Andrés Hoyos, malpensante y poco diplomático

Este escritor, fundador de la revista El malpensante, se declara sin pudor amante de la buena vida. Conversador, bailarín y padre tardío, revela facetas de su personalidad.

Por Redacción Cromos

08 de julio de 2010

Andrés Hoyos, malpensante y poco diplomático
Andrés Hoyos, malpensante y poco diplomático

Andrés Hoyos, malpensante y poco diplomático

Los que apenas lo han visto un par de veces pueden pensar que Andrés Hoyos –escritor, fundador y hasta hace un tiempo director de la revista El Malpensante– es una persona fría, vanidosa. Y aunque él lo sabe, parece que al final el asunto no lo desvela demasiado: “Seguramente lo dirán –cuenta dándole la espalda a una parte de su enorme biblioteca, organizada con esmero por orden alfabético–, pero no puedo evitar que me casquen cuando durante tanto tiempo El Malpensante ha cascado a más de uno”.

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Los que lo conocen, en cambio, saben que detrás de esa apariencia un tanto hostil hay otra cosa. “De él dicen que es huraño, mala gente. Después de siete años de trabajar a su lado puedo decir que no lo es. Es más bien descuidado socialmente: no se ocupa mucho de ser diplomático, ni está pendiente de la convención social del saludo o la amabilidad impostada”, dice Camilo Jiménez, antiguo editor de la revista que, junto a su amigo Mario Jursich, Hoyos fundó por allá en el año de 1996.

Y sí: quizás no se preocupe mucho por ser diplomático. Por eso, tal vez, llega media hora tarde a la entrevista, parquea su camioneta roja sin fijarse demasiado y sube apurado las escaleras de su casa con varios libros bajo el brazo. El lugar es un bosque en medio de la ciudad; en la parte de atrás se ven árboles altos y esa vegetación más bien desigual de la sabana. Para llegar hay que subir una pequeña colina en la que el tráfico de la ciudad desaparece. Adentro, la casa parece habitada por libros: están a la entrada, en el pasillo del segundo piso, dentro de la habitación, en la sala y en el estudio en el que escribe frente a un enorme ventanal.

Antes de sentarse en el sofá de la sala –desde donde se ve, al fondo, una terraza amplia– habla por celular. Concreta los últimos detalles de la nueva versión del Festival Malpensante que invita, como es usual, a varios pesos pesados de las letras. Sin mirar demasiado a los ojos y frunciendo el ceño cuando se le pregunta, Hoyos habla.

Dice, para empezar, que no es muy original en sus gustos. “Soy bastante straight”, confiesa pronunciando la última palabra con un inglés pulcro. Cuenta que le gusta leer de todo; que le encanta ir a cine aunque desde que nació su hijo Iván ha tenido que bajarle; que ha desarrollado una fascinación por series de televisión gringas tipo Los Soprano o Mad Men, y que lo que más le gusta es sentarse a tener una buena charla. “Soy básicamente un conversador”, dice.

Para eso es de mucha ayuda otra de sus grandes pasiones: la buena comida. “La verdad es que he sido siempre bastante sibarita –confiesa sin ningún asomo de pudor–. Me gusta mucho la comida mediterránea; en cambio, no me gusta la griega ni tampoco la oriental. En ese aspecto soy muy occidental”.

Comer bien, expresa, conlleva ese elemento de la conversación que tanto le gusta. Por eso, cuando viaja se informa y saca tiempo para visitar los mejores restaurantes de cada ciudad. “No siempre visito los de tres estrellas Michelin, aunque he ido a uno que otro”, revela. Como también cuenta que, puesto que su motricidad fina no está muy desarrollada, prefiere evitar meterse a la cocina.

Y, claro, viaja mucho. Le gusta Europa y suele ir con relativa frecuencia a Estados Unidos, no sólo porque tiene familia allá sino porque le encanta la cultura norteamericana. “En algunos aspectos, no en todos, los gringos están en el curubito. Digamos que el periodismo es extraordinariamente bueno; ha habido pintores muy importantes, y el cine independiente sigue siendo valioso. Y la música: uno no puede simplemente chulear a un país que ha dado a Bob Dylan”.

Pese a que se declara seguidor del rock –Los Beatles, Rolling Stones, The Doors, Tom Waits, Leonard Cohen–, admite que durante un tiempo, cuando fue militante de izquierda, dejó de escucharlo y se volcó sobre la salsa. “Empecé a comprar muchos discos e iba en camino a convertirme en un erudito –dice–. Ahora me gusta la música clásica y algunos cantantes franceses, pero no soy fanático de nada”. La salsa le dejó el gusto por el baile, una actividad que aún practica de vez en cuando: “Pero eso es como los deportes: pasados los cincuenta años uno ya no puede estarse hasta las cuatro de la mañana dando lora”.

Aunque no es lo único que lo entusiasma: al hablar de revistas, por ejemplo, se declara abiertamente proimperialista. “Las mejores del mundo son americanas. The New Yorker, Atlantic Monthly y el New York Review of Books son publicaciones de una tradición extraordinaria”. Y, de paso, aprovecha para sacar su mala leche: “Hay excepciones, pero en Colombia el periodismo no es suficientemente independiente; sucede que se mira de manera obsesiva la política cuando debería ser más polifacético. Yo diría que en general la calidad del periodismo que se hace es baja”.

Lo cierto es que, para bien o para mal, la vida de Andrés Hoyos está atravesada por libros. Lector, editor y escritor, dice que acaba de terminar una novela de mil páginas que le costó ocho años y medio de trabajo y de la cual, al menos por ahora, prefiere mantener el título en reserva. “Mis primeras tres novelas, de carácter histórico, tuvieron más o menos buena crítica y pocos lectores. Esa es la realidad”, dice.

Pero si hay algo que le logra robar tiempo a la literatura, aunque él intente restarle trascendencia, es su faceta como padre. “Ser papá, aunque tardío, me revivió la infancia, que estaba un poco relegada en la parte de atrás de la memoria. Ver a un niño crecer y adquirir las herramientas de la vida es algo muy emocionante y al mismo tiempo enigmático”.

Es medio día. Cuando termina de hablar Hoyos se levanta y va hasta el comedor. La última imagen que se ve es esta: el escritor está sentado en la cabecera de una mesa grande, con una servilleta de tela en sus piernas, mientras dos empleadas del servicio le sirven el almuerzo.

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