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Las cicatrices de Claudia Morales

Hoy, la periodista luce con orgullo las huellas de la violación de la cual fue víctima. Hablan de una mujer valiente, fuerte, bella.

Por Natalia Roldán

23 de febrero de 2018

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Fotos: David Schwarz - @davidmschwarz

 

Una mujer mira por el rabillo de la puerta. Es su jefe. Abre. “Él” la empuja. Con el dedo índice derecho le ordena que haga silencio. Le hace preguntas rápidas mientras la lleva hacia la cama. Ella, que siempre tiene fuerza, la pierde, aprieta los dientes y le dice que va a gritar. “Él” le responde que sabe que no lo hará. La viola. Él se va. Ella se queda. Se siente culpable, aunque no lo es. Piensa en que no gritó y en el terror paralizante que transitaba por sus venas. Se imagina a esos niños que son maltratados por su mamá y, en lugar de pedir auxilio, se enroscan entre los brazos y rezan porque la golpiza termine pronto. Se reconoce indefensa, vulnerable. Lo fue durante esos minutos de pavor, y todavía lo es, porque sabe que todo, aún, puede pasar. 

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Se siente sucia y el dolor, por dentro, la recorre toda. Su cuerpo ya nunca será el mismo. Desde ese momento y por mucho tiempo, le costará volver a sentir plenitud, porque será inevitable que las imágenes de ese acto violento pasen una y otra vez por su mente, como un disco rayado. La semilla de odio que le sembró su victimario echará raíces en su interior. Crecerán a paso lento y serán dueñas de esa tristeza agobiante y ese miedo tormentoso que la motivará a guardar silencio, a tragarse el sufrimiento, a vivirlo sola.

 

Ella renuncia a su trabajo, se aísla. Busca la soledad con desesperación; es su escudo y su prisión. Siente que cualquier comportamiento la puede delatar, así que se esfuerza por mantener la máscara bien puesta. Carga con ella el síndrome del payaso triste, porque no puede permitir que la descubran. El miedo, gracias a la huida, va desapareciendo. Y ella empieza a sanar. 

 

Ella es Claudia Morales y hace unas semanas confesó haber sido víctima de abuso sexual en su columna de El Espectador. ¿“Él”? No nos importa quién es él. Nos interesa conocerla a ella, entender cómo sobrevivió a esa experiencia y qué rastros imborrables dejó en su piel. Porque ella no es solo ella. Ella es símbolo de muchas otras que sufren en silencio. Ella representa a esas 18.147 mujeres que fueron agredidas sexualmente en Colombia el año pasado y cuyos casos tienen una probabilidad de impunidad del 95% (de acuerdo con cifras de Medicina Legal). Ella es todas nosotras, vulnerables en medio de una sociedad machista y permisiva. Ella, incluso, es la voz de ellos, que también son violados pero que por miedo a ser tildados de ‘maricas’, ni siquiera se atreven a denunciar. 

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Ella

 

“Tengo 44 años y estoy formada a punta de cicatrices que, en lugar de hacerme sentir fea, hacen que me vea bonita frente al espejo. Yo soy, primero y antes que todo, mamá. Soy hija única por fuerza del destino. Soy esposa. Soy amiga. Soy mujer, con todas las cosas lindas y las complejidades que eso puede tener. Después de eso, soy periodista. Estoy hecha de alegrías, de aciertos, de desaciertos, de duelos, de caídas, de fuerza… Una fuerza que no sé de donde sale. Tal vez en eso me parezco a mi papá, quien toda la vida tuvo carácter, fue luchador y cada cosa que hizo la logró con las uñas. Mis papás me criaron con la idea de que tenía que ser responsable y disciplinada para hacer una vida productiva y digna. Yo todo lo que hice en mi carrera lo logré sin una palanca. Necesitaban practicantes para la Unidad Investigativa de TvHoy, yo les caía. Yamid Amat buscaba un reportero judicial para CM&, yo llegaba a presentarme como cualquier ser humano. No era nadie, una niña de provincia que se quería tragar el mundo, trabajar, aprender, conocer. A mí me salió trabajo en la Embajada de Colombia en Estados Unidos, porque cubría Presidencia, y un día Andrés Pastrana me preguntó si hablaba inglés y si me le mediría a irme a Washington.

