Gabriel García Márquez frente al cadáver de Stalin

*Entre julio y septiembre de 1959, el nobel escribió para cromos una serie de diez crónicas llamada 90 Días en la cortina de hierro.*

Por Redacción Cromos

19 de abril de 2014

Gabriel García Márquez frente al cadáver de Stalin
Gabriel García Márquez frente al cadáver de Stalin

Gabriel García Márquez frente al cadáver de Stalin

Este texto fue la penúltima entrega de estos reportajes desde Alemania, Polonia y la Unión Soviética.

 

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Los choferes del festival tenían orden de no moverse sin los intérpretes. Después de buscar inútilmente a los nuestros tratamos una noche de convencer por señas, al chofer de que nos llevara al teatro Gorki. Él se limitó solamente a mover su cabezota y a decir: «Pirivoschji». Es decir: «Intérprete». Una mujer -que ametrallaba cinco idiomas a la perfección- nos sacó del apuro: convenció al chofer de que la aceptara como intérprete. Ella fue el primer soviético que nos habló de Stalin.

Tenía como 60 años y un inquietante parecido con Jean Cocteau. Estaba empolvada y vestida como Cucarachita Martínez: abrigo muy ajustado, con cuello de zorro, y un sombrero de plumas oloroso a bolas de naftalina. Una vez instalada en el autobús se inclinó hacia la ventanilla y nos mostró la interminable cerca metálica de la Exposición Agrícola: un perímetro de 20 kilómetros.

-Este hermoso trabajo se lo debemos a ustedes, dijo. Lo hicieron para lucirse con los extranjeros.

Esa era su manera de hablar. Nos reveló que era decoradora de teatro. Consideraba que la construcción de socialismo era un fracaso en la Unión Soviética. Admitió que los nuevos gobernantes son buenos, capaces y humanos, pero que se pasarían la vida corrigiendo los errores del pasado. Franco le pregunto quién era el responsable de esos errores. Ella se inclinó hacia nosotros con una sonrisa de beatitud y nos dijo:

-Le moustachu.

En español: «el bigotudo». Toda la noche estuvo hablando de Stalin sin nombrarlo ni una sola vez, sin la menor consideración, sin reconocerle ningún mérito. Según ella la prueba definitiva contra Stalin era el festival: en su época no habría podido hacerse. La gente no habría salido de su casa. La temible policía de Beria habría fusilado en las calles a los delegados. Aseguró que si Stalin estuviera vivo, ya habría estallado la tercera guerra. Nos habló de crímenes espantosos, de procesos acomodados, de ejecuciones en masa. Aseguró que Stalin era la figura más sanguinaria, siniestra y ambiciosa de la historia de Rusia. Yo nunca había escuchado relatos tan aterradores expresados con tanto candor.

Era difícil situar su posición política. Consideraba que los Estados Unidos son el único país libre del mundo pero que ella solo podía vivir en la Unión Soviética. Durante la guerra conoció muchos soldados americanos. Pensaba que son unos muchachos inocentes, saludables, pero con una ignorancia pavimentada. No era comunista, estaba feliz de que la China hubiera entendido el marxismo. Pero acusaba a Mao Tse Tung de haber influido para que Krutchev no demoliera por completo el mito de Stalin.

Nos habló de sus amigos del pasado. La mayor parte –gente de teatro, escritores, artistas, honestos- habían sido fusilados por Stalin. Cuando llegamos frente al teatro Gorki –un pequeño teatro de una reputación muy antigua- nuestra confidente ocasional lo contempló con una expresión radiante. «A este le decimos el Teatro de las Patatas», dijo con una sonrisa plácida. «Sus mejores actores están bajo tierra».

No tengo ninguna razón para creer que aquella mujer estaba loca, salvo el hecho lamentable de que lo parecía. Es verdad que ella vive en un medio desde donde se ven las cosas con mayor claridad. Parece cierto que el pueblo no sufrió el régimen de Stalin cuya represión solo se ejerció entre las esferas dirigentes. Pero no puedo tomar ese testimonio –expresado con muy poca seriedad- como una síntesis de la personalidad de Stalin, porque no pude encontrar otros que siquiera se le aproximaran. Los soviéticos son un poco histéricos cuando expresan sus sentimientos. Se alegran con saltos de Cosacos, se quitan la camisa para regalarla y lloran a lágrima viva para despedir a un amigo. Pero en cambio son extraordinariamente cautelosos y discretos cuando hablan de política. En ese terreno es inútil conversar con ellos para encontrar algo nuevo: las respuestas están publicadas. No hacen sino repetir los argumentos de «Pravda». Los materiales del XX congreso –que según la prensa occidental eran una documentación secreta– fueron estudiados y criticados por la nación entera. Esa es una característica del pueblo soviético: su información política. La escasez de noticias internacionales está compensada por un asombroso conocimiento general de la situación interna. Aparte de nuestra atolondrada intérprete ocasional no encontramos a nadie que se pronunciara rotundamente contra Stalin. Es evidente que hay un mito de corazón que frena la cabeza de los soviéticos. Parece decir: «Con todo lo que se tenga contra él, Stalin es Stalin. Punto». El retiro de sus retratos se está haciendo de una manera muy discreta sin sustituirlos por retratos de Krutchev. Solo queda Lenin, cuya memoria es sagrada. Uno tiene la sensación física de que puede permitirse contra Stalin la actitud que quiera, pero que Lenin es intocable.

