«He pensado en hacer la segunda parte de La vendedora de rosas» Victor Gaviria

Llega a las pantallas colombianas ‘Lady, la vendedora de rosas’, serie inspirada en la vida de Leidy Tabares y que en 1998 fue llevada al cine por Víctor Gaviria. Hoy recordamos la entrevista que nuestro director Jairo Dueñas, le hizo al director colombiano.  

Por Jairo Dueñas

17 de junio de 2015

«He pensado en hacer la segunda parte de La vendedora de rosas» Victor Gaviria
David Schwarz

David Schwarz

Cuando lo veo en la pantalla del noticiero, con su bigote campechano y su aire de Juan Valdez, hablando de cine a los alumnos de una escuela en Kennedy, se me cruza en la memoria el otro Víctor Gaviria, el informal y fiestero que busqué en Medellín en 1998, cuando se iba con sus actores y su película callejera para Cannes. Hoy, lo abordo telefónicamente y le pregunto por Leidy Tabares, la reconocida vendedora de rosas que hace 16 años fue portada de CROMOS, y que desde hace más de once años anda tras las rejas, implicada en el asesinato de un taxista. Entusiasmado me cuenta que faltan pocos días para que le den la casa por cárcel. La misma casa que, en su momento de protagonismo, le gestionó Yamid Amat con el Canal Caracol y en la misma donde le mataron a su primer esposo delante de su hijo. Me dice que esta mañana habló con ella y que le pidió que para su salida de la cárcel la recibieran con pólvora y muchos voladores. Al día siguiente de esta conversación, todos los periódicos tiran la noticia: ¡Leidy Tabares ya está en su casa en Bello!... Mientras que Víctor Gaviria sigue en Bogotá. Lo de la pólvora tendrá que ser en otra ocasión.

Nos citamos en un bar en la zona G para saber qué ha pasado con él, en estos últimos diez años sin filmar ninguna película, y qué planes tiene para volver a la acción pura. «La mujer del animal», masculla entre dientes.

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La primera vez que nos vimos fue hace 16 años en La Cueva, un antro en Medellín.

Sí, sí, sí. Era una olla. Era como entrar al infierno. Era un hormiguero lleno de socavones, de piecitas. A pesar de que yo estaba muy habituado al mundo de la droga, ese lugar me daba pánico. Yo no quería ver ese retrato de humanidad despojada y abrumada por la droga. ¿Te acuerdas que entramos a ver una virgen que había estado en la película La vendedora de rosas? Y la dejamos como recuerdo porque «Papá Giovanni» nos la pidió y pensamos que la virgen podía ser una imagen benéfica.

 

¿Qué pasó con La Cueva?

Hay una foto del alcalde de Medellín, Luis Pérez, con su corbata muy elegante, desalojando a todo el mundo, parece como expulsándolos de ese paraíso negro. Es muy tenaz porque a esa clientela oscura e infernal hoy la ves a lo largo del río, en la vieja carrilera. Allí se encuentran doscientos fantasmas, jugando cartas, jugando parqués, jugando dominó, sentados en unos sofás viejos, distantes del mundo acucioso. Hasta uno, a veces, siente un poco de envidia, de la relajación de estos personajes en un mundo donde nadie los toca. 

 

¿Cuál es su fórmula para entrar a esos espacios calientes y peligrosos y sobrevivir?

Será porque yo llego siempre a esos lugares de una manera muy utilitaria, o sea, siempre amparado por el cine. Todos de alguna manera saben quién soy, nunca he entrado en negocios de ningún tipo... porque siempre te ofrecen negocios: que te venden armas, que te venden droga, que te quieren meter en prostitución... Yo nunca, digámoslo, acepto ningún tipo de intercambio. 

 

Su intercambio es cinematográfico, no más.

