Viñedos bajo el fuego

Los bosques y viñedos afectados deben sobreponerse al estrés térmico desatado por las altas temperaturas, así como a la descontaminación de frutos y vinos, como resultado de las cenizas y humaredas.

Por Hugo Sabogal

19 de enero de 2020

Incendios en Australia.  / AFP

Incendios en Australia. / AFP

Los recientes y gigantescos incendios ocurridos en Australia, en los albores de 2020, vuelven a confirmar que el calentamiento global no solo desatará episodios similares, sino, también, más violentos.

Además de segar cientos de vidas, las gigantescas y furiosas llamaradas, acompañadas de asfixiantes humaradas, han matado a más 500 millones de especies animales y aniquilado, de paso, el hábitat natural de otros miles de seres vivos. Cerca de cinco millones de hectáreas han quedado completamente arrasadas, entre ellas enormes extensiones de viñedos. Las pérdidas superan los US$3.500 millones.

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En 2017, Chile vivió una pesadilla similar, donde el fuego redujo a escombros un área de 587.000 hectáreas de bosques vírgenes y viñas. El impacto económico se eleva a más de US$750 millones.

En California, entre 2017 y 2019, los recurrentes incendios forestales —en tierras de un no creyente en el desorden climático— redujeron a cenizas cerca de 7,7 millones de hectáreas, incluidos cientos de miles de hectáreas de vides. Estas tragedias han dejado pérdidas por más de US$660.000 millones, una cifra de difícil comprensión para nosotros.

Más cerca de casa, el fuego descontrolado acabó, en la vecina Brasil, con más de 900.000 hectáreas de bosque amazónico. ¿El costo inmediato? US$957.000 millones.

También en 2019, la furia de las conflagraciones hizo lo suyo en zonas de viñedos de Cataluña y alrededores de Madrid. O sea, Nuevo y Viejo Mundo en la misma paila.

El denominador común es el cambio climático. Tercamente, los estamentos gubernamentales hacen la vista gorda frente a la advertencia de mayores catástrofes.

La causa directa es el calentamiento global, producido por las elevadas emisiones de gas carbónico. Esto ha desatado el aumento de las temperaturas primaverales y estivales, durante las cuales el termómetro ha subido a cerca de 45 grados centígrados, un nivel intolerable para el hombre.

En paralelo, las nieves se derriten con inusitada prontitud y las sequías se imponen, acelerando la deshidratación de la vegetación y facilitando la acción del fuego, cualquiera que sea su origen directo. Peor aún, y para agravar el panorama, los incendios vienen acompañados de vientos huracanados.

Además del efecto en la vegetación, los incendios y las humaredas exponen a millones de pobladores rurales y urbanos a un aire viciado.

Posteriormente, los bosques y viñedos afectados deben sobreponerse al estrés térmico desatado por las altas temperaturas, así como a la descontaminación de frutos y vinos, como resultado de las cenizas y humaredas.

Al inventariar los daños, es claro que estos no solo se manifiestan en la superficie, sino en el subsuelo: por ejemplo, en la mortandad de raíces y en la pérdida de nutrientes, todo lo cual reduce las producciones futuras, pues las plantas, por naturaleza, primero se dedican a recuperar su equilibrio antes que a germinar nuevos frutos.

Como siempre, Colombia marcha de espaldas a estas eventualidades. Es pasmosa la indiferencia gubernamental para controlar las emisiones de CO2 generadas por obsoletas industrias, un creciente parque automotor, un poco controlado transporte público-chimenea y una proliferación descontrolada de motocicletas, consideradas un peligroso agente agresor. Y ahí vamos, esperando milagros. Incendios similares nos arruinarían.

Por Hugo Sabogal

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