La moda 200 años después

La moda sigue su curso y su evolución, sin detenerse jamás. ¿Qué nos queda hoy de esa moda española, que se mezcló con el atuendo de nuestras campesinas y señoras elegantes?

Por Redacción Cromos

16 de julio de 2010

La moda 200 años después

Si algo caracteriza a la historia es la evolución que corre paralela a las conquistas, a las guerras, al devenir político. En la arquitectura, en el urbanismo y, claro, en el traje, que siempre ha sido el reflejo de una época. El vestido que ha acompañado a los héroes y mártires de todos los episodios de nuestra larga existencia.

Es imposible recordar al Rey Sol, Luis XIV, sin acudir a las imágenes de los salones de Versalles, las pelucas de los señores, las mejillas pintadas y sus lunares en forma de corazón; el exceso del lujo en los bordados de hilos de oro y plata en las chaquetas masculinas; los tocados e inmensos peinados que hacían juego con los escotes pronunciados y los corsés ceñidos que quitaban el aliento de las damas de la corte. Es imposible revivir la Revolución Francesa sin las indumentarias de los “sans-culottes”, con sus anchas camisas blancas, sus pantalones al alto de la rodilla y los gorros frigios de quienes llevaron a la guillotina a esa gran dama de la moda: María Antonieta.

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España, en el siglo XVIII, inspiraba al resto de Europa con su desempeño y conocimiento artesanal en el manejo de telas y bordados. En el siglo XIII, la península ibérica daba mucha importancia al arte de la sastrería. El sastre, el zapatero, el tejedor, el curtidor, el orillero, el peletero, el sombrerero, el tintorero y los oficios manuales en general relacionados directamente con el mundo del vestido, avanzaban a pasos agigantados, todos ejercidos por manos masculinas, pues era un arte prohibido y vetado para las mujeres.

Pasaría mucho tiempo y surgirían muchos intereses que influyeron en la transformación de la moda hasta llegar al diseñador de hoy.

Las españolas introdujeron en América el arte del bordado –lo denominaban “labrado”–, y con él las agujas, “tijeras” con bellos mantones de Manila bordados a mano, como las faldas de las mujeres hechas en cintas de seda de falla de Valencia; introdujeron cordones, terciopelos y sedas para bordar y las pintorescas sedas flamencas que adornaban los vestidos de las gitanas con sus peinetas de concha de nácar, mantillas de encaje de brujas, flores y faralaes. Isabel la Católica, la reina española del Descubrimiento, la que donó sus joyas a Colón para que comprara las tres carabelas, expulsó a moros y judíos de España, pero acogió sus influencias en la moda, como los cuellos de “puntas” en encaje de bolillo y los bordados árabes que luego harían furor en Flandes y en Italia, realizados por encajeros donde sí admitían mujeres.

Margarita de Austria, esposa de Carlos V y gran dama de la moda española, también fue ícono en los demás países europeos y, desde luego, en América. Siglos después de la Conquista, a comienzos del siglo XIX, en Colombia se reemplazó la original y colorida túnica, elaborada en su totalidad en el telar precolombino, con la que por centurias se vistieron las tribus antiguas. eran mantas o piezas textiles teñidas con colores extraídos del achiote y demás plantas, algunas de ellas medicinales, que protegieron de las inclemencias del clima, en distintas regiones, a nuestros indígenas chibchas, muiscas, caribes y tayronas.