Yo hablé de Stalin con mucha gente. Me parece que se expresan con mucha libertad procurando que se salve el mito detrás de un análisis complejo. Pero todos nuestros interlocutores de Moscú, sin excepción, nos dijeron: «Ahora las cosas han cambiado». A un profesor de música de Leningrado que encontramos al azar le preguntamos cual era la diferencia entre el presente y el pasado. Él no vaciló un segundo: «La diferencia es que ahora creemos». Ese es el cargo más interesante que escuché contra Stalin.

Los libros de Franz Kafka no se encuentran en la Unión Soviética. Se dice que es el apóstol de una metafísica perniciosa. Es posible sin duda que hubiera sido el mejor biógrafo de Stalin. Los dos kilómetros de seres humanos que hacen fila frente al Mausoleo, van a ver por la primera vez el cadáver de un hombre que reglamentó personalmente hasta la moral privada de la nación y que pocos vieron jamás en la vida. Ninguna de las personas con quienes hablamos en Moscú recuerda haberlo visto. Sus dos apariciones anuales en los balcones del Kremlin tenían por testigos los altos jerarcas soviéticos, los diplomáticos y algunas unidades de élite de las fuerzas armadas. El pueblo no tenía acceso a la Plaza Roja durante la manifestación. Stalin solo abandonaba el Kremlin para pasar vacaciones en Crimea. Un ingeniero que participó en la construcción de las represas de Dnieper nos aseguró que en cierto momento –en la cúspide de la gloria staliniana– se puso en duda su existencia.

No se movía una hoja de un árbol sin la voluntad de ese poder invisible. En su calidad de secretario general del partido comunista, jefe del consejo del gobierno y comandante supremo de las fuerzas armadas, concentró en sus manos una cantidad de poder difícil de imaginar. No volvió a convocar el congreso del partido. En virtud de la centralización que él mismo impuso al sistema administrativo concentró en su cerebro hasta los resortes más sutiles de la nación. Durante 15 años no pasó un día sin que los periódicos de la nación mencionaran su nombre.

No tenía edad. Cuando murió había pasado de los 60 años, tenía la cabeza completamente blanca y empezaban a revelarse los síntomas del agotamiento físico. Pero en la imaginación del pueblo Stalin tenía la edad de sus retratos. Ellos impusieron una presencia intemporal hasta en las remotas aldeas de la tundra. Su nombre estaba en todas partes: en las avenidas de Moscú y en las humildes oficinas de telégrafos de Cheliuskin, una aldea situada más allá del círculo polar. Su imagen estaba en los edificios públicos, en las habitaciones privadas, en los rublos, en los sellos de correo y aun en las envolturas de las cosas de comer. Su estatua de Stalingrado tiene 70 metros de altura y medio metro de diámetro cada botón de su guerrera.

Lo mejor que se puede decir a su favor está esencialmente ligado a lo peor que se puede decir en contra suya: no hay nada en la Unión Soviética que no haya sido hecho por Stalin. Desde su muerte no se ha hecho otra cosa que tratar de desembrollar su sistema. Él controló personalmente las construcciones, la política, la administración, la moral privada, el arte, la lingüística, sin moverse de su oficina. Para asegurar el control absoluto de la producción centralizó la dirección de la industria en Moscú con un sistema de ministerios que a su vez estaban centralizados en su gabinete del Kremlin. Si una fábrica de Siberia necesitaba un repuesto producido por otra fábrica situada en la misma calle, tenía que hacer el pedido a Moscú a través de un laborioso engranaje burocrático. La fábrica que producía los repuestos tenía que repetir los trámites para efectuar los despachos. Algunos pedidos no llegaron jamás. La tarde en que me explicaron en Moscú en qué consistía en sistema de Stalin yo no encontré un detalle que no tuviera un antecedente en la obra de Kafka.

