Una mujer embarazada yace desnuda en el suelo. En la imagen priman los grises, el blanco y el negro, pero son las escasas pinceladas rojas las que llaman la atención y espantan. A pesar de que hay partes del cuerpo que se observan claramente, las otras existen como fantasmas: asumimos que la pierna izquierda está al lado de la derecha y que los brazos reposan a los costados, pero no los vemos. Puede que no estén. Entonces nos acercamos a ver la ficha de la obra: Violencia, Alejandro Obregón, 1962. Nuestras sospechas se confirman: el seno sí ha sido cercenado y el rostro desfigurado. Tiene los ojos cerrados, pero no duerme. Y reposa indefensa en medio de un paisaje desolador.
Obregón creó esta imagen luego de la salvaje década del 50, durante la cual el país se cubrió de sangre tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948. Fueron años en los que la muerte, que llegaba en forma de homicidio brutal y excesivo, perdió el pudor: ya no distinguía edad, género, raza o clase social. Frente al horror bipartidista, los artistas opusieron su obra. Varios reaccionaron ágiles e indignados, y representaron El Bogotazo como cronistas de la historia. Débora Arango mostró el linchamiento de Juan Roa, el asesino del líder político; Enrique Grau, los tranvías en llamas; Alipio Jaramillo, las muchedumbres enardecidas. Los artistas nunca se han cubierto los ojos. Desde el estallido de la violencia hasta hoy, cuando Colombia se encuentra insólitamente dividida entre los que aprobaron y los que se opusieron al acuerdo con las Farc, el arte ha registrado y reflexionado sobre la guerra.
Ahora, en días inciertos y esquizofrénicos, estos artistas ya no solo actúan como testigos y críticos de las circunstancias políticas de nuestro tiempo, sino que se convierten en protagonistas de un movimiento de reflexión, empatía, dignificación y memoria en medio de una paz en vilo. Ante la incertidumbre, Colombia se amarra a las esperanzas que le quedan, que rugen comprometidas desde la cultura. Por esta razón, a unos días de la inauguración de Artbo, la Feria Internacional de Arte de Bogotá que organizará la Cámara de Comercio del 27 al 30 de octubre, hablamos con María Paz Gaviria sobre el poder del arte en esta tempestad social y en la transformación del país. Un oasis en medio de la polarización y el desasosiego.
Es consciente de que una pintura no salva a nadie, pero puede despertar sentimientos solidarios y construir comunidad.
El motor de la sensibilidad
El sadismo ha llevado de la mano la historia de Colombia desde la Colonia hasta nuestros días. “A mediados del siglo XX aportamos dos siniestros inventos: el corte de mica y el corte de franela —recordaba el periodista Daniel Samper Pizano en la revista Arcadia hace unos años—. Aún nos faltaba patentar variedades de inédita crueldad, como el collar-bomba, la motosierra paramilitar y los falsos positivos”. La artista Doris Salcedo tiene clavadas esas imágenes en la cabeza y por eso su obsesión enfermiza han sido las víctimas de la violencia. Toda su obra les pertenece a ellas, aunque es consciente de que el arte es inútil a la hora de borrar las cicatrices que ha dejado la guerra: “En el arte no se puede hablar de impacto social y muchísimo menos de impacto político —le confesó a Razón Pública—. La violencia crea imágenes terribles, la función del arte es oponer imágenes que las dignifiquen y en esa medida crear un balance a la barbarie que ocurre en este país”. Salcedo busca humanizar lo monstruoso.
María Paz Gaviria concuerda con Salcedo a su manera. Considera que el arte es un ejercicio de libertad, no de servicio. En principio, la tarea creativa no debería estar atada a un fin específico; no se puede instrumentalizar, porque pierde su sentido crítico y su independencia. Solo a partir de la autenticidad, los artistas pueden cumplir con su principal aporte a la sociedad: “formar personas más sensibles y capaces de ponerse en los zapatos del otro. Esto no significa que al otro día nos levantamos y hay menos violencia. No quiere decir que el arte es redentor. Y tampoco ocurre en todos los procesos artísticos. Es una apuesta a largo plazo”.
Gaviria habla de manera pausada, como si en el aire que pasa por su garganta sintiera el peso de cada una de las palabras que pronuncia. Sus reflexiones, hoy, tienen más relevancia que nunca y ella lo sabe, por eso no habla con ligereza y medita cada respuesta antes de contestar. No pretende responsabilizar al arte de tareas que no le corresponden, pero tampoco puede excluirlo de ese proceso hacia la paz que lo necesita. Es consciente de que una pintura no salva a nadie, pero está convencida de que, a través de la generación de empatía, los artistas pueden despertar sentimientos solidarios y construir comunidad. Así se transforma la sociedad.
María Paz Gaviria no se saca de la cabeza las piezas que han reflexionado sobre el conflicto a lo largo de la historia de Colombia. Admira el David de Miguel Ángel Rojas porque incluye la violencia con belleza y poesía. Le asombra el trabajo de Óscar Muñoz por su sutileza. Y siempre recuerda la obra de Débora Arango, porque puso en escena a la mujer, entre la vulnerabilidad y la fortaleza.