La sofisticada y vetusta Madre Patria mandaba señales en la indumentaria que fueron rápidamente codificadas en nuestro medio. Desde entonces y hasta hoy, hemos ido recibiendo las tendencias del mundo más antiguo y civilizado, pero sin olvidar nuestras raíces, prendas y accesorios como la ruana –adaptación y mezcla de nuestra túnica– y el pañolón español. La mochila, complemento de la indumentaria de nuestros indígenas en distintos climas; sombreros como el jipijapa, con ancha cinta negra; los fajones hechos en telar con símbolos indígenas… en fin, tantas prendas que han hecho que hoy exista una moda de mestizaje. Así como desde sus inicios el traje, indumentaria, vestimenta, o como se le quiera llamar, siempre ha tenido una función de abrigo y protección, hoy, doscientos años después de nuestra Independencia, vemos como los jóvenes van por la vida con su mochila terciada, sus suéteres que acompañan su segunda piel, el infaltable blue jean, tejidos en lana virgen y sus zapatos tenis, pero las alpargatas y espadrilles cobran cada vez más vigencia en la costa de nuestro país.

La influencia de los estilos europeos modeló la línea y los estilos del traje. La austeridad casi monacal del clero español influyó directamente en las vestimentas y el color negro, en las mujeres de mayor alcurnia del siglo XIX en nuestra sabana. Podríamos decir, aún hoy, que nuestro traje típico más representativo y de mayor divulgación ha sido el de la campesina cundiboyacense, hecho con materiales acordes con el clima frío del borde de la cordillera Central. Este traje, que subsiste hoy con muy pocas variaciones, se compone de una amplia falda de paño en lana negra. Para ocasiones especiales, esa misma falda negra se adornaba con galones bordados con hilos brillantes, lentejuelas y mostacillas en cenefa en la parte inferior de la falda. Desde entonces es imprescindible la blusa blanca, en manga corta con amplio cuello de arandelas bordadas a mano en hilos de vivos colores para las mangas y el cuello.

La prenda más importante hasta nuestros días es el pañolón negro con alamar de macramé hecho con galón de seda y paño de lana. También el sombrero en tapia pisada, tejido con fina trenza de tamo de trigo, y la mantilla de bayeta burda de lana, venida directamente de la influencia castellana y sostenida por el clásico sombrero de jipa y las alpargatas blancas, atadas con galón negro. Los materiales siempre dependían, al igual que hoy, de los recursos económicos y el oficio de cada hogar.

Después de recorrer las páginas de nuestra historia, y ver cómo ha transcurrido un largo camino de influencias, tradiciones y hasta ordenanzas de virreyes de la época para poder ejercer el arte del bordado, como ocurrió en 1798, durante el virreinato de Santa Fe, la historia del traje de la mujer en Colombia es el resultado de conquistas, imposiciones religiosas, efectos sociales y económicos.

Doscientos años atrás, en esta ciudad, las mujeres usaban largos vestidos clásicos hasta el piso, con varios refajos o enaguas de bayeta o de viyela para cubrirse del frío, el infaltable pañolón y el rosario o camándula en oro y plata, dependiendo de su rango. Hoy vemos largas faldas de cuero o blue jeans; los botines de la época están más vigentes que nunca entre las jovencitas, lo mismo que los pañolones, bufandas, carteras y mochilas en crochet o macramé.

El estilo militar de las batallas de la independencia y las elegantes casacas de los generales, son hoy la gran influencia en la tendencia femenina. Lejos estaban los soldados a quienes escandalizó Manuela Sáenz en su momento, montando como una verdadera amazona y vestida de generala, de pensar que en el siglo XXI esa sería una prenda infaltable en el clóset de los fanáticos de la moda.

Bordados y encajes, los mismos que trajeron los moros y que la mujer no ha permitido que la abandonen, acompañan la moda hoy más que nunca, pues las tendencias a la sensualidad y al erotismo hacen parte de la moda del siglo XXI. España se ha mantenido con talentos nuevos y creativos en el lenguaje de la moda. Colombia, mucho más joven, está en franco ascenso en el campo empresarial, textil y, desde luego, en el campo del diseño creativo con sus diseñadores veteranos, muchos consagrados en el ámbito internacional, además de muchas ganas en las escuelas que forman talentos para el futuro. Y lo mejor: gracias a los 20 años de trajín de Inexmoda, en Medellín, Colombia ha podido ingresar con éxito en el mapa del mundo de las ferias.

Por Redacción Cromos

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