Al día siguiente de su muerte empezó a fallar el sistema. Mientras un ministerio estudiaba la manera de incrementar la producción de papa –pues tenía informes de que no era satisfactoria- otro ministerio estudiaba la manera de producir derivados de papa, pues tenía informes de que había superproducción. Ese es el nudo burocrático que Krutchev está tratando de desembrollar. Es posible que contra el Stalin mítico y omnipotente él represente para el pueblo soviético un retorno a la realidad de carne y hueso. Pero yo tengo la impresión personal de que en Moscú la gente no atribuye a Krutchev tanta importancia como la prensa occidental. El pueblo soviético –que en 40 años hizo la revolución, la guerra, la reconstrucción y el satélite artificial– se siente con derecho a un nivel de vida mejor. Cualquiera que lo hubiera prometido habría tenido su apoyo. Krutchev lo hizo. Supongo que se tiene confianza porque es un hombre aterrizado. Él no gobierna con retratos. Se presenta a las granjas colectivas, verde de vodka y apuesta con los campesinos a que es capaz de ordeñar una vaca. Y la ordeña. Sus discursos –con más sentido común que especulaciones doctrinarias- están expresados en un ruso plano y populachero. Para cumplir su promesa Krutchev necesita primero hacer dos cosas: el desarme internacional –que descargue el presupuesto de guerra en favor de los artículos de consumo- y la descentralización administrativa. Molotov –que compró sus anteojos en los Estados Unidos – se opuso a la descentralización. Yo llegué a Moscú una semana después de su descalificación y me pareció que los soviéticos estaban tan despistados como nosotros en relación con esa medida. Pero el pueblo soviético –con una larga paciencia y una buena madurez política– ya no hace tonterías. De Moscú están saliendo trenes cargados de archivos, funcionarios y material de oficina, ministerios enteros trasladados en bloque hacia los centros industriales de Siberia. Solo si las cosas mejoran podrá saberse que Krutchev tenía razón contra Molotov. Por lo pronto ya hay en la Unión Soviética un insulto gravísimo: «Burócrata».

«Se necesita que pase mucha historia para saber en realidad quién era Stalin», me decía un joven escritor soviético. «Lo único que yo tengo contra él es que hubiera querido administrar el país más grande y complejo del planeta como si fuera una tienda». Ese mismo informador opinaba que el mal gusto que impera en la Unión Soviética no puede ser desvinculado de la personalidad de Stalin, un aldeano de Georgia perplejo frente a las riquezas del Kremlin. Stalin no vivió nunca fuera de la Unión Soviética. Se murió convencido de que el Metro de Moscú era el más hermoso del mundo. Es eficaz, confortable y muy barato. Es de una extraordinaria limpieza, como lo es todo en Moscú: en los almacenes GUM un equipo de mujeres pule durante todo el día los pasamanos, pisos y paredes que ensucia la multitud. Lo mismo ocurre en los hoteles, cines, restaurantes y aun en la calle. Con mayor razón en el Metro que es el tesoro de la ciudad. Con lo que costaron sus corredores, sus mármoles, frisos, espejos, estatuas y capiteles se habría resuelto en parte el problema de la vivienda. Es la apoteosis de lo rastacuero.

En el seminario de arquitectura del festival, arquitectos de todo el mundo discutieron con los responsables de la arquitectura soviética. Uno de ellos  -Joltosky– tiene 91 años. El más joven del estado mayor –Abrassinov- tiene 59. Esos fueron los arquitectos de Stalin. Frente a las críticas occidentales ellos se descargaron con un argumento: la arquitectura monumental corresponde a la tradición rusa. En una intervención particularmente brillante los arquitectos italianos demostraron que la arquitectura de Moscú no está en línea de la tradición. Es una falsificación engrandecida y adornada del neoclasicismo italiano. Joltosky –que estudió y vivió 30 años en Florencia y que ha vuelto varias veces a recalentar sus ideas– terminó por reconocerlo. Entonces ocurrió algo inesperado: los jóvenes arquitectos soviéticos mostraron sus proyectos rechazados por los responsables de la arquitectura staliniana. Eran admirables. Desde la muerte de Stalin la arquitectura soviética está recibiendo un soplo de renovación.  

Tal vez la falla mayor de Stalin fue su deseo de meterse en todo: hasta en los más recónditos intersticios de la vida privada. Supongo que a eso se debe ese ambiente de mojigatería aldeana que se respira en la Unión Soviética. El amor libre –nacido en los excesos de la revolución– es una leyenda del pasado. De una manera objetiva nada se parece tanto a la moral cristiana como la moral soviética. Las muchachas, en sus relaciones con los hombres, tienen las mismas vueltas, los mismos prejuicios, los mismos recovecos psicológicos que son proverbiales en las españolas. Se comprende a simple vista que manejan los asuntos del amor con simplicidad conflictiva que los franceses llaman ignorancia. Se preocupan del qué dirán y hacen noviazgos regulares, largos y vigilados.