En esta medida, cada obra que se presentará en Artbo es una oportunidad de reflexión, pero los son en particular aquellas que podrán verse en la sección Artecámara, en la que participaron artistas menores de cuarenta. Este módulo está centrado en los paisajes, que, en términos más políticos, son territorios que están atravesados por la intervención humana. “En los paisajes de Colombia —explica Fernando Escobar, el curador de la muestra— están ineludiblemente presentes en el conflicto, los procesos de lucha histórica por la tierra, los desplazamientos, las violencias… Estos trabajos concentran experiencias con las que otros se pueden identificar o muestran que hay diversas formas de vida en el país, que no todo es blanco y negro, sino que hay muchos grises en el medio”.
Se podrá ver una pieza que hace referencia a una región que vive en el régimen de la explotación minera o una obra que habla del campesinado, de los conflictos de tenencia de la tierra y de las complejas relaciones de poder en el campo, a través de una vaina de cacao cubierta con hojilla de oro. “Lo interesante del arte es su capacidad de confrontar y conmover, de presentar lo impresentable, de dar imagen a lo que nadie ha querido ver —agrega Escobar—. Atrae su manera de problematizar la realidad y, así, darle al espectador la posibilidad de verse como un sujeto político dueño de unos derechos. Además, dado que el arte aún está dirigido a un nicho privilegiado, tiene la posibilidad de calar en esa élite intelectual y económica que toma las decisiones pero que tal vez no logra entender qué es eso de no tener tierra”.
Los artistas pueden cumplir con su principal aporte a la sociedad: “formar personas más sensibles y capaces de ponerse en los zapatos del otro”
La metamorfosis del arte político
Después de la toma del Palacio de Justicia, el 6 de noviembre de 1985, el arte de Beatriz González fue otro. De burlarse del presidente Julio César Turbay, a quien consideraba un hombre inmoral y de mal gusto, pasó a reflejar el dolor que se acumulaba en el país. “Yo hacía cosas alegres sobre ciertos presidentes, porque me parecía que vivíamos en una tragicomedia, pero cuando llegamos al Palacio de Justicia, esto se volvió solo una tragedia —explicó González a Razón Pública—. Por eso me cambió el color. Yo usaba amarillos, verdes esmeralda, pero borré esos colores y empecé a usar un vinotinto, un verde y colores muy oscuros”.
María Paz considera que la historia de González —cuya obra, todavía vigente, estará en dos secciones de Artbo— refleja lo que suele ocurrir con el arte en su vanguardia, que siempre ha sido un espacio en el que se presenta una visión crítica sobre la historia. “Los artistas, por lo general, crean desde una posición marginal y vulnerable; en ese sentido, son más escépticos frente a la realidad política, en particular en sociedades en conflicto”.
Aunque esta idea ha permanecido a lo largo de la historia, la directora de Artbo considera que ciertas cosas de ese arte comprometido han cambiado. “Hoy es más problemática la representación explícita de la violencia, que puede banalizar el conflicto, así que nos hemos movido a un arte que invita a la reflexión, que es una experiencia de construcción de memoria, que plantea preocupaciones desde el mismo proceso de creación de la obra”. De esta manera, se podría decir que hemos ido pasando de un arte poderoso, pero de denuncia literal —como aquel de El Bogotazo— a experimentaciones artísticas más analíticas, cuyo significado es menos evidente a primera vista, y que piensan sobre el papel de las víctimas y las causas del conflicto.
Entre estas obras podemos incluir los racimos de banano de José Alejandro Restrepo, cuyas flores se convertían en imágenes de guerra que mostraban la violencia de la que ha sido testigo el sector (Musa paradisiaca, 1993). Los espejos de Óscar Muñoz, que invitaban al espectador a soplar para luego revelar las imágenes de colombianos desaparecidos (Aliento, 1995). El David de Miguel Ángel Rojas, que presenta la crueldad de la guerra y sus cicatrices imborrables (David, 2005). Las burbujas de jabón rojo de María José Arjona, que, después de días de ser reventadas sobre cuatro paredes, convirtieron al espacio en testigo de lo que pudo ser una masacre (Serie blanca, 2008). Los columbarios de Beatriz González, en los que ubicó una serie de lápidas con imágenes de la gente que carga los cuerpos de las víctimas anónimas de la violencia en este país (Auras anónimas, 2009). Y los poéticos féretros de Doris Salcedo que se convirtieron en una forma de duelo para los familiares de cientos de personas que murieron como falsos positivos, solo para mencionar algunas.
