Bolivia, 2020

El vino tiene presencia en Bolivia desde el siglo XVI, cuando conquistadores y colonos españoles se lanzaron a la afanosa búsqueda de resplandecientes y valiosos tesoros para la Corona y, desde luego, para sus bolsillos.

Por Hugo Sabogal

20 de octubre de 2019

Tarija, Bolivia.  / Cortesía

Tarija, Bolivia. / Cortesía

Además de Argentina y Chile —los dos grandes colosos del vino latinoamericano—, el subcontinente ha albergado, desde la Conquista y la Colonia, otros cinco productores de menor resonancia, pero no menos llamativos y, ciertamente, no menos atractivos en un mercado que busca diferenciación mediante perfiles exóticos. 

Esos cinco orígenes son Uruguay, sur de Brasil, México, Perú y —léanlo bien— Bolivia.

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En los casos específicos del sur de Brasil, México y Bolivia, estamos ante un trío de verdaderos desconocidos fuera de sus fronteras.

De puertas para dentro, reconocidos restaurantes de Ciudad de México y La Paz —igual que de Lima— han decidido incluir en sus cartas selectos vinos locales, tanto tintos como blancos. En particular, Gustu, el templo culinario de la capital boliviana, sólo ofrece vinos de su tierra. Y vaya agradables sorpresas las que uno se lleva. Sin duda, el turismo nacional e internacional en esos destinos ha sido un aliado inmejorable.

El vino tiene presencia en Bolivia desde el siglo XVI, cuando conquistadores y colonos españoles se lanzaron a la afanosa búsqueda de resplandecientes y valiosos tesoros para la Corona y, desde luego, para sus bolsillos.

Desde entonces, Tarija, localidad fundada en 1574, en el sur de Bolivia, se convirtió en el fortín de los vinos bolivianos. En menor escala, Santa Cruz.

Los vinos bolivianos surgieron como resultado de una lucha constante contra la influencia de los bosques húmedos tropicales y de los ariscos y elevados cerros del macizo andino.

Inicialmente, florecieron variedades traídas por los españoles como Negra Criolla, Moscatel de Alejandría y Torrontés. Esta última echó fuertes raíces en la vecina Cafayate, provincia de Salta, en el norte argentino.

Siguiendo el modelo peruano de elaborar aguardientes de uva con variedades blancas, Bolivia instituyó un destilado similar al Pisco llamado Singani, considerado bebida nacional. Para su elaboración se destina buena parte de la producción vitícola.

A mediados del siglo XIX llegaron las primeras variedades galas como Syrah, Chardonnay y Tannat. Pero es la Tannat, originaria de Madiran, en el sudoeste francés, la que ha catapultado a los tintos bolivianos. Varios de ellos se han hecho merecedores de meritorios galardones internacionales en Bélgica, Canadá, Francia, Argentina y Chile.

Los Tannat de Tarija, debido a su condición de vinos de altura —entre los 1.600 y 2.850 metros sobre el nivel del mar— son complejos y elegantes, suavizados por la acción del agua absorbida por las plantas durante las temporadas de lluvia en el verano. Toda una alquimia de la naturaleza.

Pónganle el ojo a los Tannat de bodegas como Campos de Solana, Aranjuez y Uvairenda (en Santa Cruz), así como al Syrah de Kolberg y al Chardonnay de La Concepción. Ya son 65 bodegas en producción. Y existe una zona vitícola adecuada veinte veces más grande de la que hoy usa Bolivia.

Publicaciones como Wine Enthusiast, Washington Post, New York Times, y emisoras como National Public Radio y BBC, ven a los vinos bolivianos como una refrescante brisa en la aburrida racha de vinos estandarizados en el resto del mundo.

De acuerdo: Bolivia sólo elabora 15 millones de litros de los 29.300 millones de litros de vino producidos a escala mundial. Pero ya ha dejado su huella. Y en 2020 la reafirmará.

Por Hugo Sabogal

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