Transitar toda una vida

El proceso de cambio de género no se limita a un tratamiento. Es un camino en el que la persona reconstruye su ser en un mundo que se empeña en abordar la sexualidad como un hecho indiscutible.

Por Diana Franco Ortega/ @dianafortega

21 de diciembre de 2018

Valeria, Juan Esteban, Sarah y Máximo.  / Foto: David Schwarz

Valeria, Juan Esteban, Sarah y Máximo. / Foto: David Schwarz

Cuando estás en el vientre, una ecografía confirma a tus papás el sexo con el que vas a nacer: si tienes pene, eres un niño. Entonces todo se prepara para tu llegada: la primera muda de color azul, las paredes de tu cuarto decoradas con carritos, la lista de los nombres favoritos, todos masculinos. Naces y la familia no cabe del orgullo, después de tres niñas “¡Por fin llegó el varoncito!” el que será futbolista, o ingeniero, tal vez abogado. Creces y empiezan a notar en ti algo diferente. No te dejan jugar con muñecas, te alejan del armario de tus hermanas, te exigen que no llores.

Sarah Gil: A los cinco años empecé a probarme a escondidas la ropa de mis hermanas. Esos fueron mis primeros reconocimientos. Me miraba al espejo e imaginaba mi cabello largo. Hacía ademanes. No, no me sentía cómoda como niño. Pero nunca sentí que estuviera en el cuerpo equivocado, sino que necesitaba buscar el modo de vida indicado.

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Valeria Bonilla: Noté que era una niña desde que tengo uso de razón. Cuando mi mamá me dejaba sola, yo siempre me vestía con su ropa y sus zapatos, me maquillaba a escondidas. Cuando regresaba, ella veía que tenía color en los ojos, encontraba sus cosas revueltas. Yo creo que en el fondo siempre supo que era una niña.

Si en la ecografía no hay rastro de un pene, eres una niña. Y pronto escuchas los murmullos de tus tías diciendo que eres muy brusca, que solo te juntas con niños, que pareces machorrita. Tu mamá responde que todo está bien, no hay nada malo contigo, es solo una etapa. Aunque en privado se te acerca amorosa y frustrada para pedirte que seas más femenina. “¿Será lesbiana?”, se preguntan en secreto mientras tu vives cada día con amargura, sin entender por qué tienes que ser de un modo diferente al que te sientes.

Juan Esteban del Castillo: Cuando tenía 7 años iba de vacaciones a la casa de mi primo. Siempre me sentí más cómodo con las cosas de él. Yo llegaba directo a quitarme los vestidos que me ponía mi mamá y me colocaba sudaderas. Era una cuestión dura para mí porque yo veía el cuerpo de él y veía el mío y algo no cuadraba. Yo soñaba que en realidad uno no nacía con pene, sino que Dios se lo traía a uno más tarde o iba creciendo con los años.

Máximo Castellanos: Durante mi adolescencia, en el colegio, inventé toda clase de excusas para no usar falda. Que el uniforme estaba mojado, que se había descosido, salía con cualquier artimaña. Empecé a cuestionarme muchas cosas que tenía que hacer por el hecho de ser una niña. No entendía muy bien las razones de esas asignaciones sociales.

 

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Nos han enseñado que existen dos géneros: el masculino y el femenino. Para clasificar a las personas en uno de estos dos cajones, basta con mirar en el momento del nacimiento lo que hay en medio de las piernas. A partir de ahí, se te asignan una serie de roles sociales. Esta relación directa entre genitalidad y género ha sido tan replicada históricamente desde la cultura y la religión que se ha convertido en una idea incuestionable. Toda realidad que se atreva a debatir este esquema queda inmediatamente invalidada.

Cuando Valeria Bonilla nació se determinó que era un varón. Le pusieron Luis Eduardo, un nombre heredado de su papá, abuelo y bisabuelo. “Me percibí como niña desde muy pequeña, pero vine a entender que era una mujer trans mucho después. Antes tenía claro lo que quería, lo que sentía, lo que me gustaba, pero no sabía ponerle un nombre. Por eso decidí asumirme durante muchos años como un hombre gay. Fue como una doble salida del clóset: primero, manifestar que me gustaban los hombres y luego que me identificaba como una mujer”.