Nosotros preguntamos a muchos hombres si pueden tener una concubina. La respuesta fue unánime: «Se puede, a condición de que nadie se dé cuenta». El adulterio es una grave causal de divorcio. La unidad familiar está defendida por una legislación férrea. Pero los problemas no tienen tiempo de llegar a los tribunales. La mujer que se sabe engañada denuncia a su marido ante un consejo obrero. «No sucede nada», nos decía un carpintero. «Pero los compañeros miran con desprecio al hombre que tiene una querida». Ese mismo obrero nos declaró que si su mujer no hubiera sido virgen no se habría casado con ella.

Stalin sentó las bases de una estética que los críticos marxistas –entre ellos el húngaro Georges Lukacs– empiezan a demoler. El director de cine más famoso en los medios especializados –Sergio Einsenstein- es desconocido en la Unión Soviética: Stalin lo acusó de formalista. El primer beso del cine soviético se dio en la película El 41 producida hace tres años. De la estética staliniana quedó –inclusive en occidente- una frondosa producción literaria que la juventud soviética no quiere leer. En Leipzig los estudiantes rusos se salen de las clases para leer por primera vez las novelas francesas. Las muchachas de Moscú -que se volvieron locas por los boleros sentimentales- están devorando las primeras novelitas de amor. Dostoievski –que Stalin acusó de reaccionario- está siendo editado de nuevo. 

En una rueda de prensa con el encargado de las ediciones soviéticas en español pregunté si estaba prohibido escribir novelas de policía. Se me respondió que no. Se me hizo caer en la cuenta de que en la Unión Soviética no existe el medio delictivo donde se inspiren los autores. «El único gánster que hemos tenido ha sido Beria», nos dijeron en cierta ocasión. «Ahora ha sido expulsado inclusive de la enciclopedia soviética». Ese juicio contra Beria es general y rotundo. No se admite discusión. Pero sus aventuras no figuraron en la crónica roja. En cambio la literatura de anticipación –que Stalin condenó por perniciosa- fue autorizada apenas un año antes de que el satélite artificial la convirtiera en el más crudo realismo socialista. El escritor nacional que más vende este año es Alexis Tolstoi (no: ni siquiera son parientes), autor de la primera novela de anticipación. Se espera que el libro extranjero mejor vendido sea La vorágine, de José Eustasio Rivera. El dato es oficial: 300 000 ejemplares en dos semanas.

Necesité nueve días para entrar al Mausoleo. Era preciso sacrificar una tarde, esperar un turno de media hora y permanecer dentro del santuario, sin detenerse, nada más que un minuto. En la primera tentativa el agente encargado de controlar la cola pidió una boleta especial. Las credenciales del festival no sirvieron. En el curso de esa semana, en la Plaza de Manege, Franco dirigió mi atención hacia un teléfono público: dos muchachas muy jóvenes dentro de una cabina de vidrio con espacio para una sola persona utilizaban por turnos el mismo teléfono. Una de ellas podía expresarse en inglés. Le dimos a entender que nos sirviera de intérprete para entrar al Mausoleo. Las dos trataron de convencer al agente de que nos permitiera entrar sin boletas pero fueron rechazadas con cierta dureza. La que hablaba un poco inglés nos dio a entender avergonzada que los policías soviéticos no eran buenas personas. «Very, very, very bad», repetía con una profunda convicción. Nadie estaba de acuerdo en relación con las boletas y nosotros conocíamos muchos delegados que habían entrado con las credenciales del festival.

El viernes hicimos una tercera tentativa. Esta vez llevamos una intérprete de español: una estudiante de pintura de 20 años notablemente discreta y cordial. Un grupo de agentes –sin saber de boletas especiales- nos informó que era demasiado tarde para entrar: la cola se había cortado un minuto antes. La intérprete insistió con el superior del grupo y este se limitó a negar con la cabeza y a mostrarnos el reloj. Una multitud de curiosos se interpuso entre nosotros y la intérprete. De pronto, oímos su voz furibunda, desconocida, gritando una andanada rusa sistemáticamente martillada por una misma palabra: «Burokratz». Los curiosos se dispersaron. Entonces vimos a la intérprete, todavía gritando, en la actitud de un gallo de pelea. El superior de los agentes le respondió con igual violencia. Cuando logramos arrastrarla hasta el automóvil la muchacha rompió a llorar. Nunca logramos que nos tradujera la disputa.

