Natividades Indias

Hace 44 años, en la desaparecida revista Presencia, el periodista Javier Darío Restrepo publicó este reportaje que describe las costumbres de algunos pueblos indígenas colombianos respecto al nacimiento. Un texto para leer en estos tiempos de Navidad y constatar similitudes entre la soledad de María y la de las madres indígenas.

Por Javier Darío Restrepo

24 de diciembre de 2018

Cristian Garavito/El Espectador.

Cristian Garavito/El Espectador.

La Navidad más parecida a la de Jesús es la de los indios. Los escrituristas reflexionan sobre la elección del pueblo judío como el pueblo de Jesús y no tienen más remedio que aceptar que no hubo otra razón que su pobreza, desvalimiento y pequeñez. Era un pueblo pobre, de pastores, una colonia sojuzgada por los representantes del más grande imperio terrestre de entonces. Era, en suma, una nación paria. Según eso, si hoy Cristo fuera a escoger un pueblo para nacer, lo haría dentro de nuestras tribus indias, todas pobres y desvalidas, despreciadas y sojuzgadas.

Además, ninguna maternidad es más parecida a la de María, que la de las madres indias. Como una gota de agua con otra, se parecen esas maternidades porque ambas transcurren en el marco severo y silencioso de la más absoluta pobreza. Basta pensar en la muy escasa distancia que hay de la gruta de Belén a una maloca cualquiera. Cuando se siguen los detalles del parto de María y los partos de las madres indias, cree uno hallarse ante un juego de espejos.

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La soledad de María que se va a las afueras de la ciudad y tiene por únicos testigos de su parto a los ángeles y a los animales, los mismos que acompañan a la mayoría de las madres indias cuando dan a luz lejos de sus ranchos, en las chagras o en lo profundo de los bosques. Contrastan esa soledad y ese silencio del parto con la explosión del gozo que provoca la presentación del recién nacido. Cantan los ángeles y los pastores con acentos parecidos en el gozo a los de las tribus cuando saludan una vida nueva. María sabía que era vida nueva lo que recibía. También lo saben las madres indias. Hasta en eso se parecen a la madre de Jesús.

Hay muchas semejanzas más. Las descubre quien sigue los relatos sobre las natividades indias, paralelamente a los detalles del nacimiento de Jesús. Un excelente ejercicio que culmina con el descubrimiento del indio a través de Jesús y de las madres indias a través de María. O, para muchos, a la inversa, descubren a Jesús y María a través de los pequeños indios que nacen y a través de sus madres de rostro cobrizo y ojos oscuros.

Natividad en el Vaupés

Esta sola la madre del niño cubeo cuando da a luz. Todos saben en la tribu que va a dar a luz, pero nadie se atreve a seguirla cuando en la mañana sale hacia su chagra de mandioca. Allí, donde todos los días trabaja, en el mismo lugar en que estimula y disfruta la fertilidad de la tierra, da a luz en silencio, sin más testigos que las eras, los árboles, la tierra y el cielo. A veces el parto ocurre en la noche, entonces la india abandona la maloca y va al campo abierto, bajo las estrellas, para ser madre en soledad y en silencio. Durante los días anteriores ha trabajado de modo normal y, a veces, el parto la sorprende en plena actividad.

No porque el parto no importe. Ese momento es clave para definir si la mujer cubea ama o no a su marido. La prueba de amor es darle un hijo. El hombre, en cambio, abandona a la mujer que no le da hijos. La tradición le ha enseñado que una mujer estéril es como tierra mala que agosta las semillas que en ella caen. Es creencia de los cubeos que el esperma masculino basta para la concepción; y que solo necesita de una matriz que lo acoja y le permita crecer y desarrollarse, así como la buena tierra favorece la fecundación de las semillas.

Cuando por fin llega la madre con el niño hasta la maloca, lo coloca sobre una bandeja de mandioca cubierta de tela y lo baña. Después le pinta la cara con manchas rojas como las del jaguar y el resto del cuerpo lo cubre con pintura roja. Luego le amarra a las muñecas sendas vendas de cordel para que sus brazos sean fuertes y lo presenta a las dos abuelas antes de ir a la cama donde permanecerá los tres días siguientes acompañada de su esposo.