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Sí, he tenido carácter y voluntad, y la responsabilidad de no defraudar a mis papás. Pero a veces uno no sabe de dónde nace la fuerza. Cuando se mató mi hermano, yo vivía en Estados Unidos. Recibí la noticia por una llamada telefónica: 'Su hermano se accidentó, iba de copiloto y está en un área donde posiblemente no lo van a encontrar vivo'. Cuelgo, hago maleta, cojo el metro y busco un vuelo. Apenas aterriza el avión, empiezo a cuadrar el aviso del periódico, cómo se le iba a avisar a la gente, la velación, la iglesia, quién iba a dar la misa, qué música iba a sonar… Nunca me derrumbé. Actué como una autómata. Igual que cuando mi mamá me dice 'Tengo cáncer'. Le pregunté cómo se sentía, qué decía el médico, qué había que hacer… Empecé a investigar sobre la enfermedad. En ningún momento perdí el control de la vida. Tampoco lo hice cuando le dijeron que tenía metástasis y que se iba a morir en un mes. 

 

Hoy, soy una mujer que sabe que a veces hay que poner un pedazo de cuero propio para que otros lo pisen, ya que hay personas que van a valorar ese gesto que puede generar cambios en pequeños universos”. 

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Sus cicatrices

 

Ella lleva una especie de solemnidad en la mirada. Hace que se vea elegante, majestuosa incluso, pero a veces esa seriedad se parece mucho a la melancolía. Cuando sonríe, sin embargo, ahuyenta todos los pesares que la acechan, y el universo cae a sus pies. Ella no es una persona triste, pero lo ha estado. Ella no es frágil, pero un día se rompió. Y, entonces, se esfumó la fortaleza que la definía. Peleó con la religión, con sus propios demonios, con la vida. Dejó de ser esposa, hija y madre. No le quedaban alientos. Se le acumularon muchos duelos aplazados y quedó perdida. Primero se fue su hermano. Después su mamá –aunque le había pedido a Dios que la dejara un ratico más para que la acompañara en su faceta de madre–. Luego siguieron sus abuelos –quienes siempre fueron su segundo hogar– y su tío. Ella, siempre fuerte, guardó el dolor, lo amontonó y, finalmente, estalló.   

 

Sufrió una depresión profunda de la que salió gracias a la poderosa presencia de su esposo, a su trabajo en La Luciérnaga y a una psicóloga, que la invitó a desarchivar todo lo que tenía adentro. En ese momento, por fin, habló con una especialista sobre ese día devastador en el que fue víctima de abuso sexual. En ese instante entendió que haberse atragantado con ese miedo y ese dolor no había sido sano. Que el sufrimiento emocional empieza a enfermar el cuerpo. Supo, también, que debió haber ido a un médico que revisara que no había infecciones ni traumas físicos a los cuales prestar atención. Pero ya era tarde, y esa experiencia hacía parte de su vida como una sombra. 

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— ¿Ser víctima de abuso la cambió?

— Radicalmente sí. Y vi la expresión absoluta de ese cambio cuando fui mamá.

 

Le produce pánico que Isabela, su hija, pase por una situación como la que ella vivió. Por eso es clara y firme con los mensajes que le da a la niña sobre el respeto al cuerpo, el de ella y el de los demás. “Desde chiquita le hablamos con un lenguaje muy claro. No le decimos mariposita a la vagina, ni chito al pipí. El lenguaje nunca ha sido un juego. Le reiteramos: ‘Nadie puede tocar tu cuerpo, nadie te puede acariciar de esta manera’. Y le muestro cómo son esas caricias indebidas, para que lo tenga muy claro. ‘El cuerpo se puede tocar cuando uno está más grande, hay un sentimiento de amor y uno decide que eso es lo que quiere’. Cuando llega del colegio revisamos si tiene marcas o golpes de algún tipo. Es algo que tengo presente todos los días de mi vida con ella. Quizás, si las cosas hubieran sido diferentes, no sería tan obsesiva”.

 

 

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Sanar

 

Ella empezó a sanar cuando huyó. Sabe que haber tenido la posibilidad de escapar fue un privilegio que no tienen todas las víctimas. Como tampoco tienen el lenguaje, que a ella la salvó. Recurrió a las palabras para entender lo que sentía, para narrar la historia a unos cuántos conocidos muchos años después, para liberarse. Terminó de asimilar la importancia  de ‘contarse’ cuando su columna salió a la luz y muchas personas empezaron a buscarla. Le daban las gracias porque había defendido a aquellos que se habían quedado callados y le confesaban que aún no podían recuperarse del dolor que les había provocado el silencio. 

