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Hace dos meses, Carlos Alcaraz también desató debate en su documental de Netflix, mostrando con total naturalidad cómo, tras ganar Roland Garros en 2024, se fue a Ibiza a celebrar con fiestas lujosas, mujeres y exceso de placer. Nada oculto, nada edulcorado.
Hasta hace poco, estas celebraciones eran casi clandestinas. Nadie se atrevía a fotografiar —mucho menos a publicar— esas noches, resguardadas tras muros, clausuradas al celular e incluso protegidas por acuerdos de no divulgación. Hoy, en cambio, las nuevas generaciones de deportistas se exhiben sin miedo. ¿Por qué deberían ocultar algo que forma parte de su vida privada?
Es comprensible la preocupación de padres y sectores sensibles: ¿este es el ejemplo que debe seguir la juventud? ¿Una vida de excesos, joyas de medio millón de dólares, animadores de talla baja y temática mafiosa es lo que queremos transmitir? Pero también es razonable sostener que los deportistas son personas, no estatuas. Personas con derechos, con deseos de celebrar y festejar sin máscaras. ¿Debe su capacidad de inspirar condicionarse a un guion moral estrictamente edulcorado?
Los jóvenes necesitan ver que sus ídolos no solo entrenan, compiten y se sacrifican; también ríen, bailan, sienten, se relajan. Ese espectro humano —con matices— es enriquecedor. Y sí, ser figura pública implica responsabilidad, pero también autenticidad.
Mientras sus vidas personales no transgredan leyes ni derechos, celebrar no es delito. No hay que ocultar, sino educar. La grandeza también se demuestra en la vida cotidiana, no solo en el campo.
Si mantienen el profesionalismo, la ética, la disciplina y la entrega, siguen siendo ejemplo. No por lo que callan, sino por lo que muestran: que el éxito puede coexistir con la celebración, que el esfuerzo no exige una vida sin color. Que está bien celebrar con responsabilidad; que el alto rendimiento no está reñido con una sonrisa, una fiesta, un brindis. Eso también enseña.
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