Perder la virginidad con una trabajadora sexual ¿bueno o malo?

En mi caso no fue bueno ni malo: fue sensacional. Inexperto y torpe, reconozco que esa noche de 2003 volé alto. Cada vez que lo recuerdo, me enamoro más de ese momento.

Por Alberto Ochoa Mackenzie

07 de noviembre de 2018

Pixabay

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No me da vergüenza reconocerlo. Si volviera a estar en mis mismos zapatos, volvería a hacerlo. Estaba en grado once, estudiaba en colegio masculino y católico. En mis 17 años mi patrimonio se reducía a un Play Station 1 y muchos videojuegos piratas. No tenía novia ni amigas. Como yo eran la mayoría de los compañeros de clase.  Como a ellos a mí me asaltó la necesidad de dejar de ser virgen. Éramos unos perdedores sociales: play, jugar y ver fútbol, play. Ni siquiera había porno en nuestras existencias. Exagero: en mi vida no había.

Hace quince años era peor que un milenial que se toma y publica cinco selfies al día. Estoy seguro de que habría firmado un contrato para que nunca se esfumara mi vida de joven pusilánime aficionado a Dragon Ball. Pero un día me asaltó una necesidad existencial. La idea se inyectó como un virus: ¿hasta cuándo iba a seguir siendo virgen? Sí, a mis 17 años, sin saber por qué, esa fue mi única preocupación. Era algo así como graduarse de hombre. Tenía que hacerlo.

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Con mis compañeros de colegio disponíamos de una opción, que estaba cerca de la casa de uno de ellos, en el sur de Cali. Me refiero a la opción burdel. Lo planeamos durante meses. Nunca hablamos de perder la virginidad, pues todos nos jactábamos de haberla dejado antes, sin dar detalles. 

De enero a mayo ahorramos lo del recreo. Hasta que llegó la noche de echar el puñado de billetes de 2 mil en la billetera.

Entonces por el color marrón de las cortinas se reconocían las casas de citas. Fuimos a tres. Teníamos contraseñas falsas. Sólo en una puerta nos pidieron identificaciones. La dinámica para conocer a las prostitutas era la de las películas: uno se sentaba en una silla y, una por una, desfilaban delante tuyo. Las afables eran minoría (Le puede interesar Hay hombres que son muy malos polvos ¿Y las mujeres? También abundan).

Ahí estábamos los tres colegiales, ahora en una calle, discutiendo el burdel. A mis compañeros ninguna opción los convencía. No teníamos plata para visitar los que supuestamente las mujeres eran más guapas.

Yo fui practico. Ese día quería perder la virginidad. En el recorrido había visto a una negra voluptuosa.  Me las arreglé para que aceptaran entrar justo en el que ella estaba. Lo disimulé bien, yo estaba muy ganoso.  Era mi primera vez. Según un primo mayor, las trabajadoras sexuales demuestran atracción por el cliente si te besa y si te practica sexo oral sin que se lo pidas. 

Recuerdo que de entrada fui sincero. “Suave, por favor, que nunca lo he...”. Se rio sin burlarse. Su trato mí fue de viejos conocidos que un día se encaman. Nunca he afirmado que la chica lo disfrutó tanto como yo. Puedo decir que ella hizo lo posible por darme media hora inolvidable, en la que, según mi primo mayor, demostró que le gusté.

De lo poco que hablamos, me dijo que también era menor de edad y que tenía un lugar en esa casa para que nos escondiéramos en caso de allanamiento policial. 

Hoy recuerdo su cuerpo, algunas poses, sus enormes pechos, su trasero. Su cara es una imagen borrosa.  Me es imposible reconocerla en la calle. Poco cuento esta historia. Pero cuando lo hago procuro hacerle justicia. Por temor a que el lector deje de creerme, no digo que fue una noche maravillosa. Igual importa poco lo que piense el lector: fue una noche maravillosa. Punto.

Por Alberto Ochoa Mackenzie

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