En el arte político actual seduce su capacidad de sorpresa y experimentación. Las obras ponen sobre la mesa problemáticas que van más allá del conflicto armado, pero que son tan relevantes para la paz como la terminación de la guerra, entre ellas la inclusión y la tolerancia: “El arte político de hoy es más fragmentado y puede incluir propuestas feministas, que visibilizan a los afrodescendientes, que reflexionan sobre el medio ambiente o que hace referencia a las violencias urbanas”, concluye Escobar. Entre estos artistas están Gabriela Pinilla, Edwin Sánchez, Carlos Castro, Juliana Angulo y Juan Obando, entre otros.
"Por cuenta de la violencia, hemos dejado de darles atención a las problemáticas que son la base del conflicto mismo".
El arte en tiempos de paz
Por años, todo ha quedado nublado por el conflicto. Eso piensa María Paz, y por eso considera que debemos seguir trabajando como sociedad para permitir que se den las condiciones para terminar con la guerra. “Por cuenta de la violencia, hemos dejado de darles atención a las problemáticas que son la base del conflicto mismo —dice—. En esa medida, la paz—no solo en términos de un acuerdo político sino como un deber de toda la sociedad— es una oportunidad para dirigir nuestra mirada a la educación, a la cultura, al arte”.
Si dejamos de poner todos los recursos y la atención en la guerra, podremos invertir más tiempo en hacer posible que cualquier persona pueda acercarse al arte, y eso es lo que se busca para que cada vez más colombianos estén dispuestos a ponerse en los zapatos del otro. Por otra parte, el contexto permitirá que aumente la internacionalización de la producción artística de Colombia, lo cual nos dará la posibilidad de mostrar el país de otra manera a través de la cultura. En estas condiciones, como concluye Doris Salcedo en su entrevista, “el arte será una pausa a ese torbellino terrible del progreso, para pensar, para entender el sufrimiento de los otros y compadecernos de él, de lo contrario se nos van a seguir acumulando eventos terribles sobre los hombros y nunca podremos reflexionar sobre ellos”. Solo así podremos cambiar.
Ventanas del arte
María José Arjona y el Performance
El trabajo de esta bogotana consiste en intensas pruebas de resistencia física y mental en las que reflexiona sobre el dolor, el poder, la compasión y la empatía. Ella puede mantenerse en pie, descalza y por horas sobre un enorme cubo de hielo lleno de puntillas; sostener un diamante dentro de su boca mientras un público desesperado hace hasta lo imposible para sacarlo, o resistir la presión de 37 correas apretadas en los puntos más sensibles de su cuerpo mientras los espectadores intentan liberarla. A través de estas experiencias, Arjona analiza cómo un cuerpo puede influir sobre otro y habla sobre la necesidad de la memoria y el tiempo para superar los traumas que ha dejado la violencia.
Foto: archivo CROMOS
Óscar Muñoz contra el olvido
A través de una extensa trayectoria durante la que se ha movido entre la fotografía, el grabado, el dibujo, la instalación, el video y la escultura, este payanés ha trabajo insistentemente sobre la memoria, siempre efímera. Por eso, a través de técnicas innovadoras, crea un diálogo con el espectador, quien debe trabajar junto con Muñoz en la tarea de recordar. Al referirse al conflicto, le pide a quien ve su obra que se acerque de otra forma a las víctimas, que se esfuerce por no olvidarlas. En Aliento, invitaba a su público a soplar sobre un espejo. Una vez el aire tocaba la superficie, la imagen de un desaparecido aparecía como por arte de magia.
Foto: archivo particular
Doris salcedo y su obsesión por las víctimas
La obra de esta artista bogotana busca oponer cierta dignidad a la tragedia, la crueldad y la impunidad que nacen del conflicto colombiano. Para ello, ha puesto toda su atención en las víctimas. Lo hizo con las sillas que colgó en el Palacio de Justicia para traer del olvido a las personas que murieron en la toma del 6 de noviembre de 1985. Lo hizo cuando abrió una grieta en la Tate Gallery de Londres, para visibilizar la herida que marcan las fronteras como símbolos de discriminación, xenofobia e intolerancia. Y lo hizo en Plegaria muda, una pieza en la que reinventa un féretro tradicional para enterrar, alegóricamente, a cientos de jóvenes que murieron como falsos positivos. Para desarrollarla, acompañó a las madres de estas víctimas cuando fueron a identificarlos en fosas comunes y luego cuando intentaron pedir justicia ante el Estado.
Foto: David Schwarz
Miguel Ángel rojas y la poética de la violencia
Este artista bogotano siempre se ha interesado por las problemáticas de su contexto. En esta medida ha representado las secuelas de la guerra, pero también fue pionero en reflexionar sobre asuntos relacionados con la diferencia sexual, de clase y de raza, que en nuestra sociedad suelen ser causantes de otras violencias. Con su serie David hace alusión a la escultura de Miguel Ángel, pero en esta ocasión el protagonista es un soldado profesional cuya pierna ha sido mutilada por una de las minas sembradas en el territorio colombiano. La obra habla sobre las huellas irreversibles de la violencia, pero de alguna manera también hace referencia al estoicismo y la resiliencia de las víctimas.
Foto: cortesía colección de arte del Banco de la República
Fotos: Juan Arellano.