Argentina, 2018

El primer asomo de cambio, sin embargo, se produjo en 2013, cuando Argentina declaró la vendimia como la mejor de la década. Por mejor se entendía una temporada veraniega más fresca, traducida en un mejor equilibrio entre azúcar y acidez.

Por Hugo Sabogal

24 de junio de 2018

Cortesía

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Hace dos años, Argentina pasaba muy malos tragos. Los trastornos climáticos traídos por el fenómeno de El Niño arruinaron gran parte de su cosecha de uvas de 2016, causando una pérdida del 14 % del total de la producción. El impacto fue tan grande que el mismo Instituto Nacional de Vitivinicultura calificó la situación como la peor en cincuenta años.

Fue un duro golpe que terminó por poner el último clavo en el catafalco, pues el anterior gobierno de Cristina Fernández de Kirchner había sido nefasto para la economía del vino, como consecuencia de la alta inflación, la restricción de importaciones, los bruscos movimientos de la tasa de cambio y las barreras para exportar.

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¿Resultado? Un apretón de cinturones que limitó el potencial de Argentina como productor mundial. De hecho, el país descendió del quinto al noveno lugar, con decrecimientos anuales nunca antes vistos.

A partir de 2017 comenzaron a soplar otros vientos, gracias a condiciones climáticas más benignas, que le vinieron bien al vino argentino porque le cambiaron su estilo.

Hasta ese momento, los estíos fuertes eran acogidos porque, ante más calor, más azúcar, y antes más azúcar, más alcohol y mayor sensación de cuerpo. En boca, sin embargo, los tintos eran fatigosamente empalagosos.

El primer asomo de cambio, sin embargo, se produjo en 2013, cuando Argentina declaró la vendimia como la mejor de la década. Por mejor se entendía una temporada veraniega más fresca, traducida en un mejor equilibrio entre azúcar y acidez. Así fue como la vendimia de hace cinco años arrojó vinos de gran frescura y elegancia, respetuosos de su lugar de origen y del clima que los forjó.

Así, Argentina puso en el cajón de los recuerdos aquellos vinos pesados, licorosos y con largos períodos de añejamiento, y abrazó con entusiasmo el concepto del equilibrio y la expresión del terruño.

Algunos de estos ejemplares todavía pululan en los mercados latinoamericanos, con un acento especial en los Malbec y Cabernet Sauvignon, provenientes de casas como Achaval Ferrer, El Enemigo, Noemia, Susana Balbo Limited Edition, BenMarco, Zuccardi Aluvional, Chacra 32, Catena Zapata Adrianna Vineyard, Rutini Apartado, Nicolás Catena Zapata, Luigi Bosca de Sangre, Pulenta Estate, Catena Fortuna Terrae, Catena Mundus Bacillus Terrae, Colomé Altura Máxima y algunos más.

En blancos, dos grandes referentes han sido Catena Zapata White Bones y Salentein Chardonnay Single Vineyard.

Todos estos antecedentes son claves para entender por qué, terminada la actual vendimia de 2018, enólogos y críticos acaban de informar que estamos ante una de las mejores cosechas del nuevo milenio. Publicaciones especializadas de Europa y Estados Unidos la comparan con la cosecha de 2013.

El impacto se nota con mayor proyección en la provincia de Mendoza, la más sufrida con las lluvias y heladas de 2016.

Así es que póngase en modo de expectativa frente a los tintos y blancos argentinos de 2018. Podemos anticipar perfiles más frescos, florales y frutados, y, por encima de todo, más elegantes. De modo que si quiere ir dándose una idea de lo que trae esta cosecha, busque un 2013 y compruebe por sí mismo lo que viene de Argentina hacia el futuro, clima mediante, por supuesto.

Por Hugo Sabogal

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