 

Hace unas semanas, el poder del lenguaje terminó de hacerse tangible. Estaba en Tumaco, en un evento de la campaña ‘No es hora de callar’, liderada por la periodista (y también víctima) Jineth Bedoya, quien trabaja con 120 mujeres de la región para ayudarlas a superar la violencia sexual. Setenta de ellas nunca habían exteriorizado su tragedia. Algunas, incluso, ni siquiera hablaban, los traumas les habían robado la voz. “Ninguna de ellas iba a conocer la justicia. Y, en ese punto, eso es lo que menos importa. Porque ya pasaron de ser mujeres discriminadas y silenciadas por el abuso, a ser mujeres con rostro y nombre, que han sido capaces de relatarse y sanar. Si uno espera a que la justicia lo sane, se jode. Ellas empezaron a curarse solas –con el apoyo de Jineth y las embajadas de Canadá y Reino Unido–, ya que han aprendido a narrar, no solo sus tragedias, sino eso que las hace felices y le da sentido a sus vidas. A través de la palabra y el lenguaje uno logra trascender. El silencio es un mecanismo de defensa, pero también de estancamiento. Una vez uno verbaliza, se libera. A través de la palabra uno reconoce a las víctimas alrededor, uno encuentra confianza y empatía para empezar a sanar”. 

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Aparte de la huida y el lenguaje, ella cree que sanó por las condiciones en las que vivió la experiencia. Ya era adulta y ocurrió una vez. Otro es el cuento cuando los abusados son niños, cuya mente no sabe como digerir que algo como eso ocurra, menos aún si pasa de manera reiterada y hay un componente de poder en el medio. “Cuando son muy pequeños, al crecer tienen muchos problemas para desarrollar una sexualidad sana y amorosa, eso mina la manera en la que se relacionan con las personas y con el mundo”.

 

El proceso de recuperación no solo es difícil por las heridas emocionales –que no se curan con agua oxigenada–, sino por la incapacidad de la sociedad para apoyar a las víctimas. “Nos han hecho creer que somos culpables de los abusos que sufrimos. Además, tenemos que cumplir con unos parámetros para que se nos considere víctimas. Si no denunciamos al instante en que ocurren los hechos y si no vamos a Medicina Legal por la muestra de semen, no nos creen y es difícil que tomen en serio nuestro caso. Y una vez nos atrevemos a hablar, nos juzgan, nos estigmatizan. A las mujeres las culpan por usar ropa demasiado sexy. A los hombres los tildan de haberse vuelto homosexuales después de la violación”. 

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El principio de todo

 

Oigo pájaros en ese mundo paralelo que veo al otro lado de la pantalla. Siento envidia. Aquí, en mi universo, el ruido de los taladros en la construcción de enfrente a veces dificulta que oiga mis propios pensamientos. ¿Esta ciudad, algún día, dejará de zumbar? Bogotá tiene un ronroneo permanente de motores y de vidas que se mueven. Allá, en cambio, Claudia solo oye pájaros. Es nuestro segundo encuentro (el primero fue en Bogotá) y los colibríes que revolotean entre las flores que rodean su casa indican que, en esas tierras verdes de Armenia, ella, su esposo y su hija han construido un hogar dulce. Se ve.  Se siente. Se oye en las palabras que ella deja escapar en una y otra respuesta. Ese rincón es un paraíso que compensa el dolor que le causaron las cicatrices que ahora luce con orgullo. Esa esquina, en medio del Quindío, es una prueba de que es posible renacer. 

 

Claudia ha encontrado paz, a pesar del rencor. Porque ella aún no perdona. Si el victimario hubiera mostrado arrepentimiento, quizás lo habría considerado. Pero no va a perdonar porque sí. Ha preferido resignarse a convivir con el odio. Y eso ha sido posible porque su rabia solo ha estado dirigida a una persona. Su experiencia nunca amenazó sus relaciones con el género masculino, ni la hizo insegura o la llevó a odiar la sexualidad. Y cree que fue así porque su vida ha estado repleta de buenos hombres. Por eso tiene sus reservas frente a la campaña ‘Yo también’ (#Metoo) –que ha impulsado a cientos de mujeres a romper el silencio y revelar sus historias de abuso y acoso sexual–. Aunque aplaude a todas esas víctimas que se han atrevido a alzar la voz, considera que se ha convertido en una cacería. 

