El porqué del éxito de “Rigo” en el Tour de Francia

El ciclista del Cannondale se preparó para la competencia por etapas más importante del mundo desde 2016. Antioquia, su patio de entrenamiento.

Camilo Amaya
16 de julio de 2017 - 02:26 p. m.
Rigoberto Urán, el mejor colombiano en el Tour de Francia 2017. / EFE
Rigoberto Urán, el mejor colombiano en el Tour de Francia 2017. / EFE

Rigoberto Urán no preparó el Tour de Francia dos meses antes de la competencia, como muchos de los 198 ciclistas que tomaron la partida el 1 de julio pasado. El antioqueño arrancó a finales de 2016, cuando las piernas aún aquejaban el cansancio de una temporada de siete mil kilómetros. “Mijo, el otro año voy para el Tour y quiero tener una gran presentación”, le dijo a David Benítez, o Wicho, apodo que le puso desde que lo conoció en el colegio J. Iván Cadavid, de Urrao, cuando repetía sexto grado y la vida era un conjunto de travesuras. La idea era clara: apostarles a dos clásicas de principio de año y jugársela por el Tour. Comenzaron a entrenar el 22 de noviembre en una especie de rutina dura y sin piedad. Benítez llegaba a la casa de Urán a las 7:00 a.m. para alistar la bicicleta, las ruedas de repuesto, el kit de herramientas, la chaqueta para la lluvia, las galletas dulces, los bocadillos, las caramañolas con agua y los bananos. Después desayunaban huevos revueltos, arepa y café. Rigo se levantaba dos horas antes para hacer ejercicios de fortalecimiento, sobre todo en piernas y abdomen, en una habitación de su casa que hace las veces de gimnasio y en la que juega a ser autodidacta. Con la rigurosidad de quien no deja nada al azar, repasaba, una a una, las cosas que necesitaría a lo largo de la práctica.

Wicho, ¿empacaste la chaqueta y los neumáticos?

—Fresco, mijo, acá llevo todo.

Iban hacia La Ceja, pasaban por Abejorral y luego se dirigían a La Unión, donde queda la subida que más le gusta a Urán, un trayecto empinado de siete kilómetros y con una vasta sombra que proporciona la copa de los árboles. El ascenso lo hacía con el plato 53 y el piñón 11; es decir, con la bicicleta tan dura que los músculos iban tensionados como un tambor. Curiosamente, esa fue la misma relación que utilizó en la novena etapa del Tour luego de que el tensor se le dañó y no pudo suavizar el pedaleo en el embalaje. Aun así, ganó.

En seguida tomaban rumbo al parque Arví, por la vereda Piedras Blancas, lo más similar al pavé que hay por la región, en un sector en el que la carretera empedrada se empina tanto que, por simple inercia, es imposible levantar la cabeza y hay que conformarse con clavar la mirada en el suelo. “Este man quería hacer todos los picos de Oriente en un día. Unas ganas de subir y subir increíbles”, dice Wicho. Y el trabajo sirvió: ni el británico Chris Froome ni el italiano Fabio Aru lo han podido dejar regado con la facilidad de antes.

Si el ciclismo es un deporte de cansancio, Urán es el hombre resistencia, el amante de la fatiga. “Le dábamos y no paraba. ¡Una máquina! Hasta tocaba decirle que le bajara para que no se fuera a reventar”. Pero no todo era trabajo. También había tiempo para divertirse, para hablar. Y cuando la conversación languidecía, le tomaban fotos a las gallinas cruzando la carretera, al campesino con el poncho, al carriel y el sombrero; a una casa vieja agarrada con las uñas de la montaña, a una legumbrería, a todo lo que fuera mágico por su sencillez. “Wicho, Wicho, tomame una fotico. Wicho, Wicho, haceme un video”. Por eso David se acostumbró a llevar dos cámaras GoPro, una en el casco y otra en la mano, y a maniobrar con la moto para sacar la toma perfecta, para pasar la caramañola cuando había sed o la chaqueta cuando la lluvia intentaba interrumpir la jornada.

En esos tres meses de entrenamientos, sólo fueron una vez a Urrao. Atravesaron el valle de Aburrá, pasaron por Caldas, bajaron a Bolombolo, se fueron a la par del río Cauca, subieron a Concordia, otra vez bajaron a 70 km por hora para subir de nuevo a Betulia y, luego de 165 kilómetros, se encontraron con el río Penderisco que atraviesa un valle en el que está un pueblo enclavado en medio de montañas protectoras, un paraíso escondido donde el frío convive con el sol picante que golpea las caras ajadas y obliga el uso de gorra.

Eso fue el puente del 6 de enero. Ese mismo día siguieron hasta la vereda Pabón, a media hora de camino, y donde la abuela de Rigo esperaba con el fiambre para el almuerzo, una especie de bandeja paisa con arroz, puré de papa, chicharrón y carne molida, todo envuelto en una hoja de plátano. “Le encanta ir allá porque la finca queda sobre un morrito y se puede ver todo el paisaje”. Se quedaron cuatro días y aprovecharon para ir al colegio J. Iván Cadavid. Urán se indignó con el deterioro de una institución que en su época de estudiante tenía una piscina, un lago, una cancha de fútbol y hasta un hipódromo pequeño para las carreras de caballos.

Todas las mañanas pedalearon hasta la vereda El Chuscal, donde abundan los cultivos de granadilla y hay cafetales a ambos lados de una carretera angosta construida a puro brazo de esclavo. “Cómo huele de bueno por acá”, dijo Rigoberto al recordar tiempos pasados y trasladarse a los días en los que recorrer esos caminos con sus amigos era toda una aventura.

No se alejaron mucho en las prácticas por el temor infundado en las huellas que dejó la violencia, en el miedo a salir y no volver jamás. “Antes quemaban carros por allá y pues a uno le queda su maricada en la cabeza. Bobadas de nosotros porque ahora todo es muy calmado”. Subieron a la loma El Brechón, un ascenso de 16 kilómetros rompepiernas, en el que Urán hizo trabajos de repetición sin levantarse del sillín para acostumbrar su cuerpo y elevar el umbral de sufrimiento.

Con la maleta llena de arepas de chócolo, de quesitos, de café y chocolate, regresaron a Medellín. Rigo viajó a Europa el 10 de febrero con la tranquilidad del trabajo bien hecho. “Se nota que todo lo que hicimos surtió efecto. No en vano el parcero está haciendo un gran Tour de Francia”.

Por Camilo Amaya

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