 

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Terminó el colegio y estudió Hotelería y Turismo. Su primer trabajo lo obtuvo en una agencia de viajes donde hacía todo lo posible para que no se le notaran sus expresiones femeninas. Intentaba ser Luis Eduardo más que nunca, "fue una época de mucha infelicidad porque estaba deseosa de hacer mi transición desde hace tiempo, pero me daba miedo porque los únicos espacios que yo veía que se nos permitían a las mujeres trans eran en la peluquería y prostitución”. Entonces Valeria vio un programa de NatGeo, Tabú Latinoamérica. En uno de los episodios que se llamaba cambio de sexo, cuatro historias le dieron el empujón que necesitaba. “Eran mujeres trans colombianas que hacían cosas increíbles, entre ellas estaba Brigitte Baptiste, la directora del Instituto Humboldt. Ellas me mostraron que sí, que había otras posibilidades para mí”.

Hasta junio de 2018, el caso de Valeria recibía el nombre de disforia de género y estaba catalogado por la Organización Mundial de la Salud como un trastorno mental. A partir de la fecha pasó a llamarse incongruencia de género y fue incluido en el capítulo de condiciones sexuales. “Lo que se busca con este cambio es dejar en claro que no es una patología, pero sí una condición que requiere atención médica”, explica Juanita Atuesta, jefe de Psiquiatría del Hospital de San José. Aunque esta decisión representó un avance para la comunidad LGTBI, todavía se cuestiona que se sigan pensando a las personas trans desde la incongruencia entre cuerpo e identidad y no desde el libre derecho a la autodeterminación del género.

Y es que el primer paso para acercarnos al tema es divorciar el sexo del género. Una idea polémica para muchos, pero que toma sentido en cuanto entendemos que la identidad de género no está relacionada a características biológicas, sino que se trata de una construcción social que no es ni genérica ni estática y que cada individuo está en libertad -y en el deber- de transformar según se perciba a sí mismo.

Durante 20 años Valeria se miró al espejo y se encontró con un interrogante. “Pasaba horas diciendo ¿por qué soy así?, ¿por qué vengo con esto? Tuve la idea de que había nacido en el cuerpo equivocado. Luego reconocí que no es así, que las mujeres trans somos y existimos. Así como hay mujeres con vagina, hay mujeres con pene. No somos raras, no somos extraterrestres. Solo somos otra posibilidad de ser mujer”.

Quizá por esto, la obsesión temprana de tener una vagina desapareció en la medida en que ella se fue reafirmando. “Antes sentía que eso era lo que a mí me iba a validar socialmente como mujer. Pero ahora sé que no debo someterme a un cambio tan riesgoso y doloroso solo por aceptación social. A una mujer no la hace una vagina, sino un conjunto de características. Yo aprendí a reconocerme y a leerme como una mujer con pene”.

 

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Mensajede Valeria a Luis Eduardo:
“Fue una persona que estuvo allí 20 años. En realidad, él fue el valiente. Sin su determinación yo no estaría acá”.

 

Valeria lleva 10 años de activismo a favor de los derechos de las personas transgénero y desde marzo trabaja con la red comunitaria trans del barrio Santa Fe, en Bogotá. Una labor que, asegura, se ha convertido en su mayor orgullo. “Las mujeres trans ahora permeabilizamos todos los espacios de la sociedad. Tu nos ves en las calles, en los Tostaos, conduciendo Uber, Transmilenio y ahora en el Miss Universo con la representación de la española Ángela Ponce. Y podemos hacerlo porque tenemos una jurisprudencia que nos protege mucho. Sin embargo, muchas veces no es suficiente. Son solo leyes que están en el papel y no se aterrizan a las personas”.

Sin renunciar a su lucha, Valeria confiesa que su activismo se trata a veces de una batalla desalentadora “la gente piensa que las leyes por las que nosotros marchamos buscan que tengamos privilegios. Pero no se dan cuenta de que estos decretos con los que muchas personas están en contra y pelean para tumbarlos, son las únicas herramientas que tenemos como población para que poder llevar una vida digna.  No necesitaríamos de ninguna ley si no nos mataran, si nos arrendaran, si nos dieran trabajo, si no nos sacaran de nuestros núcleos familiares, si nos atendieran en las EPS con respeto y protocolos de atención diferenciales. Todo esto impacta la vida de las personas trans a diario. Somos seres humanos. Estamos hablando de la realidad de seres humanos”.

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—¿Cómo es su nombre?, le preguntó Franco.