Sí, mi intercambio es cinematográfico únicamente. Yo soy una persona interesada por todas las historias. Eso es lo que me salva a mí. En general, la gente de la calle, del rebusque, está por fuera de la institucionalidad. Y todo el mundo me cuenta cosas porque piensan que valoro lo que hay detrás de esas historias. Yo realmente no soy un sapo, por eso me pueden contar las cosas más atroces, porque no van a la estación de policía sino a la fantasía del cine. Ahora, por ejemplo, que estoy haciendo audiciones para La mujer del animal, me cuentan cosas que yo guardo con un buen sonido y con una buena imagen y que algún día va a ser una especie de álbum de fotos. Son retratos que duran diez o quince minutos, y que muestran una ciudad de una manera muy dinámica.

 

Cuénteme uno de esos retratos.

Me acuerdo de una historia, que en estos días me contó un pelao, que es muy sociológica. Me contó que un amigo lo reclutó para ir de guardaespaldas de un mafioso en Tuluá, pero que cuando llegan a Tuluá, siguen derecho hasta Trujillo y luego hasta Chocó. El pelao me dice: «Víctor, imagínese, yo llegué a una montaña y después como a un valle todo sembrado de coca, mientras un jefe nos decía: “Ustedes ya no se pueden devolver, ustedes ya son parte de Los Rastrojos y tienen que proteger este sembrado de coca”». Entonces, lo que me dijo él es que estuvo cuatro años recorriendo Chocó de arriba para abajo: «Me conozco todos los ríos del Chocó y me encontré con todos los ejércitos: el Ejército Nacional, los paracos, los urabeños, las FARC, y estuve combatiendo hasta que me volé. Y cuando llegué a Medellín, yo que estaba enseñado a mirar a lo lejos, tenía que mirar cerca para poder cruzar las calles, sin que los carros me atropellaran. Entonces, llamé a mi papá y le dije: “Papá, hablas con Alejandro, ya volví, estaba secuestrado”;  y mi papá me dijo: “Ah, muy bueno mijo”. Y no me dijo nada más... es que mi papá no me quiere». 

 

¿Y cuántos castings como ese tiene archivados?

Tengo como mil solo de La mujer del animal, comparado con los doscientos que hice de La vendedora de rosas, o los cien de Rodrigo D.

 

VENDEDORA DE ROSAS
Leidy Tabares y Víctor Gaviria posan junto a la virgen que decoró la olla La Cueva durante el rodaje de La vendedora de rosas. Quedó allí de recuerdo como símbolo de paz, como imagen benéfica en ese lugar tan parecido al infierno.
Foto: Archivo

 

 

¿De qué trata La mujer del animal? 

Una señora una vez me contó, hace años, que había sido ultrajada por un tipo al que le decían «El animal», y que así entró en un ciclo casi de esclavitud en la casa de la mamá de él. Después salió de esa familia y derivó en muchos barrios, mientras el hombre, robándose una casita y otra casita y un lote y otro lote, hacía posesión con ella. Todo el mundo la conocía como «La mujer del animal». Nadie le creía que había sido raptada con escopolamina, y lo que más le dolía en la vida era que ella tenía ese secreto. Después, ya haciendo casting, me doy cuenta de que no es solamente un caso que le ha sucedido a ella, sino también a muchísimas mujeres, sobre todo en los años setenta, cuando los hombres barriobajeros se apropiaban de las mujeres.

 

¿La historia ya está escrita?

Sí. El intento mío, un poco romántico y caballeresco, es rescatar la vida de una mujer que es una cenicienta ultrajada a la que nadie le ha reconocido su dolor. Me interesa abordar la idea de una delincuencia que no está contaminada por el narcotráfico, ni por la droga pesada, ni el bazuco, ni el perico. Era un poco la época del malevaje, de los camajanes. Digamos que eran unos hombres abyectos que no comprendían realmente qué era lo que destruían cuando violaban a una mujer.

 

¿Cuándo arranca el rodaje?