Los otros miembros de la familia y los vecinos les proporcionan comida, agua y fuego y el cuidado de los otros hijos. Los esposos y el recién nacido quedan aislados, caminan poco, evitan el río en donde la anaconda, enfurecida por el nuevo nacimiento, busca hacerle mal al niño. Cualquier pequeño o grande accidente que les ocurra repercutirá en el niño. Por eso evitan todo riesgo. Al final, cuando cesa el aislamiento, el padre inicia los ritos mágicos, para que los alimentos sean siempre provechosos al hijo, para que el río sea seguro y no le dañen ni la anaconda ni los peces, y para que la piel fetal desaparezca y el niño pueda crecer.

Para esto lo recubren con pintura. Mientras tanto, los otros hombres de la maloca limpian de todo mal los alimentos soplando sobre ellos humo de tabaco. La madre cuida el cordón umbilical hasta que se seca y se cae. Entonces lo entierra en la chagra, en el lugar mismo donde su hijo nació. La palabra equivalente a parr es pawantadju, que en el lenguaje cubeo significa: “hacer una persona”.

Parto en la Sierra Nevada

Cuando el bebé arhuaco abandona el vientre materno lo primero que encuentra es el duro y frío suelo de tierra. A su alrededor todo está en silencio y en la más completa soledad. Toda la familia se ha ido a hacer oficio fuera de la casa o a cortar leña en el bosque.

La madre, colgada de un lazo amarrado en el poste central de la casa, ha mantenido los pies en alto durante el parto, para no tocar el suelo. Ella misma, sudorosa y temblando, corta el ombligo con una cuerda de carrizo y lo cubre con algodón. Después levanta al niño del suelo para que el diablo no se lo vaya a llevar y cuenta los nudos del cordón umbilical. Las mujeres arhuacas creen que tendrán tantos hijos cuantos nudos puedan contar en ese cordón.

Lo usual es que los partos transcurran sin ayuda ni compañía. Sin embargo, si algo temen, o si el embarazo ha sido difícil, se hacen acompañar de la madre o de una india vieja y experta que les da masajes y agua de manzanilla caliente o curalina para apresurar el alumbramiento. Siempre al lado de la mujer que ha dado a luz se enciende un fogón para espantar a los malos espíritus que buscan a la madre y al niño. La placenta, el cordón umbilical y el algodón son guardados en un calabacito y enterrados respetuosamente por el padre y el mamo, sacerdote o brujo arhuaco. Así aseguran la presentación del pequeño ante los seres del otro mundo. Después de esa ceremonia, la madre y el niño pueden bañarse.

A los cuatro meses, el mamo le impondrá el nombre en una ceremonia bautismal celebrada en el río Kunkurua, y para que en su vida los alimentos no le hagan mal, cocinará comidas de toda clase, las bendecirá y pondrá en la boca del niño un poco de todo. Es el final del proceso que para la india arhuaca comienza el día de su primera menstruación. En esa ocasión, recoge en un algodón la primera sangre y la guarda. Es el anuncio de las maternidades que luego vendrán.

Nacimiento en el Catatumbo

Las madres motilonas cuentan a sus hijas la historia de la madre-rata, que es su forma elemental de iniciarlas sexualmente. Hubo un tiempo, dicen, en que las mujeres no sabían tener hijos y necesitaban la ayuda de sus maridos. Una madre motilona lloraba por esa triste condición cuando llegó Auxtuyara, la madre-rata, y le preguntó: ¿por qué lloras? La motilona le respondió: porque voy a tener un hijo y mi marido ya salió de la casa para hacer un cuchillo de macana brava con el me abrirá el vientre y sacará el hijo. Me toca morir y no volveré a vivir con mi marido, ni podré conocer a mi hijo. Moriré como todas las demás madres.

Así sucedía y por eso la raza motilona no crecía y las familias se entristecían cuando se anunciaba la llegada de un nuevo hijo. La madre-rata, emocionada, dijo a la madre motilona: “No llores. Mírame a mí, estoy rodeada de más de diez hijos porque mi marido no necesita matarme cuando voy a tener un hijo. Si te duele mucho el vientre harás como hacemos nosotras: primero amarras tus manos, después te pones en la boca las potencias de las hojas cacucayna. Te soban luego la barriga y aprietan durísimo y tac…nace el hijo. Cuéntalo a tu marido para que sepa que no es necesario abrir el vientre con cuchillo. Hasta hoy día la ocdijbara, o amiga que acompaña a la madre soba el estómago y aprieta en el momento del alumbramiento.