—Me llamo Olga.

—No, me refiero a su verdadero nombre. Usted es un hombre, ¿no?

Juan Esteban quedó confundido cuando habló por primera vez con Franco, un chico que conoció en la universidad. Hasta ese momento, él se había reconocido como una mujer lesbiana y aunque siempre se había sentido un hombre, no sabía a ciencia cierta que era un hombre trans. “Nadie nunca me dijo que había otras identidades. No se hablaba de eso. La única realidad que reconoces entonces es que eres diferente”.

Una vez habló con su novia, su prima y su primo, se dio cuenta de que todos lo estaban esperando. La última fue su mamá, que necesitó tiempo extra para asimilarlo. “Fui a la casa de mi mamá. Necesitaba decirle antes de iniciar mi tratamiento hormonal. Ella estaba de pie mirándome y le conté que me iba a cambiar de sexo. Lloró y respondió que no lo aceptaba. Le dije que no le estaba pidiendo permiso, que era mi cuerpo y mi vida. Que le estaba informado, la estaba haciendo parte de eso y que si lo quería hacer era bienvenida. Me fui y a las 4 de la mañana recibí un mensaje de ella que decía ‘Si eso es lo que usted quiere, lo que le hace feliz, yo la apoyo’”. Sin embargo, ese apoyo lo ha ido construyendo su madre con mucha dificultad, “cuando mis tías, que fueron las primeras que aceptaron mi tránsito, se referían a mí como Juan Esteban, mi mamá se paraba del lugar y decía ‘se llama Olga María’. Sé que lo está intentando”.

 

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Cambió el nombre de Olga por el de Juan Esteban, en Facebook, y junto a su pareja, Laura, emprendió la tarea de leer y consultar a chicos trans, la mayoría americanos, sobre el tratamiento hormonal. “Sabía que la EPS tenía que cubrir mi tratamiento, pero el proceso se volvió tan complicado por la falta de conocimiento por parte del personal médico, que decidí autohormonizarme”.

La primera modificación ocurrió a los dos meses, cuando se detuvo su menstruación. Para él fue un alivio porque sufría de periodos muy dolorosos y porque desde la primera vez, su relación con la regla había sido conflictiva. “Me llegó el periodo muy joven, a los 9 años. Fue algo muy fuerte para mí, mi mente peleaba mucho con eso porque es algo que relacionas con lo femenino. Además me empezaron a crecer las tetas, a ancharse las caderas en un momento en el que yo buscaba era reafirmar mi masculinidad. A los once años sufría de cólicos crónicos y sangrado abundante que a veces duraban hasta siete días. Me hicieron toda clase de exámenes y los médicos nunca supieron la razón. El día que yo decidí decir que era Esteban, los dolores mermaron y el estreñimiento, otro problema del que sufrí toda la vida, desapareció”.

A los tres meses de tratamiento hormonal la cintura desapareció y la voz se volvió más grave. A los seis, los primeros pelos de la barbilla se asomaron y los senos se secaron. La resistencia física aumentó considerablemente. Y aunque estos eran cambios deseados por Juan Esteban, el tratamiento también acarreó varios efectos secundarios como el acné, la sudoración excesiva y el aumento de la temperatura.

“Cuando me crecieron los primeros pelos en la barbilla no podía de la felicidad. Nadie los notaba, pero yo estaba orgulloso. Hasta mi novia me regalo una barbera. De los recuerdos más lindos que tengo de mi abuelo y de mi tío, es el ritual que tenían para afeitarse. Veía a mi abuelo sacar la espuma y la brocha de barbero a lo vieja guardia. Vivía fascinado con la idea de poder afeitarme algún día”.

 

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Mensaje de Juan Esteban a Olga María:
“El hombre que soy ahora no lo construí hace dos años. Fue algo que venía desde que era ella, por eso le estoy supremamente agradecido”.

 

A pesar de que había decidido apartarse del sistema de salud, fue a control médico. “Soy auxiliar veterinario y sé las implicaciones que traen medicinas de depósito, sé que todo lo que tenga que ver con el sistema endocrino puede causar daños gravísimos a nivel hepático y renal. Antes de iniciar me preocupé por investigar del tema porque no solo me interesaban los cambios físicos, sino también la expectativa de vida”. Por medio de la Red Distrital de Hombres Trans conoció el Grupo Interdisciplinario para Personas Transgénero del Hospital de San José y comenzó a llevar su tránsito bajo supervisión.