En septiembre. El escenario va a ser en Medellín, en Nueva Jerusalén, un barrio de invasión que se abrió en unas tierras que estaban controladas por grupos de paracos. Es un barrio muy nuevo, de cuatro años no más, y está en plena ebullición.

 

¿Tuvo que pedir permiso para entrar a ese barrio? 

Desde los noventas el cine ha sido una carta de incorporación a la sociedad. Los muchachos en el casting me dicen: «Víctor, no sabe usted lo importante que es que usted esté en este barrio, porque nosotros desde que nacimos somos estigmatizados, ¿y sabe por qué? Porque no tenemos trabajo, porque somos drogadictos, porque nacimos encadenados». 

 

¿Cuánto dura el rodaje? 

El rodaje dura diez semanas, o sea que estaremos terminando hacia finales de noviembre. La idea es tenerla pronto, porque ganamos un estímulo del Fondo de Desarrollo Cinematográfico, de setecientos millones, y tenemos que entregar la película antes de septiembre de 2015.

 

¿Setecientos millones es el presupuesto de la película?

No, el presupuesto es de dos mil millones de pesos.

 

¿Y los otros mil trescientos? 

Ha sido dificilísimo, te lo digo, porque cuando escoges una película es como casarse con una mujer. O sea, no te puedes arrepentir al año o a los seis meses, sabes que vas a vivir varios años con esa persona. Me ha dado muy duro porque el tema es repelente e inverosímil, no es vendedor para nada. Lo que pasa es que yo tengo mi intuición, sé que el público colombiano va a ir a esta película porque tiene un alto contenido de verdad.

 

Pero ¿hay posibilidades de conseguir lo que le falta?

Ya conseguí lo que me falta. Tengo unos inversionistas que apuestan por la película no en un sentido comercial, sino en un sentido cultural. Para completar, yo les pido que inviertan cuando todavía no están los actores. No le puedo mostrar nada a nadie y ellos aceptan antes de yo tener algo. El casting es principalmente con mujeres que han sido heridas por la violencia y el machismo, esas mujeres que han aguantado esa servidumbre, esos abusos.

 

Es un casting doloroso.

Es superdoloroso, te digo que uno quiere salir corriendo todo el tiempo pero, la verdad, ese es nuestro país.

 

 

Un país que nos martilla

¿Sigue trabajando con actores naturales?

Sí. El actor natural me da un rictus de dolor en la cara que es espontáneo, involuntario y muy profundo, más que el de cualquier actor porfesional. Tienen unos párpados inquietos, caídos, de expresión congelada. Algunos tienen un reclamo contenido.

 

La actuación profesional no es algo que tenga en cuenta para sus trabajos.

La verdad es que yo nunca poso. Nunca he sido un especialista en dramaturgia. Conozco la dramaturgia del actor natural, eso sí, tengo más o menos una intuición para ellos. Yo no sé nada del trabajo de construcción de los personajes del actor profesional. 

 

¿Cuántos años tiene usted?

Tengo 59. En enero de 2015 cumplo 60.

 

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Foto: David Schwarz

 

¿A los sesenta qué cine quiere hacer?

No sé si sea posible, de pronto, hacer el cine por puro placer. No solamente por decir cosas, sino también por su lenguaje. Me gustaría algún día tener la idea de hacer una película por jugar con esa hermosura del lenguaje del cine. ¿Si me entiendes? Colombia es un país que nos martilla a cada uno un compromiso y no sé si pueda aspirar, en algún momento, a ser un poco más libre.

 

¿Y cuál es su compromiso? 

El mío es hacer del cine un testigo de unas personas que son invisibles, marginadas. Soy un cineasta que enfrenta temas documentales. De alguna manera los exploro, se los arranco a la realidad.

 

Un vicio suyo, Víctor.

