La ola amarilla se tomó el Mundial

Más allá de las victorias de la selección nacional, los hinchas colombianos se convirtieron en fenómeno de masas en Brasil. Vivimos con ellos sus aventuras, que llegan hasta el heroísmo.

Por Nelson Fredy Padilla Castro - Enviado especial a Brasilia

27 de junio de 2014

La ola amarilla se tomó el Mundial
La ola amarilla se tomó el Mundial

La ola amarilla se tomó el Mundial

«La alegría del Mundial es Colombia», publicó el reconocido diario español Marca después de que sus enviados especiales fueran testigos, no solo del triunfo de nuestra selección 2-1 sobre Costa de Marfil, sino de cómo cerca de cincuenta mil colombianos llenaron el estadio nacional de Brasilia, el Mané Garrincha. La misma percepción tienen los centenares de medios internacionales y brasileños acreditados en Brasil 2014. Las cadenas con mayor audiencia de este país de 200 millones de habitantes, Globo y Bandeirantes, les han dedicado informes especiales, primero cuando 45 000 llegaron al estadio de Belo Horizonte para el partido contra Grecia. Entonces creían que el amarillo era también efecto de mucho brasileño, pero en Brasilia confirmaron que la «torcida cafetera» es la segunda después de la local y la más «vibrante». 

En televisión pasan una y otra vez las imágenes de las tribunas colmadas haciendo la ola. El amarillo va y viene. En radio se oye a los colombianos cantando: «Olé, olé; olé, olá, jugamos de local». Es sobrecogedor estar en un estadio donde tantos miles de colombianos cantan el himno nacional hasta el llanto y luego no dejan de cantar: «Olé, olé; olé, olá, que mi Colombia va a ganar». Banderas tricolores de todos los tamaños cuelgan y ondean en los estadios donde juega Colombia con mensajes escritos: «Sueño cumplido», «Gracias, mamá», «No más guerra», «Queremos goles y paz». Letreros de las principales ciudades del país, de pueblos como «Santa Rosa de Cabal, presente», Cajicá; de regiones como La Mesa de los Santos; de barras de equipos como Santa Fe, Millonarios, América, Nacional. Los de Brasil parecen estadios colombianos. 

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La prensa italiana escogió la celebración de los goles, al estilo del defensa Pablo Armero, como la mejor del campeonato y ahora ese ritmo se baila, o se intenta bailar, en las afueras de los estadios y es tendencia en redes sociales. Joao Rodrigues, uno de los miles de voluntarios que trabajan para la FIFA, dice: «Es increíble la alegría de los colombianos. Es muy contagiosa y da gusto ayudarles a conseguir boletas o un lugar para montar una carpa donde puedan dormir. Felizmente hemos podido darles la bienvenida que merecen». Sí. La mayoría de hinchas llegaron desde Colombia en plan de aventura y con el dinero justo a un país caro, más caro por el Mundial. Por eso y por la improvisación propia de nuestro «folclor», decenas de personas han tenido que dormir en parques o donde los agarra la noche; restaurantes, iglesias, centros comerciales, paraderos de buses, por donde uno va se ve la ola amarilla. Casi todos terminan en los bares, como el paisa Alejandro Quiñónez. «Aquí practicando el portugués que me interesa: “amigo, estoy procurando una cerveza”, brigado». El tendero sonríe y responde, «vamos Colombia». La ola amarilla grita «vamos Colombia» y los automóviles locales pasan pitando y los pasajeros sorprendidos les toman fotos. Una ciudad tan tranquila no puede creer que la dicha del fútbol dé para una algarabía de día y de noche. A habitantes como Ricardo Meireles no les molesta, al contrario los pone contentos porque los saca de la rutina y, por el contrario, los saludan y les desean «parabienes».

 

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Aquí en Brasilia los colombianos son escasos, incluso los que trabajan en la embajada, por lo que resultó impresionante ver a cincuenta mil tomándose las calles y los parques para caminar o descansar. Lo que no sabían era que esta ciudad planeada como capital de Brasil, inaugurada desde 1960, fue construida bajo el sistema de supercuadras. Todo es grande y las distancias son enormes. Los dos millones y medio de residentes dependen de los automóviles, por lo que no podían creer viendo a los colombianos caminar kilómetros y kilómetros por las explanadas para conocer los monumentos construidos por el arquitecto Oscar Niemeyer. 

En medio de tantos fanáticos viajeros se destaca un grupo de Pibes Valderramas de Bogotá con los que todo el mundo quiere fotografiarse y una «tribu» de «indios» caleños que vino disfrazada con larguísimas plumas amarillas, azules y rojas. Cada colombiano es una historia: desde los representantes de una escuela de fútbol 5 del bogotano barrio Kennedy, donde la plata no alcanzó para que todos viajaran, pero sí lo hicieron los buenos deseos de todos para la Selección escritos en una bandera gigante que ondea en los estadios brasileños. Están las marimondas del Carnaval de Barranquilla e hinchas normales como el matemático caleño Mariano Jaramillo, cuyo hijo hizo cuentas y de Día del padre le regaló «la felicidad de vivir un Mundial». 

Pero entre tantas historias, la que más me impactó fue la de dos motociclistas del Caquetá que juntaron los ahorros de toda la vida y una perseverancia admirable para «ir hasta el fin del mundo» con tal de estar en el Mundial. Juan Carlos Murcia Losada y José William Salazar Marulanda partieron de Florencia el 5 de abril para hacer un recorrido por ocho países de Suramérica, Ecuador, Perú, Chile, Argentina, Uruguay, Paraguay, Bolivia, terminando en Brasil dos meses después. 