“Quiero que todos conozcan mi historia para que los niños y niñas trans sepan que hay personas que lo están logrando. Que hay grupos de apoyo, psicólogos, fundaciones que pueden asesorarlo. Un peladito trans que tenga acceso a esta información se va a dar cuenta de que no está solo; va a crecer más feliz y no va a tener que aguantarse 15 años como fue en mi caso, aburrido de la vida por no poder expresarse como verdaderamente es”.

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El proceso de transición consta de tres etapas: primero, una evaluación psiquiátrica, quizá el paso menos popular, por considerarse un procedimiento que contribuye a patologizar el transgenerismo. “A veces ellos y ellas creen que soy el juez que decide sobre su vida y no es así. Mi papel en este proceso es conocer el estado mental del individuo para determinar en qué capacidad está para soportar los cambios hormonales. También debo evaluar las expectativas de la persona, puede que sean irreales, y eso va a generar una gran frustración, porque médicamente aún no podemos ofrecerles todo lo que ellos y ellas desean. Busco apoyar de principio a fin”, explica la médica Atuesta.

La segunda parte corresponde al tratamiento de sustitución hormonal. Aquí se busca frenar los efectos no deseados de las hormonas que el cuerpo produce de forma natural —estrógenos en las mujeres y testosterona en los hombres— e inducir cambios físicos que ayuden al cuerpo a adquirir una apariencia acorde al género con el que se identifica la persona. El último paso es la intervención quirúrgica, cuando los pacientes deciden someterse o no a una serie de procedimientos, entre los que se encuentra el de reasignación de sexo. 

Aunque en el 2015 el Ministerio de Interior y de Justicia aprobó el Decreto 1227, que permite la rectificación del sexo en los documentos de identidad a mayores de 18 años, el sistema de salud aún exige un proceso de patologización, para que las personas trans puedan acceder a transformaciones corporales y hormonales.

Muchos piensan que el tránsito, en cambio, va más allá de este proceso. Que es un camino en el que cada día las personas trans aprenden a deconstruirse y reconstruirse, las veces que sea necesario, no por capricho, ni por moda, ni mucho menos por rebeldía —aunque la apropiación misma de su naturaleza implique altas dosis de esta— sino por el legítimo derecho de poder decidir sobre su cuerpo y sobre sus vidas de la manera más honesta.

 

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Sarah Gil se sintió siempre muy identificada con la música rock. Allí encontró referentes que mostraban esa ambigüedad que ella experimentaba: hombres que llevaban el pelo largo y se maquillaban, mujeres rapadas. Marilyn Manson, David Bowie, Janis Joplin, fueron algunos de los personajes que influyeron en ella.

Sin embargo, lo que en el mundo de la música rock parecía la norma, en el colegio era motivo de burla y de acoso. “Me maltrataban. Yo no tenía actitudes muy masculinas y mis compañeros lo notaban. Me ridiculizaban delante de todo el mundo, pero en privado me acosaban sexualmente. Querían que yo fuera como una prostituta con ellos, que me prestara a lo que ellos no hacían con las niñas. En la secundaria viví dos intentos de violación grupal”, fue en ese momento cuando Sarah se sintió completamente sola, “Yo los denuncié ante una profesora. Ella me dijo que lo dejara pasar, que eran pataletas de muchachos. Sentí una desprotección total por parte del colegio. No encontré posibilidades de defenderme. Tampoco le conté a mis papás porque ellos no sabían que yo me identificaba como mujer y quizá no lo iban a entender. Y me di cuenta de que estaba sola. Intenté suicidarme en varias ocasiones”.

En el 2006, cuando Sarah estaba en grado once, se estrenó la telenovela Los Reyes. El papel de Endry Cardeño como Laisa —que la convirtió en la primera actriz transgénero de la televisión nacional—, se convirtió en un referente importantísimo que respondió muchas de las preguntas que tenía pero que a la vez la llenó de temores. “Cuando la vi a ella la tomé como modelo. Se acercaba más a lo que yo quería ser. Pero pensé que no iba a ser capaz de hacerlo. Salí del colegio creyendo que no lo iba a lograr, que era algo imposible, me resigné socialmente y me asumí como un chico gay”.