Yo tengo un enorme vicio, que es celebrarlo todo. Soy del tipo de hombre que celebra lo que hizo en el día. Pero siempre he pensado que esta celebración es un poco recoger las experiencias del día y pasarlas por el tamiz de los sueños, a veces con el alcohol y las drogas.

 

Y una virtud.

Una virtud, eh, no sé. No, te voy a decir cuál es la virtud, que siempre al otro día anoto aquellas ideas que la noche me da.

 

No se quedan en el delirio.

Trato de que no se me olviden esas pequeñas visitas, esos brillos de la noche que se condensan y encapsulan en pequeñas imágenes. Al otro día yo trato de hacer un pequeño diario de esas imágenes para que no caigan en el olvido.

 

Cuando no está haciendo cine, ¿qué hace?

Recorro mucho la ciudad, recorro mucho a mis amigos. Tengo otro defecto: he hecho de la amistad una ideología, una enorme carreta, que de pronto es el disfraz de otra cosa.

 

¿De qué cosa?

Un disfraz de la verdadera ternura que yo debería tener con la familia. O sea, mi familia está desplazada por mis amigos y ese es mi gran defecto. 

 

¿Usted sigue casado?

Claro, con Marcela Jaramillo, y tengo unos hijos que amo muchísimo: Mercedes está estudiando cine en Buenos Aires, y Matías está estudiando economía. Llegará un momento en que todo lo que hablo con mis amigos será igual a lo que hablo con mis hijos.

 

¿De qué vive un director cuando no hace cine? ¿De qué vive usted?

De dirigir dos festivales. Creé dos festivales regionales en Medellín. El de Santa Fe de Antioquia, que cumple quince este año. El otro es el Festival Colombiano, que este año llega a su edición número doce. Sin darme cuenta he hecho veintisiete festivales. Yo gano un sueldo como director y, sin darme cuenta, vivo de los dos festivales al año. También vivo de dar cursos, vivo un poco de comunicar la experiencia de hacer películas con actores naturales. 

 

En esas anda por Bogotá, hablando de cine.

El alcalde de Kennedy, Armando Escobar, un día me dijo: «Cuando yo tenía dieciocho años, vi Rodrigo D no futuro y eso me cambió la vida. Y yo quiero que usted venga acá para que muestre su experiencia y sus películas». Y aquí estoy.

 

¿Qué jóvenes ha encontrado en su visita?

Jóvenes rodeados de delincuencia, drogas, prostitución. Los pelaos no saben qué hacer. Esos muchachos están como en un dilema, entre vivir la vida rápida y peligrosamente, o vivir procesos lentos, estudiar, tener que esperar el bus dos horas, y que dentro de quince años puedan ser ingenieros.

 

Miedo al futuro

Cada película suya es una odisea: Rodrigo D, La vendedora de Rosas, Sumas y restas... ¿Qué pasó con Sangre negra?  

Esa etapa del bandolerismo colombiano es fascinante. Estuve por el norte del Valle, por El Cairo, estuve  por todos los municipios del eje cafetero, entre ellos Calarcá. Estoy esperando a recuperar el guion, que perdí porque se lo cedí al productor durante cinco años. Ya creo que el guion vuelve a ser mío este año. Me di cuenta de que estaba  con un productor que no comprendía y no disfrutaba mis películas.

 

Tres directores que admire.

Te los digo en cualquier orden: Óscar Ruíz Navia, el de El vuelco del cangrejo, me parece un pelado con mucha alegría y vivacidad. El otro es Ciro Guerra, el de Los viajes del viento. Es una película de un virtuosismo enorme. Y el tercero es Rubén Mendoza, el de La sociedad del semáforo

 

¿Qué le falta al cine colombiano?

Al cine colombiano le faltan unos guionistas que enriquezcan un poco el panorama de los temas. También le falta público. Me parece que el público del cine colombiano es una radiografía de la estupidez. Tenemos una cantidad de gente que quiere ver televisión en cine. Y las salas de cine los asustan porque pueden ser lugares donde se desestabilice su conciencia de país.