Dos días antes de abandonar a Moscú sacrificamos un almuerzo para arriesgar una última tentativa. Nos instalamos en la cola sin decir nada y el agente encargado nos hizo una señal cordial. Ni siquiera nos pidió las credenciales. Media hora después penetramos el pesado bloque de granito rojo del Mausoleo, por la puerta principal sobre la Plaza Roja. Es una puerta estrecha y baja, con portones blindados, guardados por dos soldados en posición firme y bayoneta calada. Alguien me había dicho que en el vestíbulo se encontraba un soldado con un arma misteriosa escondida en el cuenco de la mano. Allí estaba. El arma misteriosa era un aparato automático para contar los visitantes.

El interior, completamente cubierto en mármoles rojos, estaba iluminado por un resplandor difuso, espectral. Descendimos por una escalera hasta el punto situado evidentemente bajo el nivel de la Plaza Roja. Dos soldados guardaban un conmutador telefónico: un tablero rojo con media docena de teléfonos. Entramos por otra puerta blindada y seguimos descendiendo la escalera lisa, brillante, del mismo material y del mismo color de las paredes desnudas. Por último –en una  última puerta blindada- pasamos entre dos guardias firmes, rígidos y nos sumergimos en una atmósfera glacial. Allí estaban las dos urnas.

Era un recinto cuadrado, pequeño, con paredes de mármol negro e incrustaciones de mármol rojo en forma de llamaradas. En la parte superior, un poderoso sistema de renovación del aire. En el centro sobre una plataforma elevada, las dos urnas de cristal estaban iluminadas desde abajo por un intenso resplandor rojo. Entramos por la derecha. En la cabecera de cada urna había otros dos guardias firmes con bayoneta calada. No estaban sobre la plataforma elevada, de manera que sus cabezas no llegaban hasta la altura de las urnas y me pareció que a causa de ese desnivel tenían la nariz pegada contra ellas. Creo que a los pies de los guardias había dos coronas de flores naturales. Pero no estoy seguro. En ese momento yo estaba absorbido por la intensidad de la primera impresión: en aquel recinto helado no había absolutamente ningún olor.

La cola dio la vuelta en torno a las urnas, de derecha a izquierda, tratando de acumular en aquel minuto fugaz hasta los últimos matices de la visión. Es imposible. Uno recuerda aquel minuto y se va dando cuenta de que nada es evidente. Yo asistí a una discusión entre un grupo de delegados pocas horas después de haber visitado el Mausoleo. Unos aseguraban que la chaqueta de Stalin era blanca, otros aseguraban que era azul. Entre los que aseguraban que era blanca, había uno que estuvo dos veces en el Mausoleo. Yo creo que era azul.

Lenin estaba en la primera urna. Lleva un sobrio vestido azul profundo. La mano izquierda –paralizada en los últimos años- estaba apoyaba sobre el costado. Sufrí una desilusión: parece una figura de cera. Después de 30 años están apareciendo las primeras manifestaciones de momificación. Pero la mano produce todavía la impresión de parálisis. No se ven los zapatos. Desde la cintura el cuerpo desaparece bajo una cobertura de paño azul, igual al vestido, sin forma ni volumen. Lo mismo ocurre con el cadáver de Stalin. Es imposible eludir la suposición macabra de que solo se conserva la parte superior de los cadáveres. A la luz natural deben ser de una palidez impresionante pero aún a la luz roja de las urnas son de una lividez sobrenatural.

Stalin está sumergido en un sueño sin remordimientos. Tiene tres barras de condecoraciones sencillas en el lado izquierdo, los brazos estirados de una manera natural. Como las condecoraciones tienen pequeñas bandas azules, se confunden con la chaqueta y a primera vista se tiene la impresión de que no son barras sino una serie de insignias. Tuve que hacer un esfuerzo para verlas. Por eso sé que la chaqueta es del mismo azul profundo que el vestido de Lenin. El cabello –completamente blanco- parece rojo al resplandor de las urnas. Tiene una expresión humana, viva, un rictus que no parece una simple contracción muscular sino el reflejo de un sentimiento. Hay un asomo de burla en esa expresión. A excepción de la papada, no corresponde al personaje. No parece un oso, es un hombre de una inteligencia tranquila, un buen amigo con un cierto sentido del humor. El cuerpo es sólido, pero ligero con vellos suaves y un bigote apenas staliniano. Nada me impresionó tanto como la fineza de sus manos, de uñas delgadas y transparentes. Son manos de mujer. 

Por Redacción Cromos

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