 

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Un día entró a la habitación de su mamá y le dijo que no le gustaban las mujeres. Tenía 19 años. Aunque ella ya lo sospechaba, el conflicto y las peleas son su madre llegaron cuando Sarah se comenzó a maquillar y a lucir más femenina. En el 2011 un cambio de trabajo la llevó a tomar la decisión de modificar completamente su vida.  La transición se hizo más notoria y, además, lo hizo legal. El nombre de Gustavo quedó atrás. “Qué va a ser de su vida”, le dijo su mamá. Luego llegó la aceptación.

En un control médico, el doctor le dijo a Sarah que ella no era una mujer trans que biológicamente hubiera nacido totalmente hombre. Después de unos exámenes, ella fue diagnosticada con síndrome de Klinefelter, una afección genética que se produce cuando un hombre nace con una copia adicional del cromosoma X. Así, mientras la mujer tiene cromosomas XX y el hombre XY, la persona con esta condición tiene XXY. “Cuanto me explicó de qué se trataba todo tuvo sentido. Yo no desarrollé manzana de Adán, no me salió barba, tengo las manos pequeñas y delgadas. Esto daba respuesta a una serie de características del sexo femenino que estaban presentes en mí”.

Esto representó una ventaja. Mientras que para muchas mujeres trans es difícil cambiar sus rasgos masculinos, su figura delgada y alta la convirtieron en una promesa del modelaje. El reto fue enfrentarse a esa imagen que fue construyendo. “En el 2014 hice mis pinitos en el modelaje. Recuerdo que sentí mucho temor. Las fotos eran algo complicado porque todavía estaba tratando de descubrir la manera en que me sentía cómoda vistiendo, posando, sonriendo. Nunca me gustaron las fotos, desde que era niña era incomodo verme. Me deshice de gran parte de ellas”.

Pero Sarah comenzó a enamorarse de la profesión y se inscribió en Stock Models para formarse. Su primer evento fue el año pasado en BCapital, donde estuvo en la pasarela de los diseñadores Isabel Caviedes, Darío Cárdenas y la marca Arkitect. Luego conoció a Juan Carlos Arias y a Mauricio Sabogal, quienes la convencieron de unirse oficialmente a La Agencia Model Managment, donde se convirtió en la primera chica trans de su catálogo.

 

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Mensaje de Sarah a Gustavo:

“Cuando me pongo a pensarlo quisiera ir a pedirle que reaccione, que vaya y se ponga esa falda y sea quien en realidad es”. Foto: Gustavo Acevedo.

 

“Alguna vez, una compañera de trabajo me dijo que desde que me identifiqué como Sarah, todo fluyó más en mí; la personalidad, la energía, dejé de ser tímida y ensimismada. Ahora me siento natural, totalmente cómoda en mi cuerpo. Me siento plena y el modelaje también ha contribuido a eso”.

Según una investigación impulsada por OutRight Action International, organización que evalúa las políticas de Colombia para la protección de los derechos de las personas trans, el 79% de esta población ha sido discriminada en su lugar de trabajo, 5% ha firmado un contrato laboral y el 40% se ha visto forzado a vestirse y a actuar de manera diferente. “Por culpa de los estigmas, muchas personas trans se encuentran en funciones o puestos de trabajos transexualizados, como el trabajo sexual o la labor de estilista que, por lo general, son inseguras, no proporcionan beneficios, son de baja remuneración y no otorgan ningún tipo de prestaciones o seguridad social”.

A diferencia de Valeria, para Sarah el paso final de su transición es la cirugía de reasignación de sexo. “Hacérmela me va a hacer sentir mucho más tranquila conmigo misma. Pero no tengo afán. Quiero asegurarme de que voy a estar en manos de un buen médico que entienda mi caso”.

 

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Desde que era niño, Máximo estuvo en permanente conflicto con el rol que se le había impuesto por el hecho de haber nacido con una vagina. Sus gustos, su manera de comportarse y relacionarse con el mundo distaba mucho de lo que su familia esperaba de “una niña”. A los 14 años se identificó como una persona a la que le gustaban las mujeres y así se lo expresó a sus papás. Este paso sirvió de apertura para libros, películas, textos que lo llevaron a toparse con el término ‘Disforia de género’: “comprendí muchas cosas como por qué desde pequeño no me gustaba que me colocaran vestidos, prefería las camisetas, las sudaderas y pantalonetas. En el colegio hacía toda clase de artimañas para no ponerme la jardinera, me las arreglaba para ir todos los días con sudadera. Era rudo, quería llevar el pelo corto. Todo empezó a encajar”.

