Remezón en la mesa

Es un hecho que la gastronomía moderna se basa en ingredientes y métodos de cocción diversos, y eso también modifica nuestra selección de vinos.

Por Hugo Sabogal

27 de octubre de 2019

Aparte de saber escoger un buen vino, las nuevas creaciones culinarias nos obligan a cambiar de chip, poniéndonos a pensar más en las salsas y en los aderezos que en la misma proteína.  / Cortesía

Aparte de saber escoger un buen vino, las nuevas creaciones culinarias nos obligan a cambiar de chip, poniéndonos a pensar más en las salsas y en los aderezos que en la misma proteína. / Cortesía

Armonizar vinos y platos es un ejercicio deleitoso, pero cada vez mas complejo.

Durante mucho tiempo se aceptaron normas elementales basadas en prueba y error.

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Es así como llegamos a conclusiones como la de que una carne roja y jugosa, con sus vetas de grasa entrelazadas en la fibra, acopla muy bien con un tinto de gran cuerpo, cuyos taninos ayudan a controlar y eliminar ácidos grasos. O la de un vino blanco—ligero, frutado y ácido— como acompañante de pescados de carne blanca.

Todas estas argumentaciones, sin embargo, comienzan a quedar sin piso, pues las nuevas constantes fusiones y creaciones culinarias nos obligan a cambiar de chip, poniéndonos a pensar más en las salsas y en los aderezos que en la misma proteína.

Por eso nos enfrentamos a un lomo de res a la brasa, bañado en una salsa napolitana de tomate y pesto. Aquí, la proteína exige un corpulento Cabernet Sauvignon, mientras que la salsa pide un delicado Pinot Grigio o, incluso, un ligero Sauvignon Blanc. O sea, para un mismo plato, dos tipos de vino opuestos. A mi juicio, la mejor elección sería un Cabernet Franc, tinto de cuerpo medio y de acidez alta, con aromas y sabores herbáceos.

O está el salmón a la brasa, adosado con demi-glace (a partir de un caldo de huesos de ternera). Para el salmón, las normas convencionales nos hacen pensar en Chardonnay, Pinot Noir o, incluso, en un rosado seco. Pero el demi-glace requiere de un vino de mayor cuerpo. Por ejemplo, un tinto español de crianza, que, además de ajustarse a los sabores del demi-glace, suele acoplarse sin dificultad a pescados grasos como el salmón.

Es un hecho que la gastronomía moderna se basa en ingredientes y métodos de cocción diversos, y eso también modifica nuestra selección habitual de vinos. Más aún cuando la literatura sobre las nuevas armonías no es concluyente. Porque hay quienes se inclinan por darle prioridad a la proteína y otros, a las salsas e ingredientes.

Esto no fue así en sus orígenes. En el pasado, el hombre utilizó bebidas como el vino como fuente de hidratación, a la hora de sentarse a comer. Simplemente, el agua disponible no era de fiar. En esos tiempos, poco o nada importaba saber qué vino debía acompañar a tal o cual plato.

El antecedente más verosímil se remonta a la evolución de las gastronomías regionales de Europa y Medio Oriente. En dichas zonas, los vinos locales se fueron ajustando (en términos de variedades y métodos de elaboración) a lo que se servía en la mesa.

Para poder navegar en estas nuevas aguas, hay que aceptar que cada paladar manda. Sin embargo, no sobrarían algunas recomendaciones básicas.

Una es guiarse por el peso o cuerpo del vino: los ligeros, como los blancos, ensamblan bien con platos igualmente ligeros; los complejos y con cuerpo, como los tintos, con platos pesados.

En cuanto a las salsas: las herbáceas, con Sauvignon Blanc o Cabernet Franc; las cremosas, con Chardonnay o Merlot; las de tomate, con Pinot Grigio o Sauvignon Blanc; las marinas, con Albariño o rosado seco; las de carne, con Merlot o Malbec; las especiadas, con Torrontés; las de Teriyaki, con Pinot Grigio o Malbec; las de champiñones, con Riesling, Torrontés o Cabernet Franc.

Es tan extensa la información sobre las nuevas armonías, que la misma ciencia ha entrado a dirimir titubeos. Puede ser útil la ayuda del chef o del sommelier de turno. Pero si no es así, recurra, para llegar a buen puerto, a los consejos básicos y a su sentido común.

Por Hugo Sabogal

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