Las madres motilonas van a la selva lejos del bohío, cuando van a dar a luz. Solo las acompaña una amiga. Pero es la misma madre la que hace la primera limpieza de su hijo y corta el cordón. En el parto están en pie, fuertemente agarradas a un árbol. La amiga solo acompaña y presencia el parto. Es la madre la que, después de un corto descanso, regresa al bohío cargando a su recién nacido.

Ha nacido un Desana

Los indios Desana consideran suyo el pequeño lugar bajo el sol donde su madre dejó enterrada la placenta y el cordón umbilical el día de su nacimiento. Casi siempre es una chagra, o un campo de cultivo, entre los que ellos han trabajado en la hoya del río Papurí, en las selvas del Vaupés. Aunque de la tierra extraen el sustento, los pequeños lotes que cultivan son más que una simple propiedad comercial. La tierra es a la vez vientre fecundo, relicario de tradiciones, lugar de sus raíces. Despojar a un indio de su tierra es quitarle algo de sí mismo, despojarlo de todo arraigo, ellos se vinculan con ella desde su nacimiento.

Las madres Desana dan a luz sobre la tierra, bajo el cielo abierto, acompañadas de su suegra que es quien recibe el niño y corta el cordón umbilical con un tallo de ortiga. El parto sucede siempre lejos del río por temor a waí-maxsé, el espíritu enemigo. Desde el momento en que se corta el cordón umbilical, el pequeño comienza a ser rodeado de cuidados y defensas. El padre, alrededor de la maloca familiar, recita conjuros y lanza espesas bocanadas de humo de tabaco para cercarla contra todo peligro. Es lo que la madre encuentra a su regreso con el niño en brazos.

La seguridad de que el niño gozaba en el vientre materno es la que ahora se quiere reproducir en ese otro gran vientre que es el ambiente familiar. Las oraciones, inevitablemente, piden que la maloca quede cercada contra todos los peligros y que el pequeño pueda hacerse invisible tras esa cerca, frente a las amenazas. Esas invocaciones se repetirán tres años después cuando le sea impuesto un nombre. Entonces se recitará su genealogía y se hará un recuento del mito de la creación: cuando la humanidad llegó a la hoya del río Papurí en una culebra-canoa.

Alumbramiento entre los cobarías

En mitad del monte y bajo un diminuto rancho cubierto con hojas verdes, nacen los niños Cobarías, una tribu que habita en Arauca, entre los límites de los dos Santanderes. Como en las tradiciones bíblicas, las mujeres estériles son socialmente rechazadas y aún se las llega a despreciar como prostitutas.

Pero, curiosamente, con este repudio de la esterilidad coexiste un supersticioso temor por la superpoblación. Cuando una mujer da a luz mellizos, ella y su marido son sometidos a un periodo de aislamiento durante el cual nadie les habla y quedan obligados a un severo ayuno. Además, deben abandonar a sus hijos mellizos o gemelos en la selva para que mueran. La creencia es que, si los dejan vivir, seguirán teniendo partos múltiples y esto superpoblará la tierra. La madre trabaja normalmente hasta el momento del parto. Cuando es inminente, va al rancho aislado en el monte acompañada del “careca” o brujo y dos parientes.

El “careca” está cubierto con su “cocora”, un sombrero ceremonial con ostentosas plumas de colores, y lleva en la mano una pluma de garza con la que “sopla” al niño recién nacido. Después de esa ceremonia él decide si el pequeño debe vivir o no. Si es deforme o enfermizo la sentencia de muerte es inevitable.

El “careca” canta una larga salmodia en la que dice lo que el niño será y debe aprender en su vida. Cuando le da el nombre, casi siempre el de un animal cuyas cualidades desea para el pequeño, le da sal, caldo de armadillo y plátano cocido con pescado. Durante sus primeros años los niños llevan consigo un collar con dientes de báquiro, y las niñas un collar de tarsos de paujil que los protegen contra las enfermedades.

Natividad en Urabá

Es la comunidad entera la que da la bienvenida a los niños cunas: todos los adultos lo llevan en alto mientras cantan alborozadamente sobre los trabajos y labores domésticas que un día deberá acometer el recién nacido. Hasta ese momento, todos los familiares y amigos de la parturienta han permanecido en una activa espera que se acentúa durante el parto que transcurre en una habitación aislada, lejos de la vista de los hombres.

