Escuela de Artes y Oficios Santo Domingo. / Fotos: David Schwarz
"Florencia es un inmenso lago sumergido en las tinieblas”. Así abrieron las noticias italianas el 4 de noviembre de 1966. Era día feriado y los florentinos celebraban 48 de años de haber vencido a los austriacos, durante la Primera Guerra Mundial. Las tiendas estaban cerradas, igual que los museos y las oficinas públicas. Los funcionarios descansaban en sus casas y los comerciantes habían salido de viaje. No había nadie que alertara de las lluvias, de la furia del río Arno, ni del barro que se tragaba la ciudad.
En menos de 12 horas, el agua alcanzó los cinco metros de altura. Treinta y cinco personas murieron y el resto escapó, a los techos de sus casas, esperando lo peor. En la basílica de Santa Croce, el barro arrancó de su lienzo el Crucifijo de Cimbaue, y en el Museo de la Ópera del Duomo, la madera de la Magdalena Penitente, de Donatello, se llenó de moho. A la cuna del renacimiento se la llevó el río.
Fueron, por lo menos, 1.500 obras de arte dañadas. Siglos enteros de historia y cultura perdidos entre la podredumbre de los escombros. Entonces, aparecieron los ‘Ángeles del barro’, un grupo de voluntarios que pasaba los días cavando para rescatar cuanto fuera posible. Tras ellos iban los ebanistas y obreros revolucionando sus propias técnicas para reconstruirlo todo.
Sigue a Cromos en WhatsAppFue así como Renato Olivastri se convirtió en restaurador. Trabajaba como carpintero y mecánico cuando Andrea Cipriani le propuso ser parte de su taller y sumarle un par de manos a la contingencia. Lo hizo su pupilo y luego le heredó su escuela. “Me apasionaba recuperar la técnica antigua y volver a una forma más artesanal de hacer las cosas”, dice. Hoy tiene 60 años y lleva más de 40 restaurando pinturas, muebles y objetos con incrustaciones.
Olivastri fue uno de los maestros invitados por la Escuela de Artes y Oficios Santo Domingo para restaurar, durante un taller de cuatro semanas, varios muebles de madera de los museos Colonial, Santa Clara y Quinta de Bolívar.
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Hace un siglo, un mueble podía costar lo mismo que una casa. Era único y cargaba su propia magia, el punto final de un proceso largo y obstinado que comenzaba con el secado natural de la madera y terminaba con el tallado manual de sus adornos. Un armario era una obra de arte.
“Eso se ha ido perdiendo con los años”, dice Laura Mejía, directora ejecutiva de la escuela. Ahora se fabrican en maquila, en procesos acelerados e industriales que reducen costos e inundan los almacenes con muebles calcados unos de otros. “Se han ido perdiendo la entrega y la pasión con que trabajaban los artesanos, con que imprimían su huella en cada objeto y lo convertían en su reflejo”, agrega. Fue esa necesidad, la de recuperar la artesanía como forma de vida y desarrollo social, la que llevó a Beatriz Dávila y a Poli Mallarino a crear la escuela en los 90.
Actualmente, la escuela tiene más de 650 estudiantes que se especializan en la madera, el cuero, el bordado, la platería y la tejeduría. “Reciben una educación integral con conocimientos en dibujo, desarrollo de productos, historia del oficio y mercadeo. Al final del día, la meta es formar artesanos comprometidos, autónomos y respetuosos de su trabajo”, dice Laura Mejía.
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“El Urushi es como la vida: no hay blanco ni hay negro. Ambos son ilusiones”, dice la española Mireia Estopà. Habla de la savia que mana por las vetas de un árbol milenario con el mismo nombre. Una especie de miel amarilla que sirve de laca, pero también de filosofía.
El lacado urushi es un proceso, casi compulsivo, en el que los artesanos aplican, capa tras capa, esta ’savia nama’ con un pincel. Tiene más de 3.000 años y hay 200 técnicas diferentes. Sus rastros vienen desde el Paleolítico y el hombre primitivo la usaba para unir las puntas de sus flechas.
Mireia Estopà fue otra de las maestras invitadas a la escuela. Sus alumnos se iniciaron en la filosofía Urushi y materializaron sus conceptos en anillos, brazaletes y otras piezas de joyería. “Trabajamos en la búsqueda constante del equilibrio y la sensibilidad. Con rigor en la ejecución y flexibilidad en el resultado”. Para ella, la imperfección humana es el valor más grande del trabajo artesanal, ese toque imperceptible que roza de cerca el error y marca la diferencia entre lo mecánico y lo manual.
“Si uno pide a cinco artesanos el mismo objeto, cada uno reconocerá el suyo en ese trazo que no es perfecto”, dice. La producción en serie está libre de defectos y llena de funciones: la mesa para cenar, el armario para guardar, la silla para sentarse. El trabajo de un artesano, por el contrario, transmite y provoca. Conmueve y discute. Tiene vida y es arte.