, y no me quiero ver barrigón. Me molesta sentirme descuidado físicamente.
¿Compra algo compulsivamente?
Boletas para fútbol. (Sonríe.)
Algo que le guste contemplar, además de buenos estados financieros.
No, esos no me gusta contemplarlos. (Sonríe.) La naturaleza, un buen paisaje.
***
«¡Anigozanthos!». Mientras apagaba la grabadora, aquella palabra me tomó por sorpresa, mucho más después del silencio del punto final. En medio de esa quietud compartida entre aquel que espera despedirse y el otro que espera que se despidan, mi entrevistado dijo en voz alta con cierta vehemencia, «¡Anigozanthos!». Expulsó esta extraña palabra como un conjuro de Harry Potter. Cuando empezaba a creer que además de banquero era brujo, mi anfitrión con una sonrisa aclaraba la situación; por fin se acordaba del nombre de las flores de su jardín que me habían gustado, unas especies de colas de pavo aterciopeladas, con pintas amarillas y vino tinto. «Después te mando —concluía— unas maticas».
Fotos: Luis Escobar