Los pedalazos de Einer Rubio, el ciclista colombiano de Movistar

El boyacense de 22 años fue protagonista en la quinta etapa del Giro de Italia 2020.

Camilo Amaya
07 de octubre de 2020 - 03:10 p. m.
El ciclista boyacense llegó este año a la escuadra española.
El ciclista boyacense llegó este año a la escuadra española.
Foto: Movistar

Un día, en la vereda Laguneta de Chiquiza, no llovió más. Y no hubo cómo regar los cultivos de papa, tampoco cómo darles de beber a las vacas. Y el verano, amarillo y abrasador, se tomó esta región de Boyacá a más de tres mil metros sobre el nivel del mar, la tierra no salió de su letargo durante tres años, y fueron temporadas de pérdidas, de sembrar y no cosechar.

El fenómeno de El Niño fue despiadado con los campesinos, entre ellos la familia Rubio Reyes, que perdió tiempo y dinero. Por eso fue necesario reunirse, los siete, para tomar una decisión. Libardo, el papá, no quería irse, el resto sí. Libardo, campesino bondadoso, no aceptaba renunciar y llamaba a la cordura, al arraigo, a quedarse hasta que la misma naturaleza respondiera, quizá por la costumbre del aire puro que baja del páramo, o por el temor de no saber hacer nada más.

“No quería irse, pero lo convencimos. Era lo mejor para todos, era la decisión más cuerda para sobrevivir”, rememora Einer, ciclista del Movistar que disputa la edición 103 del Giro de Italia. Un par de colchonetas y los enseres indispensables fue todo lo que cargaron en el camión que los llevó a Bogotá, adonde una hermana de María, la mamá, en el barrio Lisboa.

Einer se puso a estudiar, a terminar el bachillerato, mientras que su papá consiguió trabajo en una fábrica de plástico. Luego de unos meses el esfuerzo de todos se vio reflejado en la compra de un lote. También entre todos empezaron a construir la casa. “Las paredes eran de bloques de cemento y las tejas de lata, el material más económico. Ahora que lo pienso, y que miro para atrás, puedo decir que no fue nada fácil”.

Después de terminar el colegio, Einer fue auxiliar en construcción. Cargó bultos de cemento, de arena, aprendió a empañetar y a preparar la mezclar.

Con lo que ahorró en cuatro meses se compró una bicicleta de ruta (pagó un $1’500.000) y pudo reemplazar la todo terreno roja que le regaló John, su hermano mayor. El problema era que la nueva era talla L (en ese entonces necesitaba una S), así que debía bajarle el sillín al máximo para poder pedalear medianamente cómodo y apenas podía sujetar el manubrio estirando los brazos al máximo. En otras palabras, lo menos práctico para comenzar.

Con esa estuvo en el club Santa Bárbara de Sora, con esa iba hasta el Alto de Cucaita y con ese marco de hierro entrenó durante tres meses. “Einercito, mijo, hay que decirle a los papás que se necesita otra cicla. Esta es muy grande para sumercé. Si sigue así le tocará montar por debajo de barra”. Las palabras vinieron de José Quintiliano Rivera, su primer entrenador, el mismo que se sorprendió al verlo tan feble y pequeño, tan potente y a la vez tan laborioso y responsable.

“Quiso volver a Boyacá y acá se le abrieron las puertas. Un primo me había hablado de él y no tuve problemas en recibirlo. Rodaba en las mañanas, trabajaba como obrero en las tardes y vivía con unos familiares en Paipa. Salíamos por Villa de Leyva hasta Sáchica. A veces íbamos hasta Duitama. Pero le tocó regresar a Bogotá porque no le dio para quedarse. Le dije que no renunciara, que en la capital hacían chequeos todos los fines de semana y que en uno de esos podía mostrarse y conseguir otro club”, cuenta Rivera.

En una de esas pruebas cortas, en las que los juveniles van a tope para brillar y llamar la atención de los equipos grandes, Einer quedó cuarto y eso le permitió llegar al club Monserrate. Así conoció a Wilson Sandoval y disputó su primera carrera oficial: la clásica Esteban Chaves.

“Tuve una caída y después quedé descalificado por superar el tiempo límite. Pasaron muchas cosas por la cabeza, preguntas como ¿será que sí sirvo para esto? Pero desde muy niño me enseñaron que los obstáculos hacen que los triunfos sean más valiosos para uno mismo”.

La disciplina para frecuentar competencias, de estar presente cuantas veces podía, dio como resultado el triunfo en la clásica de Caparrapí (el pueblo de su entrenador, Wilson), las participaciones en la Vuelta a Cundinamarca y la del Porvenir, que las gentes repitieran su nombre y se refirieran a él como un buen escalador, como un ciclista con habilidad para rodar en el llano.

Se dice que en la del Porvenir de 2015 tuvo que pagar para que lo dejaran correr por la Liga de Bogotá, porque quedó fuera al no percatarse de los tiempos de inscripción. En 2016, con la indignación de lo sucedido, se integró al equipo de Esteban Chaves y disputó la misma carrera, terminando noveno en la general.

Luego vino la llamada de Gino Ferrari, un admirador de los pedalistas colombianos, y la propuesta de ir a Italia. El primer viaje al exterior, la escala en Frankfurt, un aeropuerto enorme, la llegada a Roma sin saber pronunciar una sola palabra en italiano, las pruebas para saber de sus vatios, el potenciómetro que le prestó Jairo Chaves (papá de Esteban Chaves) para la travesía, los números que asombraron y la vinculación al equipo Aran Cucine-Vejus. Desde ese entonces (2017) se radicó en Pago Veiano, un pueblo pequeño en la provincia de Benevento, una campiña de calles estrechas, donde vivió en el hogar de Donato Polvore, su director deportivo.

“Estaba nervioso, pero fueron muy amables. A él lo considero como mi segundo papá porque me acogió, me enseñó lo necesario para estar en Europa”. Con su primer sueldo, y muy fiel a los suyos, mandó dinero a Colombia para gastos familiares. Y en su primer regreso, con lo que ahorró, remodeló su casa en Bogotá. “Hay que ser agradecidos y no olvidar de dónde venimos para saber el camino, para ir siempre hacia adelante”.

Ser tierra de su tierra

Einer no olvida los tres kilómetros que debía recorrer a diario para ir al colegio, seis si se cuenta ida y vuelta. Tampoco las fiestas de San Pedro de Iguaque, las labores del campo, madrugar para ayudar a arar la tierra, caminar para vigilar el ganado y el trabajo como lo esencial para dignificar la existencia. Igualmente recuerda las escapadas con los amigos, las llegadas tarde cuando al otro día había que ir a estudiar y los castigos de su madre, más severa que su papá, cuando el mal genio se la tomaba. “Uno a esa edad no entiende nada y le toca comprender a la brava. En Boyacá los niños sufrimos mucho porque son severos con la educación, sobre todo con la disciplina. Y usted aprende a no refutar, a que le manden y a obedecer”.

De cuando en cuando trata de volver a Chiquiza, al hogar, para escuchar la voz afable, amable y definida de sus paisanos, para no olvidar la precariedad y la falta de oportunidades, para ayudar si es posible. “Las personas son humildes y muy cálidas. Estoy seguro de que si hubiera más apoyo habría ciclistas por montones”. De seguro, cuando termine su vida profesional, no dudará en retornar para convivir con los demás, consigo mismo y, para finalmente, convertirse en tierra de su tierra.

Texto publicado en 2019

@CamiloGAmaya

Por Camilo Amaya

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