Sin embargo, ¿qué significaba reconocer que era una persona trans? Ya muy joven había asumido frente a los suyos que le gustaban las mujeres. ¿Cómo explicar ahora que no solo se trataba de sus preferencias sexuales sino de la forma en la que él se sentía e identificaba? Él era un hombre, siempre lo fue.

Muchos sostienen que los trans viven una “doble salida del clóset”, Máximo se queda con la descripción que hace un amigo suyo: “Nosotros tenemos que salir del clóset y también del sótano porque si te pones a pensar el reconocimiento de las personas transgénero es más compleja y trasgresora que la de una persona homosexual. Es algo que rompe las estructuras sociales, porque la transición que muchos hacemos se ve. El mundo la ve. Las personas transgéneros nos encontramos en una reflexión constante de la cabeza, el corazón y el espíritu. Es una reflexión que la tocas, la sientes con tu cuerpo y la vives en interacción con otras personas que, además, te desprecian, evitan contacto contigo, no se sientan a tu lado en la silla del Transmilenio. Eso genera relaciones de conflicto contigo mismo, hace que te odies porque el mundo te está diciendo que te odies”.

 

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La salida del sótano de Máximo llegó finalmente. “Estaba en una depresión muy profunda, es algo que sientes y guardas y guardas hasta que revientas”. Pero luego de la erupción no era menos fácil lo que se vino por delante. Deconstruirse y entender el género como una construcción social es algo que incluso para ellos, es complicado de asimilar. “Si bien yo me identifiqué como una “mujer lesbiana” (entre comillas porque en realidad nunca me consideré una mujer), nunca me acerqué a esa percepción del género. Como hombre trans esa perspectiva me golpeó muy fuerte. Analicé muy bien qué tipo de hombre no quería ser porque comprendí sobre las violencias de las que las mujeres trans son víctimas. Tuve que aceptar con toda la humildad y el amor que son las mujeres trans las que más mueren por transfeminicidios y que los hombres trans en cambio, gozamos de una mimetización social muy buena. Es una gran ventaja”.

Pero esa mimetización también representa, según Máximo, una desventaja. “No se reconocen muchas de las realidades de los hombres trans”. Como, por ejemplo, que ellos también pueden quedar en embarazo.

Cuando Máximo se fue a vivir con su novia Daniela exploraron escenarios impensados. Siendo una pareja trans, tomaron la decisión y quedaron en embarazo. “Vivimos con la noción de que no tenemos derecho a tener familia. Todo el mundo no los dice incluso desde el mismo momento en que a muchos de nosotros nos sacan de nuestras casas por ser transgéneros. Nos privan de ese vínculo”.

Vivir el embarazo significó una transformación para él, su novia, y un entorno que muchas veces los abraza con dificultad. Por un lado, le permitió la reconciliación definitiva con María Paula al retornar a una serie de cambios corporales que ya creía superados como, por ejemplo, el renacer de sus senos “ahora los amo porque estas tetas hacen que mi hija se alimente bien y esté saludable”. A nivel social, la pareja se vio en la maratónica tarea de enfrentarse a un sistema que no estuvo en absoluto preparado para su realidad: “Soy un padre que quedó en embarazo y que durante esos nueve meses no fue reconocida como tal porque los hombres no quedan en embarazo. Tuve que exigir mi lugar como una persona en gestación y por el desconocimiento, muchas veces fue imposible”.

 

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Mensaje de Máximo a María Paula:

“Ya me reconcilié con mi naturaleza diversa, con la idea de ser una persona que sangra, que puede parir. Sin ella no tendría esta sensibilidad”.

 

Máximo sabe que es duro que el mundo entienda eso, porque son realidades que han sido borradas históricamente de nuestra educación. Por eso cree que la responsabilidad que tienen las personas trans es enorme. “Estamos reclamando la libertad como propia, estamos diciendo no, yo no soy lo que tú me quieres decir, yo quiero tener el derecho de saber qué soy, quiero comprender mi existencia, no que me la impongas. Yo, por ejemplo, me construí como un hombre que sangra, que tuvo la posibilidad de parir y que hoy puede amamantar a su hija”.

 

Por Diana Franco Ortega/ @dianafortega

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