Los conocí frente al estadio nacional de Brasilia, a bordo de sus motocicletas, orgullosos de haber hecho realidad lo que sus paisanos llaman en Facebook «una locura». Hicieron jornadas de doce horas, tramos de día y de noche, se enfrentaron a desiertos como el de Atacama, a carreteras peligrosas, a abismos insospechados, a tramos fronterizos para valientes como El Paso de Los Libertadores, cerca al monte Aconcagua, entre Chile y Argentina. 

 

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El momento más crítico fue vivir las nevadas bajo cero cerca a Bariloche. Acostumbrados al calor y la humedad de la selva caqueteña nunca se imaginaron estar al borde de la hipotermia y haciendo equilibrio sobre el hielo. Hubo varadas, hubo caídas menores, hubo días de hambre y sed, pero siempre encontraron la ayuda de alguien que los sacó de apuros; en el mercado popular de Ciudad del Este, en Paraguay; en las cataratas de Iguazú, en el glaciar Perito Moreno, en la región argentina del Calafate, después de recorrer más de 5000 kilómetros en total.

Tienen el cuerpo adolorido y el alma fortalecida. Les veo las manos ampolladas, la piel quemada, los labios partidos y me río de mí alegando porque los vuelos de Avianca y TAM que me trajeron demoraron 24 horas entre Bogotá-Lima-Sao Paulo-Goiania-Brasilia. Dormí una noche sobre las sillas de un aeropuerto envuelto en la bandera de Colombia, como muchos colombianos, chilenos, italianos, franceses. Me quejé del aire acondicionado a las cuatro de la mañana, del dolor de espalda y de que me refundieron la maleta en el cambio de avión. Otros hinchas dicen haber pedido préstamos para la ocasión, llenado el cupo de las tarjetas de crédito, gastado el sueldo «sin saber cómo pagar arriendo y recibos cuando vuelva». Simples anécdotas comparadas con el sacrificio de estos motociclistas.

Juan y William no solo sufrieron, también vivieron momentos mágicos como el día que llegaron, después de sortear «el Paso de Jama» y «la Cuesta del Caracol», a las grandes salinas de Jujuy. «No hay palabras para describir tanta belleza natural». «Son recuerdos tan bellos como ser testigo de un gol de Colombia en un Mundial». 

Así, «encomendados a la Virgen y a la selección Colombia», llegaron hasta Ushuaia, Tierra del Fuego, literalmente el fin del planeta. Una vez salieron ilesos de La Patagonia, se encontraron en un pueblo con el sacerdote colombiano Jesús María Henao Vargas, quien ofreció una misa por sus compatriotas, los bendijo para el viaje de 3094 kilómetros hasta Buenos Aires y les deseó un buen mundial. Dicen que en la capital argentina encontraron las fuerzas que les faltaban para el resto de la travesía. En Caminito, oyendo a Gardel, tomando mate en el histórico Café Tortoni. Como prueba leen un poema muy popular en internet titulado «Instantes», que les dijeron que era de Borges: «Si pudiera vivir nuevamente mi vida, en la próxima trataría de cometer más errores…». No es de Borges. Qué importa, les resulta tan inspirador como hablar de un regate de Juan Guillermo Cuadrado, de un pase de James Rodríguez o de un gol de Falcao García.

Otros motociclistas, «motoqueros» los llaman ellos, les prestaron auxilio material y espiritual. Por invitación del mexicano Ernesto Acevedo y dos amigos más que están haciendo la «Vuelta a América en motocicleta», desde Alaska hasta La Patagonia, pasaron de Argentina a Uruguay en el Buquebús que va de Buenos Aires a Colonia atravesando el río de La Plata, para luego conducir 180 kilómetros hasta Montevideo. 

Ya en Brasilia la «Expedición sobre ruedas Caquetá, Suramérica» se nota fatigada y feliz. Acaba de hacer el recorrido de 780 kilómetros desde Belo Horizonte, donde asistieron al 3-0 de Colombia sobre Grecia. Antes habían estado en Curitiba, en Río de Janeiro donde las chicas de Ipanema, tan ligeras de ropa, se acercaron a sus motos con el sol de las seis de la tarde. Frente al Mané Garrincha decenas de colombianos y turistas de otros países se agolpan para oír sus aventuras y tomarse una foto a bordo de las motos, con los «héroes colombianos». 

 

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«Esto es hermoso, en todas partes recibimos cariño, nos abren las puertas, la gente suramericana es la mejor. Hemos dejado tantos amigos en tantos lugares que no me canso de darle gracias a mi esposita por ayudarme a realizar este sueño ni a Dios por todas las bendiciones», dice José William, emocionado desde su «azuleja» Yamaha XT660R, sin dejar de sostener el pulgar arriba, la que ha sido su seña a lo largo de la expedición. 

A la pregunta de por qué un viaje tan osado responde: «Es una obligación cumplir sueños». Juan Carlos comenta: «Jamás me imaginé que ser orgullosamente colombiano fuera tan gratificante. Vamos por todas partes con nuestras banderas diciendo somos Colombia, Caquetá existe». ¿Misión cumplida?, les pregunto. «¡Sí, señor!», dice William, enfático. Juan Carlos le sonríe, le da una palmadita en la espalda y le dice: «Sí, pero todavía nos falta acompañar al equipo adonde vaya (les espera la selva pantanosa de Cuiabá) y regresar a Colombia como vinimos, en moto. Nos falta un mes para llegar triunfantes como nuestra selección».

Por Nelson Fredy Padilla Castro - Enviado especial a Brasilia

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