La madre ocupa una hamaca, quizás la misma donde han ocurrido los ritos nupciales, y está acompañada por dos comadronas que se encargan de ayudarle en el parto, lavar al pequeño y enterrar la placenta y el cordón. Mientras tanto, afuera, el inatuledi o médico, está cantando oraciones rituales y pasando las medicinas necesarias a las parteras. En los cuatro días siguientes, la madre y el niño siguen atendidos por las dos parteras que, después, cuando han cumplido su tarea, cobran a la familia el equivalente de un balboa por su trabajo profesional.

Cuando llegan los guajiros

El relato me lo hizo por primera vez un indio viejo, sentados los dos en una ranchería de Uribia, mientras veíamos el amanecer. Una india alta y arrugada, con los cabellos blancos y cubierta con una enorme manta de color azul brillante, nos sirvió café en unos pocillos de vajilla china. A nuestro alrededor se fue formando un círculo de pequeños guajiros semidesnudos que escuchaban con curiosidad al anciano. “Mareiwa (Dios) hizo que existiera una india llamada Borunka Queu, fue la madre de todos los indios guajiros. Llegó el momento del alumbramiento, pero ella no podía dar a luz.

Todo sucedía porque su órgano genital tenía dientes. Mareiwa se los quitó y le extrajo al marido dos costillas para ponérselas a Borunka a fin de que pudiera dar a luz. Como siempre que hay un alumbramiento hay pérdida de sangre, Mareiwa llamó a todos los pajaritos. Al llamado “sangre de toro” lo mandó a lavarse donde había tenido lugar el parto. También a los turpiales, al icó de alas negras y copete y barriguita rojos y a los guacamayos. El carpintero llegó tarde al baño, Mareiwa le dijo: “llegaste tarde, pero te voy a untar el copete”, y se lo pintó. Por eso estos pájaros tienen manchas rojas”.

Como en las otras tribus, entre los guajiros el parto tiene una connotación ritual, de la que las leyendas son apenas un indicio. El embarazo no interrumpe ninguna de las actividades de la india guajira, pero en cuanto ocurre el alumbramiento, la voz cantante la lleva al piache, un brujo que entona en voz baja, como un monótono y ronco susurro, fórmulas rituales de contenido mágico que acompañan con la aplicación de cataplasmas de flores y raíces seleccionadas para garantizar la protección sobrenatural del pequeño y su éxito temporal. El mismo piache se preocupa por atender a la madre con sus misteriosos medicamentos.

Cuando ya el niño ha superado la crisis del parto, el padre invita a toda la parentela para celebrar con abundancia de ron y chirrinche el advenimiento del nuevo guajiro. Es una fiesta con repetidos brindis por la vida y ruidosa por los disparos con que los indios manifiestan su explosivo alborozo.

La llegada de un Yagua

El nacimiento de un bebé Yagua ocurre en presencia de toda la tribu, dentro de una espontánea ceremonia que tiene por escenario en entorno de algún árbol vecino a la casa de la madre.

Todos, familiares, amigos y visitantes ocasionales, se sitúan alrededor del árbol dentro del más profundo y religioso silencio. La madre, sola, se agarra al tronco del árbol y da a luz de pie, sin ayuda alguna y en presencia de una muchedumbre que escucha impasible su jadeo y sus quejidos durante el alumbramiento. El niño cae al suelo, entre las hojas, los desperdicios, la tierra y las hormigas, y es la misma madre la que corta el cordón con una mandíbula de piraña.

El silencio de los asistentes aún continúa cuando vacilante y temblorosa, la madre con el niño en brazos se acerca a la orilla del río Atacuarí o al Yacarité. Allí lo lava y escucha su primer llanto. Después lo levanta y lo lleva al sitio donde espera reunida la comunidad. Entonces sí se rompe el silencio y la muchedumbre hasta entonces aparentemente impasible, prorrumpe en gritos y cantos de fiesta.

La llegada de una nueva vida es motivo de un regocijo comunitario en esta tribu del bajo Amazonas. Por eso cada parto constituye un solemne rito que comienza con los ahogados gemidos de la madre abrazada al tronco de un árbol y concluye con la algaraza de la comunidad alrededor del recién nacido.    

Por Javier Darío Restrepo

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