Ayrton Senna, el piloto inigualable de la Fórmula 1

Este miércoles se cumplen 25 años de la muerte de uno de los mejores corredores de la gran carpa, del hombre que pereció por su vocación de ir cada vez más rápido.

Camilo Amaya
01 de mayo de 2019 - 03:00 a. m.
Senna ganó tres títulos de Fórmula 1 antes de fallecer, a los 34 años. / AFP
Senna ganó tres títulos de Fórmula 1 antes de fallecer, a los 34 años. / AFP

La primera vez que las cámaras captaron a Ayrton Senna llorando fue el 21 de abril de 1985. El brasileño no pudo contener la emoción de escuchar el himno de su país y se rindió ante el sueño de niño, el de ganar un Gran Premio de la Fórmula 1. Ese día, el joven de nariz aguileña, orejas grandes, cabellera crespa y frente prominente festejó en la que fue su decimosexta carrera, en un día lluvioso, de condiciones adversas, perfecto para él.

Ya lo había demostrado un año antes, en el GP de Mónaco, cuando bajo un torrencial aguacero llegó hasta la segunda posición (partió en la casilla 13) y estuvo a punto de batir a Alain Prost, el piloto que en ese entonces dominaba la gran carpa. Si no hubiera sido por la suspensión de la prueba, Senna habría sobrepasado al francés, pues venía rodando cuatro milésimas más rápido por vuelta en un auto promedio de un equipo promedio (Toleman).

Ese día, en el que Ayrton probó que frenar a destiempo e ir al límite era la manera más digna de ganar, o por lo menos para él, empezó el largo camino, inexorable, del que para muchos sigue siendo el mejor corredor de la historia. En ese instante, Prost, el calculador, el que prefería sumar puntos y no arriesgar al volante, encontró en el brasileño la antítesis a su manera de manejar, de actuar, incluso de hablar. Tres años después estarían juntos en el equipo McLaren Honda, porque Ronn Dennis quiso tenerlos a ambos, pues Senna necesitaba una mejor escuadra para poder pelear un campeonato. Y lo que comenzó con una relación de cordialidad y elogios mutuos terminó en un odio evidente, en ingenieros ocultándose información entre ellos, en la escudería inglesa dividida en dos: de un lado los de Prost y del otro los de Senna.

La prueba fue el GP en el Principado de esa temporada, con el brasileño en la primera posición y rodando cada vez más rápido y sin darse cuenta de que la manera en la que estaba conduciendo era peligrosa para los demás y para él mismo. En la historia permanece el mensaje por radio para Senna pidiéndole que fuera más despacio, que ya no era necesario sacar más ventaja para triunfar. También la presión de Prost, en una especie de guerra psicológica para desestabilizar a su compañero. Y la equivocación llegó, el brasileño, apurado, se estrelló en la boca del túnel y el francés ganó. “No quería vencerme, quería humillarme”, diría Prost.

En Japón, ese mismo año, Senna daría otra muestra de conducción, de riesgo, de vehemencia, de corazón. Primero fue la angustia por el auto que no arrancó en la partida, la remontada en cada curva, la lluvia siendo su gran aliada y el sobrepaso a un Prost que por más que quiso bloquearlo no pudo contenerlo. Triunfo para el brasileño y otra vez las lágrimas, en esta ocasión por el título de la F1, por darle una alegría a un país necesitado de educación, comida, trabajo... de todo.

El circuito de Suzuka sería, en la siguiente temporada, el escenario del mayor escándalo de la Fórmula 1, del poder y la política ejerciendo presión, haciendo y deshaciendo a su voluntad. El 30 de octubre de 1989, Prost era el puntero de la carrera y Senna estaba en la segunda posición. Si el brasileño no terminaba, el francés sería el campeón del mundo por adelantado a falta de una cita (GP de Australia). Sin embargo, Ayrton, en su manera natural de hacer las cosas, intentó pasarlo antes de una chicana y el francés lo estrelló. Unos dicen que fue imprudencia del latinoamericano, otros que el europeo no respetó la línea y que su acción fue a propósito.

Lo cierto es que mientras Prost se bajaba de su carro, Senna, con la ayuda de los auxiliares de la pista, arrancó de nuevo, pasó por una vía de escape, regresó a los pits, cambió su alerón averiado y ganó. De hecho, Ayrton se quedó con el triunfo tras dejar atrás al italiano Alessandro Nannini en la penúltima vuelta. Apenas terminó todo, las cámaras mostraron a Prost yendo afanado a la oficina de los comisarios. Nunca un podio se había demorado tanto, nunca lo deportivo había pasado a segundo plano. Ese día la Federación Internacional de Automóviles Deportivos (FISA), en cabeza de su director Jean-Marie Balestre, descalificó a Senna por haber evitado la chicana y por la ayuda que obtuvo de los auxiliares que empujaron su auto.

Prost fue campeón del mundial de pilotos, su último título antes de irse para Ferrari, no sin antes dejar una frase lapidaria: “Él cree que no se va a matar porque Dios está a su lado. Y lo que no ha notado es que se ha vuelto un peligro para los demás corredores”.