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La culpa, en realidad, no es de los hombres. “Experiencias como la que yo viví se las debemos a esa forma conservadora, influenciada por la religión, en que nos han criado. La religión no es mala en sí misma, lo malo es la manera en que algunos miembros de la sociedad han manipulado lo que plantea la religión. Es un pecado sentir placer. Considerarse sexy es mal visto. ¡No puede ser que Ordóñez haya eliminado la cátedra de educación sexual para los niños en primaria! La sexualidad es bellísima, si todos aprendiéramos eso desde chiquitos, si tuviéramos una aproximación diferente al cuerpo, las cosas serían muy diferentes. En la sexualidad está la explicación de la vida. Así que tenemos que empezar a explicarles a los niños que la sexualidad es una forma bonita de expresar las emociones. Isabela no se escandaliza con nada. Los niños se escandalizan cuando en el hogar no dan información adecuada o cuando reciben datos mal elaborados de sus propios compañeros o de ciertos medios de comunicación. Internet es una fuente de información muy poderosa, pero uno tiene que canalizar eso positivamente”. 

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Y así es con todo. Para Claudia, la clave está en la sabiduría con que usemos el lenguaje. 

— Ojala algún un día encuentres una pareja, hombre o mujer, que sea igual de amorosa y respetuosa que tu papá –le dijo Claudia a Isabela. 

— ¿Una mujer, mamá?

— Sí, mi amor, de golpe te enamoras de una mujer. No importa si es hombre o mujer, lo que importa es que sea un gran ser humano. 

 

Educación, eso es lo que falta en el país. Educación para acabar con la idea perversa de que las víctimas se lo buscan. Educación para que 54 mujeres (43 de ellas niñas, de acuerdo con Medicina Legal) dejen de ser abusadas en el país todos los días. Educación para reconocer que los hombres también sufren de este flagelo (un informe de la Unidad de Víctimas, en el 2014, reveló 650 casos de violencia sexual contra ellos). Educación para que empiece a haber cambios culturales, porque esta problemática se le está saliendo a la justicia de las manos: “La vicefiscal María Paulina Riveros me contó que hace unos meses hicieron un captura masiva de más de 700 hombres acusados de violencia sexual –nos cuenta Claudia–. La Fiscalía pensó que iba a servir de ejemplo, que iba a desestimular a los delincuentes, pero ocurrió lo contrario, aumentaron las cifras. Hay gente que está tratando de lograr cambios, pero aún no da con el punto de quiebre”.

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*El psicólogo Rolando Salazar –magíster en psicoterapia psicoanalítica y decano de la Facultad de Psicología de la Fundación Universitaria Sanitas– nos ayudó a resolver las preguntas que se encuentran a continuación: 

 

P:¿Qué debería hacer una persona que acaba de ser víctima de abuso sexual?

R: Si está dispuesta a denunciar, no debería bañarse. Y Es importante contar con alguien que apoye, calle, escuche y no juzgue. En lugar de archivar el recuerdo, tenemos que gastarlo, De lo contrario, El cuerpo empieza a llorar lo que mis ojos no lloran: dolor de espalda, migrañas, vaginismo, dispareunia...

 


P: ¿Cuáles son los efectos de una violación?

R: Varían mucho. Dentro de la gama de síntomas están: los cuadros psicóticos y disociativos, las alteraciones del estado de ánimo, la depresión, el aislamiento, un profundo sentimiento de culpa y los desórdenes alimenticios.

 


P: ¿Sus pacientes han denunciado? 

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R: La mayoría de los casos ocurren dentro de la casa, en la infancia y la adolescencia, así que no denuncian. La víctima suele estar en una condición de indefensión y El abusador recurre a la amenaza. El 90% de mis pacientes solo han contado su experiencia muchos años después, cuando su vida no avanza.

 

P: ¿Un padre podría identificar si sus hijos han sido víctimas? 

R: Los pequeños duermen mucho o sufren de bruxismo y terrores nocturnos. Comen en exceso o no quieren comer. Empeora su rendimiento escolar. se aíslan, son huraños y hostiles… manifiestan la tristeza atacando. 

 

Producción: María Angélica Camacho
Maquillaje: Enrique Trujillo
Asistente de fotografía: Daniel Álvarez
Vestuario: blusa La Magestuosa

Por Natalia Roldán

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