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Alfonso Pérez

El cartagenero de 63 años asegura en primera persona que los jueces, en la semifinal de los Juegos de Múnich, decidieron injustamente en su contra.

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El Espectador
01 de septiembre de 2012 - 09:00 p. m.
/ Ilustración: Eder Leandro Rodríguez C.
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En la madrugada del 5 de septiembre de 1972, el mismo día en que yo peleaba contra el turco Eracian Doruk por los cuartos de final del boxeo olímpico, unos terroristas palestinos tomaron como rehenes a deportistas de la delegación israelí, de los que once murieron por la granada que estalló en la Villa Olímpica. Nosotros, también hospedados allí, entramos en pánico y nos tiramos al suelo con la metralla. Se suspendieron los Juegos de Múnich y me agarré a comer. Ingerí las verduras y el pescado de la ración diaria, pero cometí el error de tomarme tres vasos más de jugo de naranja, que subieron mi peso: yo pensé que las justas se cancelaban. Qué va. En la noche me notificaron que peleaba a las siete de la mañana del día siguiente. Y ya yo pesaba más de 60 kilogramos.

Mi entrenador Orlando Pineda me envolvió en un saco de lana y me encerró bajo llave en el baño con agua caliente. Me acosté débil a las tres de la madrugada, dormí un sueño infeliz que sólo valió la pena cuando al día siguiente me subí a la báscula y el juez autorizó que me trepara al tinglado. Aún sin mucha fuerza lancé jabs rápidos y muchos rectos de derecha. Por decisión de los jueces gané y me aseguré una medalla de bronce, la segunda de las justas luego de la de plata que ganara cinco días antes Helmut Bellingrodt en tiro.

Yo, Alfonso Pérez, el octavo de once hijos de la familia Pérez Torres, nací peleador —o pendenciero—. En el colegio Francisco de Paula Santander de Cartagena me tiraban una bolita de papel y retaba al que fuera: ‘salte de ahí y vamos a pelear’, decía. Los niños lloraban por mis golpes, pues la verdad no recuerdo que me hayan ganado nunca. Como les daba trompadas a todos, un día vinieron unos pelaos del barrio Chambacú a pegarme, me encerraron al frente de una estación de policía y el agente nos gritaba: ‘dale, dale, dale’. Pero en definitiva yo les gané. Eso me sirvió luego en el boxeo, que empecé a practicar en El Bombero, un gimnasio en el barrio Bocagrande. Ahí me vio el que sería mi primer entrenador y quien me daría los primeros guantes: Víctor Prieto o Chico e’ Hierro.

Un martes, él me puso a entrenar con otro boxeador que peleaba el viernes siguiente, pero lo levanté a trompadas y Chico e’ Hierro me dijo: ‘ahora peleas tú’. El viernes también levanté a trompadas a otro tipo, a Pedro Vargas, un monteriano. Entonces vi que el boxeo me podía dar una mano con la situación en la casa, que por ejemplo, casi nunca tenía luz.

Teníamos la tarea diaria de sobrevivir: estábamos acostumbrados a los malos olores que significa vivir en una casa al lado de una orilla del mar. Lo único diferente que comía además de pescado era coliflor, porque a mi papá Juan Manuel, un celador del Sena, le decían que curaba el cáncer. También me alimentaba de bollos limpios de maíz sin azúcar que vendía mi mamá Dominga Torres en la calle.

El boxeo lo alternaba con mi trabajo en el Correo Nacional, que me consiguió el señor Alfonso Múnera. Me compró una bicicleta para realizar mi recorrido diario de dos horas, que arrancaba en el centro histórico de Cartagena hasta el Olaya. Esa actividad de entregar cartas endureció mis piernas y me dio resistencia y agilidad en el tinglado. Por ese entonces recuerdo que Bernardo Caraballo ganó una de sus tantas peleas. A El hijo de Bocachica lo pasearon y lo vitorearon por toda Cartagena. Y dije: ‘yo también puedo hacerlo, que me lleven en hombros por el boxeo’.

Creo que lo logré: fui diez veces campeón nacional, dos veces bolivariano, dos centroamericano y obtuve una medalla olímpica. Y nunca me noquearon. El golpe más duro me lo puso en la boca Eusebio Pedroza durante una pelea profesional en el Coliseo Nuevo de Panamá. Casi me derriba, pero apreté los labios mientras tragaba el chorro de sangre y lo noqueé en el tercer round. Por eso fui uno de los más grandes de Colombia y la consagración fue en mis primeros Olímpicos, en Múnich 72, a los que me clasifiqué con una medalla de bronce en los Panamericanos de Cali un año antes.

A esa ciudad llegué en agosto del mismo año, con 23 años y como abanderado de la delegación durante la ceremonia inaugural, en la que me acompañaron dos bellas mujeres para guiarme mientras por los altoparlantes del sitio se escuchaba el “Kulumbia” que nos daba la entrada. No podía creer que estuviera en una ciudad tan bonita. De hecho, un día me quedé viendo unos edificios altísimos y sentí que se movían: me mareé, solté unas manzanas que llevaba en las manos y salí corriendo. Orlando Pineda, mi entrenador, se burló de mí hasta siempre. Quedé como un bobo.

En Múnich 72 hice seis peleas, incluyendo la que libré contra el turco, después de adelgazar un par de kilos en unas horas. Cada vez que peleaba sentía que a los colombianos nos subestimaban, nadie nos conocía. Pero, cómo no, si entrenábamos en condiciones deplorables: en el coliseo de la calle Espíritu del barrio Getsemaní, que parecía más bien una gallera; en un coliseo al aire libre a la entrada del barrio Torices que constaba de tablas y cuatro estacas como cuadrilátero y lo llamábamos La caldera del diablo. En fin, éramos puro coraje. Aunque más grave que eso eran los jurados vendidos que impidieron coronar nuestros esfuerzos. La Unión Soviética tenía fama de comprar jueces e incluso 15 fueron destituidos de sus cargos.

A mí me robaron en la pelea de semifinales contra el húngaro Lazlo Orban. Lancé unos 100 golpes en toda la pelea. Pineda me decía que todo iba O.K., pero al final la decisión favoreció al húngaro, que sangraba por todas partes. Quedó tan lacerado que en la final perdió con Jan Szczepanski.

Pude haber sido plata u oro, yo iba fuerte para la final. Pero en definitiva, medalla es medalla. Luego me llamó el presidente Misael Pastrana a felicitarme. No volvieron a faltar las mujeres ni la fama y desde entonces tengo una pensión fija de $1’600.000 que me da el Estado por esa hazaña. La medalla está aquí mismo conmigo: la mantengo limpiecita y la llevo en mi maleta de viaje. Es mi carta de presentación adonde vaya.

Adaptación Juan Diego Ramírez Carvajal.Espere mañana la última entrega, sobre el boxeador Clemente Rojas.

Por El Espectador

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