
Su vida comenzó en Hyogo, un pueblito perdido en las montañas del suroeste del Japón, a la sombra del Himeji, un gran castillo medieval. Vino al mundo en una Machiaï (casa del té) que dirigía su padre, un hombre rígido y triste. Pero Kenzo creció rodeado de sus siete hermanos y de las risas de las geishas, figuras centrales del establecimiento familiar. Creció rodeado de música y de flores.
Su primer contacto con aquello que definiría su futuro fueron las sedas de los mercaderes. Ellos llegaban a ofrecer coloridos kimonos, con estampados de flores de cerezos, del castillo Himeji o del monte Fuji. También le llamaban la atención las revistas de figurines de moda que le compraba a su hermana mayor, estudiante de costura. En el colegio prefería quedarse viendo fotos o patrones de costura, en lugar de salir a jugar con sus compañeros de clase. En ese momento comenzó su espera: su único deseo era inscribirse en una escuela de costura y seguir los pasos de su hermana, pero su rígido padre no lo permitiría. Pasó el tiempo y logró montarse en un tren y ser aceptado en la más prestigiosa escuela de diseño de Tokio: La Bunka. Vivió tres años de sacrificios, de estudio y de aprendizaje. Poco a poco, en un medio difícil, se fue convirtiendo en un competidor serio, donde incursiona en múltiples trabajos. Finalmente aparece la oportunidad que le cambiará la vida y se embarca hacia Europa. El 1 de enero de 1965 llega a Marsella, en pleno invierno. Luego se traslada a París, con su cámara Nikon al hombro. Recorre las calles para absorber con su lente la ciudad, las mujeres, la ropa, las texturas, los colores...
Paso a paso se va abriendo camino. Conoce gente vinculada con la moda y le presenta sus bocetos al reconocido diseñador Louis Feraud. Su primer contrato fue en la firma Pisanti. Ahí se encargó de elaborar diseños para el estampado de telas, donde aprende muchísimo del oficio del tejido y la malla, que años más tarde serían parte importante de su ADN como diseñador.
El primer desfile de Kenzo en París fue el 14 de abril de 1970. Desde ese día comenzó su exitosa carrera, en la que nunca ha dejado de sorprender con su mundo feliz: una selva llena de animales y colores, frescura e irreverencia. Ha dejado huella con sus orejas de conejo pegadas en zapatillas de terciopelo, sus sombreros de rafia, sus alpargatas de fique, sus pañolones y ponchos.
Su visión respetuosa y ceremonial de la moda la complementa con rebeldía y un gran sentido del humor. Por eso a Kenzo lo siguen todas las mujeres, quienes además se sienten seducidas por sus perfumes de flores exóticas.
Ese mundo feliz es el resultado de la paciencia y la dedicación de un hombre estudioso y disciplinado al que le gusta crear y jugar con las formas como un adolescente inquieto y siempre sonriente, sin dejar nunca de lado sus ancestros y sus raíces. Kenzo trajo para siempre el sol de oriente al occidente.
Fotos: Getty.
