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La verdad es que lo de Colombia casi nunca ha sido sobrio; siempre es con drama. Italia 90 llegó por repechaje contra Israel. Estados Unidos 94, con la famosa goleada 5-0 a Argentina en Buenos Aires, pero también con la calculadora en la mano hasta el final. Francia 98 se definió en la última fecha, igual que Rusia 2018, cuando ese empate sufrido contra Perú en Lima nos metió de nuevo. Y la única vez que medio clasificamos con aire fue rumbo a Brasil 2014. Aun así, en Barranquilla íbamos perdiendo 0-3 contra Chile en el primer tiempo y solo en la segunda parte empatamos para sellar el regreso. Ni ese día nos salvamos del susto.
Hoy la historia es parecida. Llegamos a la última jornada doble tras una mala racha, con un empate sin goles contra Perú en casa que complicó todo, y un 1-1 en Buenos Aires que más que triunfo fue un respiro. Es decir, otra vez llegamos colgados del alambre, dependiendo de ganar en el cierre para no sufrir un papelón.
Entonces, ¿qué hacemos? ¿Se celebra o no se celebra? Pues yo creo que sí. Porque clasificar a un Mundial nunca es poca cosa, y menos en Sudamérica, donde nadie regala nada. Pero también hay que poner las cosas en su lugar: no tenemos una superselección. Tenemos una buena selección. El problema es que nos la pasamos creyendo que estamos para más de lo que realmente podemos dar.
Una buena selección nos puede ilusionar, claro, pero hay que exigir lo justo. Clasificar es el mínimo. El verdadero reto es jugar bien. Porque de nada sirve llegar de sextos y sin identidad, si después en el Mundial vamos a depender de un milagro. Y ahí hay dos asuntos claros: aprender a jugar con o sin James Rodríguez, y sacarle más provecho al mejor jugador colombiano del momento, Luis Díaz. Al guajiro hay que darle más pelota, libertad y protagonismo. No podemos seguir esperando a que aparezca de la nada para resolver partidos que se juegan mal en lo colectivo.
Si le ganamos a Bolivia y clasificamos, habrá fiesta, y con razón. Pero lo que de verdad merecería descorchar champaña es que esta selección juegue bien, que deje de depender siempre del dramatismo y que aproveche mejor a sus figuras. El día que pase eso, ahí sí podremos hablar de una superselección. Mientras tanto, disfrutemos lo que hay: una buena selección, que tampoco es poca cosa.
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