La cumbre de su carrera

En 1990 Senna logró su segundo título de la Fórmula 1 luego de un año convulso en el que la rivalidad con Prost fue lo que más vendió entradas y aumentó el valor de los derechos de televisión. En el GP de Suzuka, la mano negra de Balestre se vio de nuevo cuando cambió el sector por el que debía ser la partida; es decir, mandó a Ayrton por la parte sucia, mientras que dejó a Prost por la de mayor agarre. Como era lógico, el francés tomó la punta, pero antes de la primera curva ambos chocaron, los dos quedaron fuera de competencia y el brasileño fue campeón por adelantado. ¿Venganza por lo ocurrido un año antes? “No creo, pues a Ayrton no le gustaba ganar así. De hecho, nunca lo había visto tan contrariado luego de esa estrellada. No festejó, pues no era una manera digna de hacerlo”, diría Ron Dennis.

La temporada de 1991 fue la tercera vez en la que los aficionados vieron llorar a Senna. El brasileño, que nunca había ganado el GP de su país, se impuso en Interlagos a pesar de que su caja de cambios dejara de funcionar, por lo que se vio obligado a llevar su auto en sexta velocidad durante las últimas vueltas. La imagen de Senna sentado en su auto, de sus mecánicos quitándole las manos del volante, de los calambres y los espasmos luego del rigor de la carrera, le dio la vuelta al mundo, al igual que su festejo en medio del dolor, del “acércate pero no me toques, padre”, del piloto tratando de levantar el pesado trofeo, de su cuerpo magullado que decía no más.

“Lo hice porque se lo debía a mi gente”, dijo el hombre carismático, el que nunca se avergonzó de su nación. En 1992 apareció la tecnología y el equipo Williams Renault fue insuperable para los demás, incluso para un Senna desconcertado por las mejorías en la tracción, la suspensión y los frenos que tenía la otra escudería. En otras palabras, estaba un escalón por arriba de él y su McLaren. Apenas pudo ganar dos carreras (GP de Mónaco y GP de Italia) mientras veía cómo, sin importar qué tanto riesgo tomara, Nigel Mansell siempre era más veloz. En 1993, con Prost en el equipo de Frank Williams, fue poco lo que pudo hacer Senna para evitar que el francés se retirara de la F1 con un título. Sí, el nacido en São Paulo se impuso en cinco citas, pero su rival de siempre lo hizo en siete.

Lo inevitable, generado en la ambición de ir por más, hizo que Senna se marchara de McLaren, que terminara la relación de hermandad que había forjado con Ron Dennis para correr en el equipo de Frank Williams. Pero cuando llegó a su nueva casa la FIA, curiosamente, prohibió la implementación de la tecnología con las que el equipo del Reino Unido había dominado los últimos dos años (supuestamente para que hubiera igualdad). Senna no pudo acomodarse a su nuevo auto, a la cabina más pequeña, al timón diferente y mientras él luchaba para acoplarse, un piloto más joven tomaba la iniciativa: Michael Schumacher.

El inevitable final

Dicen que nunca lo habían visto tan serio, tan impávido antes de una carrera. Que su personalidad extrovertida quedó opacada por el miedo a no cumplir con lo que esperaban de él. Ese fin de semana, en el GP de San Marino, hubo varias señales que anticiparon la tragedia. Primero el fuerte choque en los ensayos libres de Rubens Barrichello, el llamado a tomar el legado de Senna. Después, en la clasificación, la estrellada del austríaco Roland Ratzenberger, otro que no estaba contento con su auto y que se fue contra una barrera de contención del circuito de Imola a más de 300 kilómetros por hora.

Ayrton vio todo por televisión desde el garaje del equipo Williams y volvió a llorar porque, por vez primera, sintió la muerte cerca, cerca de él. Y hubo luto, pero aún así se siguió con la prueba y el brasileño largó desde la primera posición. Y en plena carrera con Schumacher mostrándose en los espejos retrovisores, Senna fue al límite, tanto que perdió el control del carro en la curva Tamburello (se toma hacia la izquierda), y los pedazo del auto volaron, y Senna no se movió más. No hubo moretones, tampoco huesos rotos, solo un golpe mortal de la barra metálica de la dirección contra su casco amarillo, un cimbronazo tan fuerte que generó de inmediato una hemorragia interna (Adrian Newey diría mucho después que Senna había pedido que le movieran el timón para poder conducir más cómodo. Por eso, teniendo en cuenta la reglamentación, se adelgazó el grueso del eje de la dirección en cuatro milímetros).

“Suspiró y su cuerpo se relajó. Podría decir, aunque no soy muy creyente, que ese fue el instante en el que el alma dejó el cuerpo, en el que Senna se nos fue para estar con Dios”, diría Sid Watkins, el médico de la Fórmula 1. El 1° de mayo de 1994 falleció Ayrton Senna, el corredor que siempre esperó más de su vida, el que siempre lo arriesgó todo y que gracias a eso se convirtió en el ídolo de un país que, hasta ese momento, solo veneraba futbolistas. No en vano, el día de su entierro, más de dos millones de personas le dieron el último adiós en Sao Paulo.

* Este texto se hizo con base en el documental de Netflix llamado Senna

@CamiloGAmaya

Por Camilo Amaya

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