 

Si no hubiera sido director, ¿en qué andaría?

Habría sido sociólogo. 

 

Un miedo de hoy.

Miedo al futuro. Yo llevo diez años hablando del cine en pasado. ¿Cómo hiciste Rodrigo D? ¿Cómo fue La vendedora de rosas? Yo presenté Sumas y restas en el 2005, o sea, llevo diez años sin rodar. El miedo mío es un miedo a septiembre, octubre y noviembre, cuando esté rodando mi película. Y te voy a decir a qué le tengo miedo sobre todo: a no ser capaz de trabajar en equipo. Porque cuando dejas de trabajar tanto tiempo y te vuelves una persona que habla del pasado, cuando vas a hacer de nuevo una película, el reto es tenaz.

 

Víctor, una frase para resumir su vida.

¡Ay! No soy capaz de hacerlo. Mi vida está llena de contradicciones y cualquier cosa que la resuma es una bobada, pero a veces quisiera que algunas personas se acordaran de mí, como me ocurrió el día que cumplí años, el mismo año que hice La vendedora de rosas, en 1996.

 

¿Cómo es el cuento?

Fueron todos los actores dos meses antes de hacer la película, y estaban felicitándome por mi hijo que tenía ya un mes, Matías. Esa noche, yo distraje a todo el mundo, a los niños y niñas de la calle de la 70. Más tarde los despedí. Me acosté y, como a la una de la mañana, Marcela, mi esposa,  me dijo: «Hay alguien en la sala», entonces yo me desperté y encontré un ladrón que me estaba robando el VHS en la sala. Yo, no sé por qué, pensé que hacía parte de la fiesta, que era alguien que se había quedado. Entonces le dije: «¿Usted qué está haciendo aquí, hermano? ¿Vos por dónde entraste?». Y el ladrón me señaló que había entrado por el patio. Acompañé al ladrón,  subió un muro y cuando saltó al techo, el ladrón se despidió con el pulgar levantado de su mano derecha y yo le copié el gesto y me fui a dormir. Marcela me preguntó quién era, y yo: «No, un ladrón que estaba robando aquí en la casa». Esto lo cuento para afirmar que todos los ladrones eran de mi casting, ladrones que yo comprendía. Ese día de la fiesta fueron por lo menos treinta personas y yo creo que quedan las seis niñas. Todos esos niños han muerto.

 

¿No ha pensado en hacer la segunda parte de La vendedora de rosas con todo lo que le ha pasado a Leidy Tabares, la protagonista?

Claro que sí, lo he pensado y lo he hablado con ella, sino que a veces me parece que la gente piensa que yo soy un director muy sensacionalista, pero no lo soy. He escuchado tantas cosas sensacionalistas que siempre le huyo a eso. Cuando hablo con Leidy me da como miedo meterme mucho en la intimidad de ella y no sé si ella quiera. Ahora Teleset y Sony van a hacer una serie sobre la vida de Leidy Tabares y están tratando de comprarme a mí el nombre «La vendedora de rosas» por dos pesos, porque ellos no comprenden lo que para mí significa ese nombre. Ellos van a tocar ese tema…

 

¿Con permiso de Leidy?

¿De Leidy? Sí, claro, porque a Leidy le pagan. No sé ella qué les contará.

 

 

***

 

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Foto: David Schwarz
 

Esta vez salgo tranquilamente del bar en Bogotá, sin contratiempos después de hablar con Víctor; no como la primera vez que lo entrevisté hace dieciséis años, en una tienda en la zona deprimida de Ni quitao, en Medellín, cuando un indigente «secuestró» mi grabadora, después de sentarse en mi mesa y meterla en su bolsa. Esa vez, gracias a «Papá Giovanni», la rescaté por dos mil pesos, como si fuera otra escena delirante de Víctor Gaviria. 

Por Jairo Dueñas

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