Tara y su increíble quimera

El equipo de Tara tuvo que aprender a cultivar en el desierto, ganarle la batalla a la salinidad del suelo, aprovechar la espesa niebla matinal y la proximidad al mar para darle un poco de respiro al viñedo.

Por Hugo Sabogal

17 de noviembre de 2019

Tara es un vino chileno de Viña Ventisquero.  / Cortesía

Tara es un vino chileno de Viña Ventisquero. / Cortesía

¡Vaya condiciones en las que se produce! Las vides en Santorini han resistido durante siglos frecuentes y desalmadas ventiscas, que arrasan con todo lo que encuentran a su paso. Por tanto, los tallos no pueden crecer verticales, sino que deben enrollarse como en una especie de nido. Los racimos se desarrollan en su interior, protegidos contra los elementos. Sin este giro de la recursividad, la viticultura habría sido imposible en Santorini.

Igual sucede con Tara, un vino chileno de Viña Ventisquero, elaborado en el caluroso y seco desierto de Atacama, donde la vida vegetal es casi nula.

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En buena parte de este inhóspito pero hermoso territorio nunca llueve. Las escasas precipitaciones no superan los veinte mm anuales, insuficientes para mantener en pie las parras, pues cada planta, en condiciones normales, necesita absorber, para poder funcionar, no menos de 300 mm a lo largo de la cosecha.

Entonces, ¿cómo han hecho los enólogos de la bodega Ventisquero para demostrarle al mundo que en Atacama pueden vencer lo quimérico para entregarnos un vino extremo?

Algunas respuestas las recita Alejandro Galaz Viñals, integrante del equipo enológico de Ventisquero, quien nos visitó recientemente. Tuvieron que replantear todo lo que habían aprendido en la escuela de enología. Sin más, Tara ha sido el más duro reto de sus carreras.

Ante todo, tuvieron que aprender a cultivar en el desierto, ganarle la batalla a la salinidad del suelo, aprovechar la espesa niebla matinal y la proximidad al mar para darle un poco de respiro al viñedo, descartar el uso de fertilizantes para no afectar la condición natural de la uva, evitar el filtrado con el fin de mantener vivas las características propias del fruto, embotellar a mano y demostrar que innovar es más importante que rentar. O sea, rusticidad en pleno.

Tara alude a un antiguo salar, convertido por los pueblos atacameños en una especie de templo de sal, resguardado por gigantes figuras de piedra, talladas por los vientos.

En este crudo entorno surgen cuatro vinos misteriosos y extremos, que nos llevan a descubrir fronteras inexploradas en nuestro paladar. Son tan pocas las cantidades producidas, que cada etiqueta apenas supera las 400 botellas anuales.

Todos lucen turbios y bucólicos. Pero, eso sí, sus aromas y sabores superan las expectativas del degustador. Advertencia: no están orientados al grueso público, sino a quienes buscan sorpresas. Son los preferidos de Noma, en Oslo; Celler de Can Roca, en Cataluña; Mugaritz, en el país vasco, D.O.M., en São Paulo, y Osteria Francescana, en Módena, entre otros. Muy pocas botellas están disponibles en Santiago y Bogotá.

Cuesta trabajo elegir entre el Tara Chardonnay, fresco, frutado y mineral; el Pinot Noir, con insinuaciones a cerezas, champiñones y tierra salada; el Syrah-Merlot, lleno de recuerdos a hierbas, especias y frutos negros; y, para finalizar, el sugestivo Viognier, hecho mediante el sistema de solera. Evocan, en silencio, la inmensidad sin límites del desierto.

Por Hugo Sabogal

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