María José Arjona, la artista que reta al tiempo

En sus obras, la artista reflexiona acerca de la capacidad que tiene el ser humano para resistir, sanar y reconstruir.

Por Natalia Roldán Rueda

04 de mayo de 2018

María José Arjona, la artista que reta al tiempo
María José Arjona, la artista que reta al tiempo

María José Arjona tiene una mente firme y profunda, un cuerpo vigoroso y una belleza intensa. Estas son sus herramientas para crear obras poderosas e impactantes en las que, haciendo uso del tiempo y el espacio, reflexiona acerca de la capacidad que tiene el ser humano para resistir, sanar y reconstruir.

 

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Arjona ha entrenado su cuerpo y su mente para poder permanecer de pie, descalza y durante horas, sobre un enorme cubo de hielo lleno de puntillas que se derretía con el paso de cada segundo. También mantuvo el equilibrio, sin zapatos, parada sobre seis vasos llenos de agua; sostuvo un diamante dentro de su boca mientras el público hacía hasta lo imposible para sacarlo; aguantó la presión de 37 correas apretadas en los puntos más sensibles de su cuerpo; sopló, por días enteros, burbujas contra una pared sin perder el alieno, y se entregó a un grupo de espectadores a los que les dio permiso de hacer lo que quisieran con ella.  

 

Arjona (Bogota, 1973) es la perfomer más importante del país y con sus obras le ha dado vuelta al planeta. Su trabajo es tan poderoso que fue una de las artistas elegidas por Marina Abramovic –la precursora del performance en el mundo– para reproducir sus obras en la retrospectiva que se hizo de ella en el Museo de Arte Moderno de Nueva York en 2010.

 

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Su performance Pero yo soy el tigre

 

Al entrar al lugar donde se encuentra el performance, un escalofrío atraviesa todo el cuerpo, desde la punta de los pies hasta la nuca. Después de atravesar Bogotá y llegar a uno de sus parajes más caóticos y ruidosos –la avenida Caracas con calle 16–, uno se topa con la puerta gris de una bodega cualquiera. El vigilante da la bienvenida con una sonrisa y pocas palabras. «Sigan», dice, y con su mano invita a ingresar a ese oscuro y silencioso espacio, ubicado en una esquina de la capital en la que es inevitable sentirse inseguro y vulnerable. 

 

Es difícil saber dónde pisar y hacia dónde dirigirse, y mientras uno intenta descifrarlo de repente oye que alguien susurra: «1245, 1246, 1247, 1248…». La piel se eriza. ¿De quién es esa voz? ¿De dónde viene? Entonces, por fin, se ve una luz al final del túnel y uno, por instinto, la busca. La obra es eficaz, de entrada, en generar en el espectador un estado de ánimo, en alertar sus sentidos, en producir expectativa. 

 

 

Se llega a un salón de dos pisos donde encuentra a Arjona contando. Cuenta piedras, mientras que las recoge de una enorme montaña de escombros. Está vestida con un largo abrigo gris y una falda negra que le llega hasta los tobillos. Cuando en sus manos ya no cabe otro fragmento de ladrillo ni otro pedacito de cemento, deja de contar, se pone de pie y camina hacia el otro extremo del lugar. Se mueve lentamente, respira profundo y repite, una y otra vez, el último número que pronunció, para no olvidarlo. Al llegar, ubica en el piso las piedras que lleva con ella, una al lado de la otra, y le da un orden al caos. Las ruinas se convierten en la materia prima para empezar algo nuevo. Para construir.

 

Una vez ha dejado todas las piedras, frota las palmas de sus manos para eliminar los residuos de polvo y tierra, se devuelve a la montaña de escombros, se agacha y empieza a contar otra vez. Cuando tiene sus manos llenas se dirige nuevamente a ese lugar donde organiza los escombros. Repite este proceso una y otra y otra vez. Durante casi un mes, de martes a sábado, Arjona pasará seis horas al día trasladando piedras y cualquiera puede ir a verla.    

 

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Al llegar, el espectador no sabe qué es lo que Arjona quiere comunicar. No hay explicaciones que limiten las posibilidades de la obra. Se sabe que hay una reflexión sobre el individuo inmerso en el tiempo y el espacio, pero al final, cada espectador hace una reflexión sobre lo que ve, teniendo en cuenta que el performance se basa en esta frase de Borges: «El tiempo es la sustancia de la cual estoy hecho. El tiempo es un río que me lleva, pero yo soy el río; es un tigre que me destruye, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego». En mi caso, quedó la impresión de que Arjona buscaba reflexionar sobre el poder edificador y curativo del tiempo y sobre la capacidad que tiene el cuerpo de construir y luchar por su recuperación. Y no me refiero, simplemente, a cuerpos individuales sino colectivos: de una montaña de escombros una sociedad puede armar una nueva ciudad, un nuevo sistema político, un mañana distinto.

 

Y su performance no termina allí. Cuando traslada los restos y encuentra un objeto que resalta y llama su atención, lo guarda, lo lleva consigo y lo ubica en unas tablas que cuelgan del techo sostenidas por cuerdas. Piedras con formas atractivas, vidrios, alambres, puntillas, telas, plásticos y botones quedan agrupados aparte, como si fueran piezas de museo. De ese proceso de reconstruir lo que está destruido, quedan huellas que vale la pena guardar y atesorar para recordar. Para no echar el pasado al olvido. Para aprender. Para entender que cada experiencia deja algo que vale la pena rescatar para luego seguir andando.

 

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Para terminar, luego de tanto ir y venir, Arjona se sienta frente a una pequeña mesa donde la espera otra mujer, quien se ha puesto guantes de cirugía. No es médica, sino artista, y está allí para tatuar en el antebrazo de la performer el número de piedras que recoge cada día. No lo hace con una pistola tatuadora; en su lugar tiene un objeto filoso que sumerge en un pequeño recipiente con tinta negra para luego chuzar una y otra vez la piel de Arjona. El proceso es mucho más lento que el de la realización de un tatuaje tradicional y se parece a un procedimiento quirúrgico en el que la artista, al dejar grabado en su piel ese proceso de reconstrucción, da la impresión de que estuviera sanando las heridas que dejó la destrucción. Al fin y al cabo, solo es posible recuperarse y sanar cuando se le ha dado la cara al dolor. Si usamos la memoria y somos capaces de enfrentar el sufrimiento que nos han provocado, podemos realmente curarnos y resurgir de las cenizas.  

 

Por Natalia Roldán Rueda

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